sábado, 21 de junio de 2014


 
Eterna primavera

 


 
A Andrés el frío que le entra por la ventana le hace recordar otro frío más antiguo, un frío de cuando era un zagal de once años y a pesar de llevar los calcetines de lana que le había hecho su madre siempre puestos, se despertaba en el chozo con los pies entumecidos y acartonados y se los frotaba enérgicamente con las manos, primero uno, luego otro, para activar la sangre y que entraran en reacción.
     Al salir de la cabaña ya el resto de pastores tomaban las sopas de ajo calentadas al fuego en el puchero, y siempre había alguno que decía: “¡Qué! ¿Otra vez te has dormido? ¡Pues ya sabes lo que toca!”, mientras su padre callado traquinaba la cabeza, como dudando de su valía para las  lides del pastoreo. Pero lo cierto es que a él no le importaba recoger y apagar el fuego, mientras los más mayores movilizaban el ganado para recorrer por accidentadas cañadas y cordeles la veintena de kilómetros diarios, dirección norte, en busca de la eterna primavera. Y es que su trabajo le gustaba más que nada en el mundo, le tiraba sin remedio, como tendría ocasión de  comprobar años más tarde.
 
*                     *                       *
 
              Había visto su silueta a lo lejos, las manos sujetando su cintura de avispa, el cántaro a la cabeza. 
“Hola”, le dijo saliéndole al encuentro mientras las ovejas, custodiadas por sultán, pastaban en la rastrojera. “Hola”, musitó la muchacha sin detenerse. “Espera”…“He oído decir que esta noche hay baile en el pueblo ¿Vas a ir?” “Tal vez”, contestó ella mirándole risueña un instante y prosiguió su camino.
Al caer la tarde se lavó en el río con jabón para quitarse el olor a animal que le acompañaba siempre y se puso la camisa vieja, pero limpia, que su madre le había metido en el fardel para las ocasiones especiales. Nada más entrar en la pista la vio, sentada en un banco. La sacó a bailar al son de un pasodoble, tomándola por el delicado talle y soportando su cálida y blanda mano entre la suya, como le había enseñado un pastor veterano un día que habían practicado en el campo. Con el primer baile supo que la chica se llamaba Rosa, y que todos los días acarreaba agua de la fuente que había a varios kilómetros del pueblo. Siguieron bailando sin cesar toda la noche, y cuando la orquesta dio por finiquitada la función, se sabía su vida entera: una vida sencilla y volcada al cuidado de su padre, viudo, y de sus cuatro hermanos. Tras esa noche, y durante el tiempo que hubo pastos en la zona, se siguieron viendo a diario y al despedirse, mientras estrechaba su cintura de avispa y ahora sí, se besaban, le prometió que si ella le esperaba hasta la próxima primavera, dejaría su vida nómada y se asentaría a su lado. Y aunque todas las noches del largo invierno pensó en ella, a medida que se acercaba la nueva estación y el encuentro se hacía más inminente, se notaba más raro e  inseguro. La noche de su llegada al pueblo se puso su camisa vieja y limpia, y se dirigió al baile. Pero al llegar a la puerta y verse observado por ella sintió algo parecido al vértigo. Entonces regresó al campo y pasó toda la noche mirando el cielo raso, consciente de que su vida no estaba en un sitio fijo y que sus únicas novias eran las estrellas…Nunca más volvió a cruzar una palabra con la chica a la, por otra parte, jamás logró olvidar.
 
*                     *                       *
 
–Venga, Andrés, levántese –ordena la auxiliar del geriátrico cerrando la ventana–. Ya se ha ventilado suficiente su cuarto, vayamos al comedor.   
Él, que hasta que se rompió la cadera anduvo tan ligero como un cordero, se incorpora con dificultad y apoyando su devastado cuerpo en el andador va dando lentos y cortos  pasos, bajo la estrecha vigilancia de la chica.
–¡Ve qué bien anda! Lo que le pasa es que es usted un vago.
Andrés sabe que la auxiliar le riñe en broma porque mientras lo hace no deja de sonreírle con esos dientes blancos, perfectos. Se parece un poco a Rosa.
–¿Sabes que yo tuve una novia que se te parecía?– le dice.
–Ande, deje de decir bobadas. ¿Pues no fue usted pastor, de esos que se pasaban la vida de un lado para otro?
–Trashumante, éramos pastores trashumantes –matiza el hombre–. ¿Y eso que tiene que ver?
–Pues todo…Los pastores esos que usted dice no tenían novia, no me venga con cuentos… ¡Quién iba a querer compartir su vida con un hombre que se pasaba media vida lejos de casa!
Andrés se queda callado pensando que si le hubiera propuesto a Rosa compartir con él su vida tal vez hubiera aceptado, lo mismo que aceptó su madre y antes su abuela. Pero no lo hizo y conoce la razón: su miedo a estar sujeto a algo que no fueran los espacios infinitos a los que hoy, convertido en un viejo, ha tenido inexorablemente que renunciar. En su afán por alcanzar el comedor sigue dando pasos cortos, como de carnero desahuciado. Aunque sabe que no va a convencer a la chica por mucho que insista añade, obstinado:
–¡Rediez! Si te digo que tuve una novia es que la tuve.    
 
Sol Gómez Arteaga
  
 
Nota: Relato que ganó el primer premio en el concurso sobre "la trashumancia" organizado por el foro "Canales-La Magdalena" en el año 2012.
En la foto que precede al relato figura mi padre, que sostiene un carnero, y un compañero. Realizada en el "Caño Teja", Valderas, donde iban a dar agua al ganado antes de recogerse a dormir en el campo, esto ocurría en el verano 1971. La burra se llamaba "Corneta" y los perros "Moro" y "Chispa".   La "mela" con que estaban marcadas las ovejas tenía las iniciales A.G, correspondiente al nombre  de su dueño.

sábado, 14 de junio de 2014


Los espacios significan. Y los espacios que un día fueron, espacios de nuestra infancia, aparentemente olvidados, selectivos y borrosos condicionan además nuestra forma de ser, de mostrarnos.


 La casa de mi abuela

Mi abuela tenía una hermosa casa de dos plantas. 
A ella accedíamos por la puerta trasera, metálica y marrón, que daba a un amplio  corral. A través del corral, pasando un descansillo con el suelo de mazarrón, llegábamos a la cocina de diario.

La cocina de diario de mi abuela tenía unas amplias cristaleras bajo las que se alojaba un sencillo banco de madera con ondas en el respaldo.

También había una mesa camilla en la que se comía, se conversaba, se jugaba a las cartas, se leía el periódico, se hacían deberes y labores.

El epicentro de la estancia lo conformaba una chimenea con arnal en la que algunas tardes especiales de invierno ella, generosa y alegre, nos asaba pitarros envueltos en papel de estraza o asaba patatas o castañas.

Otras veces sentados a la lumbre escuchábamos la telenovela que emitía la radio colgada de un basal adornado con puntillas. 

En un rincón apartado de la cocina, casi invisible y apagado, estaba el frigorífico, que se usaba para guardar medicinas y revistas.  

En la cocina de diario de mi abuela hacíamos la vida en invierno.

Pegado a la cocina había un pequeño cuarto con un infiernillo de porcelana en el que mi abuela preparaba el sempiterno cocido de mediodía o los huevos o pescado de la noche. En una honda pila de granito con un tajo inclinado fregaba luego los cacharros.

En esa misma pila mi abuela me bañó la víspera de mi primera comunión.

Los enseres los guardaba en un aparador blanco y alto, situado al fondo, lleno de cajones.  

Como la puerta delantera permanecía invariablemente cerrada a la parte “noble” de la casa accedíamos a través del descansillo. Nada más traspasarlo, en el bajo de la escalera, estaba la despensa, que olía a humedad y a cal a partes iguales. En ella guardaba los bollos bañados, los coquitos, las pastas y mantecadas que elaboraba con sus propias manos para ocasiones especiales (la feria, el Socorro, el día de Santa Cruz o el del Pan y el Queso), también guardaba los chorizos de la matanza conservados bocabajo en un garrafón colmado de aceite, los huevos, el jamón, un ajedrez con fichas de madera –la inevitable pérdida de algunas piezas originales había llevado a la sustitución de éstas por otras rudimentarias­–, varias hamacas.

A mano derecha había un aseo sin bañera y sin ducha, y anexo a éste un cuarto que jamás se usaba, con una cocina económica empotrada en la pared que albergaba muestras de ganchillo, caramelos de Francia con sabor a frambuesa, una caja blanca y grecas azules de “pastilles vichy-état”, aunque el tesoro más preciado era la piel recién mudada de una serpiente.     

De esta cocina de adorno, cocina de domingos, se pasaba al salón que solo vi usar el día de las bodas de oro de mis abuelos; se trataba de un espacio rectangular con un amplio ventanal que daba a la calle rodeado de sillas labradas con rostros de perfil de señores antiguos, una mesa central y un aparador alto.

A la planta superior se accedía por unas escaleras de tarima, amarillas y enceradas. A derecha e izquierda quedaban, dos y dos, las habitaciones de paredes encaladas y exentas de adornos, -a lo sumo las decoraba un cuadro de santos o un cristo crucificado-, con su cama, su armario empotrado y su mesita de noche donde descubrí readers digest antiguos, escapularios, monedas, sellos y hasta botones.

Al desván nunca accedí, tampoco despertó mi curiosidad. La vida en los espacios inferiores de la casa era tan intensa que no fue necesario.

Había además en la casa de mi abuela un corral enorme con un jardín bien delimitado, gallineros, caedizo, una cuadra de adobe con un altillo al que se accedía por una escalera de madera apoyada en la pared.

En la cuadra se guardaba el banco de matar el cerdo, los barreñones, y dentro de una caja la máquina de hacer los chorizos.

En una ocasión encontré en la cuadra varios libros muy antiguos con pastas de piel y anotaciones escritas a mano que olían a viejo y a patatas y a tierra, cuya evocación hoy día me sigue provocando rechazo.

El montículo permanente de tierra y cascotes que había frente a la cuadra nos permitía izarnos a lo más alto de la tapia de ladrillo y divisar el corral de la vecina adusta, hermana del practicante del pueblo, huraña y solterona, poco amiga de niños.

Al fondo del corral, en una esquina, estaba la higuera.

También tenía el corral de mi abuela una tinaja con ondas horizontales, a modo de pellizcos, casi siempre mediada de agua.

En verano en el corral de la casa de mi abuela sacábamos las hamacas y hacíamos la vida.  

La casa de mi abuela fue la casa de mi infancia, el paraíso perdido, ese espacio de no necesitar donde un día estuvo comprendido el universo todo.




miércoles, 4 de junio de 2014


 

El día 22 de mayo de 1938 se produce la fuga de 798 presos en el Fuerte de San Cristobal (Pamplona) motivada, sin duda, por las durísimas condiciones existentes dentro del penal. Solo tres o cuatro hombres, no se sabe con exactitud, consiguieron escapar a Francia.

Este pequeño diario de ficción, “diario de una duda” nace de la hipótesis de cómo pudo haberse vivido la fuga para los que se quedaron y no huyeron.  




DIARIO DE UNA DUDA
(Mensaje en una botella)

 

Veintitrés de mayo de mil novecientos treinta y ocho
Alguien gritó mientras cenábamos “las puertas del penal están abiertas” y la gente empezó a levantarse y a intentar salir. De pronto el comedor parecía un hormiguero amenazado por una tormenta de agosto. Es verdad que rumores de fuga había habido desde que llegamos al Fuerte, pero esto de ahora era distinto, era real. Juan y yo nos miramos desconcertados. ¿Vamos?, me dijo. Por un instante pensé en escapar de esos muros, pero me quedé paralizado. Negué varias veces con la cabeza. “Pues yo sí, yo me voy, huiré a Francia, prefiero mil veces que me maten a este infierno”. Espera, quise decirle, recapacita, quizá no sea buena idea, pero él ya se dirigía al sótano a recoger el fardelillo con sus cosas. Juan, aunque era más pequeño, siempre tuvo más arrojo. Recuerdo que en la fiesta grande del pueblo, quince días antes de estallar la guerra, embistió al morlaco mientras yo, con el alma en un puño, le veía dar los lances desde la valla de piedra.
No nos abrazamos, no había tiempo que perder, y cuando huía vi que Arcadio, un paisano de nuestro pueblo que había corrido la misma suerte que nosotros, primero Astorga, luego San Marcos, ahora Ezcaba, como le dicen aquí, se abalanzaba junto con un tropel de presos hacia el patio. Por segunda vez pensé seguirles y de nuevo me quedé anclado al sitio. El miedo es una losa que te paraliza el cuerpo, la capacidad de raciocinio, hasta de ver con claridad. Si supiera cómo combatirlo…
En medio de los pasos apresurados, las voces, los vivas a la República y las carreras, se oyó un disparó. Los guardianes nos obligaron a abandonar el comedor y a punta de pistola nos condujeron a los sótanos. Más tarde me enteraría de que para poder huir habían matado a un carcelero.
No pude pegar ojo en toda la noche imaginando tu huida monte a través,  pensando que debí acompañarte, no dejarte solo en esa carrera de obstáculos, lamentando no haberme despedido de ti. Si al menos hubiera habido, hermano, un instante para el abrazo…
 
Veintisiete de mayo de mil novecientos treinta y ocho
Vivir en un infierno, esto han sido estos tres días, oyendo las detonaciones en el monte, los gritos, los ladridos de los perros, sin un momento, ni de día ni de noche, para la tregua. Dicen que matan a todo el que pillan y lo dejan tirado para pasto de alimañas. Y aquí dentro los carceleros andan rabiosos, la pagan con nosotros, nos insultan, nos empujan, nos tratan peor que a animales, los recuentos son continuos.
Hoy han empezado a traer gente, entre ellos a Arcadio. Lo llevaban esposado con otro a la Brigada Uno, un sótano inmundo y oscuro como un abismo. Quise acercarme, preguntarle por mi hermano, le hice seña con la cabeza, él me miró un instante con la mirada extraviada, como si no me reconociera y siguió, le siguieron, para adelante. No quiero pensar lo que le espera, yo al menos tengo mi toldo azul, ese trocito de cielo que es lo único que me mantiene ligado al mundo.
 
Cuatro de junio de mil novecientos treinta y ocho
Trece días desde la fuga, lo apunto en la pared con palotes para tener un control del tiempo, también para mantener el equilibrio y el ánimo altos, tan fáciles de perder en este infierno… Dicen que han cogido a todos, pero siguen rastreando el monte y trayendo gente a diario, así que yo creo que lo dicen para desanimarnos, y que se nos baje la moral a los pies, y que nos derrumbemos. Cada vez que las puertas del penal se abren con el corazón encogido busco a mi hermano en los rostros atezados y rotos de mis compañeros. Pero nada. Hoy en el comedor se ha rumoreado que ya alguno alcanzó Francia, y quiero creer que Juan esté entre ellos. Su enorme agilidad y capacidad de aguante tienen que jugar, me digo una y otra vez, como bazas a favor… también quiero creer que tal vez se ha arrimado a alguno uno de los gudaris que conocen el monte como la palma de su mano…
 
 Veintiocho de junio de mil novecientos treinta y ocho
Anoche soñé con él. Soñé que se acercaba y me tocaba el hombro y me despertaba. Tenía buen aspecto, como cuando antes de la guerra. Llevaba el traje gris oscuro de raya diplomática que usaba los domingos y una camisa inmaculada. Con el rostro iluminado me decía que había traspasado la frontera, me daba recuerdos para todos, madre, los tíos, sus amigos de infancia, Dora... Lo conseguí, decía, y con su mano nervuda me ofrecía un mendrugo de pan. Cómelo, es pan francés. Yo alargaba la mía e intentaba cogerlo, pero a pesar de estar muy cerca no lo conseguía. Así una y otra vez, hasta que lleno de desasosiego, desperté. Sentado en el jergón pensé en el significado del sueño. “Ya está, ha muerto, la imagen que acabo de ver es la de su mortaja”, y en medio de la oscuridad, de las toses de los compañeros de celda enfermos de tuberculosis y de hambre, de una humedad que se mete hasta los tuétanos, del olor a humanidades compartidas, de una tremenda soledad, (a nadie podía despertar y contarle mis preocupaciones, cada uno tenemos bastante con las nuestras), creí enloquecer. Por la noche la cabeza se te llena de fantasmas y de malos presagios que no hay forma de espantar. Sin pegar ojo fue llegando la amanecida. Hoy, a pesar del toldo gris plomizo que planea sobre mi cabeza, veo todo distinto, con otro ánimo. Debe ser por la lluvia. En vez de quedarme pegado a la pared como el resto hace unos momentos me he acercado hasta el centro del patio para recibirla sobre mi rostro bañado en lágrimas, sobre mi cuerpo insomne, sobre mis manos extendidas como quien recibe una ofrenda.    
 
Siete de julio de mil novecientos treinta y ocho
Después de dos meses le han vuelto a subir pálido como la cal, flaco, desorientado…, le he tenido que decir quien era y después de un silencio en el que parecía buscar pista me ha dicho que no sabe cómo ha podido resistir si no les daban de comer, en un mes contó veintitrés garbanzos, y el agua la bebían de una infiltración que había en la pared, y dormían en el suelo, sin jergón ni nada, y las necesidades las hacían en un rincón… pero lo peor de todo era la falta de oxígeno que le sumía en ocasiones en una agonía insoportable. Le he escuchado hablar como quien escucha a un muerto resucitado. Cuando ha terminado con el alma en vilo le he preguntado por Juan. Se ha quedado cavilando, como si avistara un recuerdo muy lejano. “Le perdí la pista cuando cruzamos un río”. “Por ese lado no hay peligro, es buen nadador, en el concurso de las ferias del treinta y dos, ¿te acuerdas?, ganó un saco de harina”. Sí, ha dicho sin mucha convicción. Nos hemos quedado callados y al entregarle el trozo de libra de chocolate que me quedaba el carcelero me ha descubierto. Le he plantado cara, desafiante, y tras un momento de tensión ha desviado la vista. Todavía no me creo mi osadía. Mientras observaba a mi paisano masticar con ansia, los ojos extraviados, ajeno a mi mirada, he llegado al convencimiento, yo también, de que mejor muerto que este infierno…
 
Veintidós de agosto de mil novecientos treinta y ocho
Hoy escribí a madre y con la excusa de que aquí todo lo controlan le dije que no le podía poner mucho, pero lo cierto es que no le quería decir que Juan se fugó hace tres meses y que después de ese tiempo sigo sin noticias. Le dije en cambio que estamos bien, que no se apure, que con su última carta nos llegó el tabaco y las mudas y el chocolate. Tres meses. La vida en el penal está hecha de actos rutinarios, despertarse, bajar al comedor, asistir a los recuentos en el patio, barrer las celdas, acudir a misa, mientras intento no pensar, pero a veces, sobre todo por la noche, me debato entre sentimientos contradictorios, ¿Juan vivirá?, ¿habrá sido pasto de alimañas?, sin llegar a ninguna conclusión. Algún día, supongo, sabré la verdad, y mientras llega intento mirar para adelante, aferrarme a ese trocito de cielo como quien en medio de tinieblas vislumbra un destello.  
   








                           Mensaje depositado en una botella el 18 de Mayo de 2014.