Caballo de cartón
Cuando
Martín era pequeño, hace ya muchas décadas, recibió el mejor regalo de Reyes
Magos que nunca tuvo: Un caballo balancín blanco como la nieve y hermosos ojos color
azabache. Subido a su grupa y agarrado con fuerza a las rojas amarras, Martín
pasó tardes enteras en su cuarto persiguiendo
indios cherokees en el lejano Oeste, defendiendo ciudades forticadas o salvando
hermosas princesas, sin necesitar nada más. Dejó de salir con amigos y su madre
tenía que reñirle para que hiciera los deberes o bajara a cenar.
Un
día su amigo Pepín le fue a buscar y le pidió que le dejara subirse a su
caballo y jugaran juntos como hacían antes, pero él se negó, le dijo que no, que
el caballo era solo para él. Entonces Pepín le replicó que en realidad no le
importaba nada que no le dejara subirse a un caballo tan viejo y sucio y se
fue, muy enfadado. Martín no hizo caso a las palabras del amigo y, a lomos del
caballo, continuó disfrutando de la aventura que esa tarde había iniciado por
las lejanas tierras de Taipei. Pero al día siguiente, cuando de nuevo lo fue a
montar, se fijó por primera vez en lo deslucido que estaba. Y decidió meterlo en
el barreño que su madre utilizaba para bañarle a él. Con sorpresa vio como el
caballo se hinchaba y deshacía en láminas que se hundían en el fondo del
barreño y formaban una masa cada vez más pastosa y oscura. Solo los ojos de
cristal, que parecían mirarle con asombro, y las rojas amarras, flotaban en la
superficie. Martín los cogió, los metió en el bolso del pantalón y echó a
correr en dirección al bosque. Por el camino se cruzó con Pepín que le preguntó
donde iba tan rápido, dejando solo a su caballo. Mientras apretaba con saña,
tanta que se hizo herida en la palma de la mano, los dos objetos que había
podido rescatar del desastre, Martín le contestó que eso de jugar a caballos de
cartón era cosa críos. Luego siguió corriendo hacia el bosque, donde iba a
encontrar aventuras de las de verdad.
Pero
eso es otra historia.
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