Escribir
a la deriva o un intento de seguir el pensamiento
Escucho
una música estridente, aflamencada, que
sale de los altavoces de un coche que está entre el seminario y “gatito”, oigo
un ladrido de los perros. Es entonces cuando me viene a la cabeza la consigna
de Magdalena para estas navidades, “escribir
a la deriva”, lo llama, que consiste en ir por un sitio inusual y fijarte
en algo que, no sabes porqué, te llama la atención, entonces te dejas llevar
por lo que ese algo te sugiere y un pensamiento te lleva a otro y éste a otro…
El
trayecto que va de la librería de Pili a mi casa, calculo que habrá unos cien
metros, no es precisamente un trayecto inusual en mi vida, por él he pasado
cientos de veces, pero es un trayecto como cualquier otro, por eso respiro
hondo, me concentro, me dejo llevar por los sentidos. Ruido de persianas que se
abren y sonido de pájaros y, a lo lejos,
el ladrido de los perros que no cesa, más persianas que se abren, zas, zas, con violencia, “¿Te ha tocado la lotería?”,
todavía resuena en mis oídos la voz de Eduardo en la librería de Pili mientras
compraba el periódico, “A eso vengo”, he respondido lacónicamente con El País en la mano, y aunque yo sé que
no, que es improbable, obedezco el mandato de Miguel de comprar el periódico antes
de que se acaben, porque ver los boletos con los resultados de la lotería se ha
convertido en una costumbre como otras muchas que conforman nuestra vida. Esa
casa blanca con el zócalo gris de piedra que hay al lado de la farmacia a todo
el mundo le gusta menos a mí, me parece tan fría como una funeraria, hace frío,
duelen las puntas de los dedos de frío y me deslumbra la luz del sol que se
refleja la carrocería de un coche. Miro el cielo, está azul, de un azul cielo
homogéneo y sin matices, en el cielo azul veo, muy lejos, un avión diminuto que
arrastra una diminuta estela blanca, y me recuerda mi infancia, esa etapa de mi
vida en la que todavía todo estaba por pasar, en la que todavía todo era una
posibilidad y el paraíso no estaba irremediablemente perdido. En ese avión de
mi infancia que de vez en cuando surcaba el cielo de mi pueblo yo podía viajar
a Honolulu o a Jamaica, (recuerdo la fijación que tuve una temporada con
Jamaica cuando un domingo tortillero un chico guapo a rabiar apareció en bici
sobre el puente de la pradera Calahorra diciendo que era de Jamaica), o a las islas Maldivas o a las Fijhi o
cualquier otro lugar, CUALQUIERA, de nombre extraordinario, ahora en cambio estoy
anclada a la tierra, y mientras recorro aprisa el trayecto que va de la
librería de Pili a mi casa, apenas cien metros, sé que no hay ningún viaje
previsto a ningún país exótico, ni lo habrá a corto plazo, lo sé y lo acepto, posiblemente
si fuera posible no lo querría, las vacaciones (éstas y las próximas y las
siguientes ) ya están cogidas para estar
con mi familia y liberar un poco física y psicológicamente, es mil veces peor
el peso psicológico al físico, a las mujeres de mi casa de la tarea de atender
a mi abuela, aunque también sé que enseguida
me cansaré y querré volver a Madrid, que para mi sigue siendo tan
extraordinario como el primer día. Merche decía que soy la eterna pueblerina
para la que andar por Madrid es siempre una fiesta y es verdad. Que dure mucho.
La
cabaña hecha de troncos de madera del parque no me provoca ningún sentimiento, el camión gigante que está
aparcado a la derecha es el de X, mala gente todos ellos, en la cabina hay una placa con el nombre de Z, Z es la novia del
hijo de X, es guapa Z, más que guapa yo
diría que es lozana, como de belleza antigua, y tan joven, él un zoquete, ahora se quieren, el amor no
hace distingos, se casarán seguro y tendrán hijos, no muchos, uno o dos, a lo
sumo tres, y se seguirán queriendo cuando pase el tiempo, claro que de distinta
manera, más por necesidad o costumbre, y la chica conservará su belleza lozana,
fresca e inocente durante muchos años y engordará seguro.
Al
doblar la esquina veo otro camión que por fuera pone jatos vivos, oigo mugir los
jatos, es un sonido que se me antoja doloroso y violento, los jatos encerrados dentro del camión me recuerdan a
mi madre. El peso psicológico de la tarea.
Abro
la puerta de casa, la cafetera borbotea, "Ya estoy aquí", digo, "¡Ves que pronto
he venido!" Mi madre, que espera, que no ha hecho otra cosa en la vida que
esperar, dice algo, el reloj marca las diez en punto, poso el periódico en la
poyata, enciendo el calentador, busco la palangana, la esponja, el jabón, entro en la habitación de la abuela, mientras subo la persiana hasta arriba le digo "Buenos días señorita, ¿qué tal has dormido?", entonces ella abre sus ojillos cansados y me mira como
diciendo tu quien eres y me reconoce a medias “Bien, no nos podemos quejar”, y
mientras le quito el pañal y recorro con la esponja su cuerpo blanco, ella empieza
con esa letanía suya… "en estos instintos, en estos momentos, en estos
encuentros"…que desde hace unos meses repite y repite.
(De enero 2008)