jueves, 15 de septiembre de 2016



Yo, Sr. Robiralto




Yo, Sr. Robiralto, empecé en esta casa de hombre timbre, oficio humilde, es verdad, pero entonces era joven y creía que lo importante no es como se empieza sino como se acaba. Y con la esperanza de medrar soporté durante años los toques bastante sádicos que sus clientes le propinaban a mi nariz hasta dejármela como una ciruela pasa. Prisa no tenía, a decir verdad tenía una vida por delante, y pensaba que con el tiempo de hombre-timbre ascendería a botones, de botones a telefonista, de telefonista a escribiente, de escribiente a… por eso acepté el trabajo, aún sabiendo que usted era un mafioso de tomo y lomo y sus negocios más oscuros que los del color de la pez. Sí, los humanos somos así de complejos, captamos ciertos detalles de la realidad pero obviamos otros, pues lo cierto es que no solo no subí en el escalafón del servilismo, sino que descendí y además en picado, llevando a cabo las más abyectas tareas, porque en la friolera de cincuenta años, dos meses y tres días que llevo trabajando para usted, he hecho de perchero, de felpudo, de tintero, de paño del polvo, de cenicero, de mondadientes, de cuchara, de escupidera, de moquero, hasta de hombre-mesa. Sí, acuérdese del día que de una descarga de metralleta los de la banda de Escafranda partieron la mesa en dos y hubo que improvisar. No lo tome como un reproche, Sr. Robiralto, lo hice con gusto, a pesar de que me escaldé la espalda cuando ustedes, después de los disparos, tomaron el té con bergamota y pastas en señal de reconciliación. Aguanté como un león por no dejarle en feo, pero sobre todo porque le tenía una fe ciega, a pesar de que jamas tuvo una palabra, qué digo una palabra, un gesto amable conmigo, que no cuesta nada y con esa palabra suya, con ese gesto, yo me hubiera alimentado semanas y hasta meses.
En el debe de la balanza está también la envidia y admiración que despertaba en sus visitantes cuando los agasajaba con un detalle tan anacrónico como limpiarles la suela de sus zapatos. ¿Cree que no me doy cuenta de que he sido un sirviente único en mi especie? ¿Quién, sino yo, iba a aguantar las estrambóticas ordenes a las que me sometía diariamente de cinco a seis? “Piojillo, salte aquí”, y yo me llegaba a sus pies, u “oruga, arrástrese”, y yo de inmediato me arrastraba,  o “a ver, cucaracha, mueva las patitas” y yo, a cuatro patas me llegaba hasta usté y levantaba, primero una, luego otra y otra y otra, o “ahora haga de gamusino”, y subiéndome a la silla daba un salto y acababa, los brazos perfectamente estirados, de cuclillas en el suelo, pero usté, con gesto severo, no el gesto de cordero degollado de hoy, sino un gesto como de matar a siete, replicaba “¿no te he dicho tropecientas mil veces que los gamusinos no saltan sino vuelan?” y entonces movía los brazos como un cormorán, que por volar y por servirle a usté la cosa no quedara, para concluir con el mandato más retorcido y abyecto de todos, “haga de boñiga de pocilga”, y yo prrr, prrr, prrr, venga a simular pedorretas, prrr, prrr, prrrrrrr, y usted “no, así no, las quiero de verdad, que ni para boñiga me sirve ya”.



Pero sabe bien que yo, Sr. Robiralto, era un sirviente único en mi especie, por eso no debería haber buscado un sustituto a la primera de cambio. Y menos un sustituto tan inepto, inconsistente y etéreo como Narciso. Sí, joven sí es, y guaperas, todo hay que decirlo, pero la juventud y la belleza son como un soplo de aire, se van en un plis, mientras que la lealtad, la lealtad bien correspondida se entiende, perdura como roca.  
Claro que no soportar la entrada en esta casa del nuevo sirviente fue un acicate para que me espabiliara, y empezara a fijarme en ciertos detalles de su, digamos “negociado” que, hasta ese momento y por falta absoluta de interés, me habían pasado inadvertidos.
A partir de ese momento empecé a hurgar en los papeles que antes de acostarse rociaba celosamente con talco y luego encerraba bajo siete llaves, comprobando al día siguiente, era lo primero que hacía nada más levantarse, antes incluso de su ritual de gárgaras, que no había restos de huellas dactilares que denotaran intromisiones… No podía imaginar que yo, tras ponerle un coctel de orfidales en la cena, abriera y cerrara los cajones a mi antojo, tomara nota mental de sus tejemanejes, volviera a poner el talco…, así fue como me hice con fechas, nombres, apellidos, claves, direcciones, correos, datos éstos que si contara le llevarían a su hundimiento. Sí, no enarque las cejas modo sorpresa ni intente desasirse, conozco al dedillo el extraño ahogamiento en el lago Peipus del presidente del partido bananista, cada detalle del estallido de la bomba de la plataforma petrolífera del mar Báltico, o cómo se fraguó el secuestro de empresario N.J., dueño de la empresa de calzoncillos transparentes N.J.S.A, pero no le delataré, desconfío demasiado de los defensores de la ley, entre los que tiene sus mejores aliados, ni está en la naturaleza de mi profesión chivarme, si bien la razón de peso de no desvelar sus atrocidades es que considero que está usted hundido y bien hundido.
La llegada del susodicho también me sirvió de motor para hacerle ciertas pifias en las que, a medida que perdían en cardor e inocencia, iba encontrando mayor satisfacción.
¿Se acuerda de cómo sus queridas y envidiadas hortensias del parterre se iban tornando de un amarillo orín de lo más deslavado? Fui yo quien las envenenó, yo quien le cambié los espejos de sitio, le agujereé calcetines, le descosí los botones de sus camisas más flamantes, para ver como en mitad de sus saraos caían inopinadamente cual mariposas muertas al suelo. Y las voces de su cuarto que decían “voy por tí, tragaldabas, estragado, cebollodolido” también las metí yo. Ah, y el tibor de la dinastía Song, su adorno más preciado, no se quebró en mil pedazos tras la enganchada en el hall de Calipso y Tritón, como le conté. Pero no se agite, ni intente soltarse, es inútil, además el alambre lacerado como un bisturí le lastimará la piel de muñecas y tobillos.



Aunque en realidad lo que me llevó a dar el paso y dejar de ser su sirviente más entregado, servil y desvivido fue que decidiera deshacerse de mí como un mueble viejo. “Me lo quita de en medio, un tiro limpio en la frente. Luego hace desaparecer el cuerpo en el horno del pan, y lo limpia bien, detesto el sabor de los restos inservibles”. Sí, no niegue con la cabeza, eso fue lo que le dijo al inconsistente de Narciso, lo tengo grabado. Y deje de mirar hacia la puerta esperando su ayuda, ahora está de mi parte. Tampoco le auxiliarán Calipso y Triton, ayer me deshice de sus rottweiler. Me dio cierta pena, no crea, después de tantos años de vida en común, pero le puedo asegurar que mientras lamían mis manos apreciando la calidad del solomillo con que les obsequié en su última cena, esta vez un poco más adobado que de costumbre, no sufrieron lo más mínimo.
A efectos prácticos estamos usted y yo solos. ¿Sabe que se está bien repantigado en su sillón piel de vaca, los pies sobre el escritorio de caoba? Desde este lado se ve todo más nítido, como a través de una lupa de aumento. Ah, lo que no me gusta nada es esta foto de usted con el traje de comandante y esos botones dorados tan enormes. Lo arreglaremos en un pispas cortando un brazo, el tronco, la pierna derecha. Pero deje de moverse, que está poniendo el mármol rosa como un cristo.

Atardece. Es una pena que desde el suelo de la chimenea no alcance a ver los destellos morados y plomizos de este final del mes de julio con lo que le gustaban las puestas de sol. Pero, en fin… Acabemos A las nueve tengo cita con mister Z, con quien usté tenía previsto atracar el banco de la Avenida Buenos Aires. Narciso, llévalo a la frenquera y mañana me lo vuelve a traer, seguiremos departiendo más y mejor. Para cenar le da un garbanzo, una lenteja, una muela y una pipa de girasol, por este orden, y nada de agua, si tiene sed o se añusga que se aguante. Luego vuelva raudo a limpiarme el polvo de la americana mientras me canta la opera versión libre “Ooooo... ingrato mío” que tanto me gusta. 


Nota: Todos los domingos de los meses de julio y agosto de 2016, a fin de sobrellevar la calorina estival, Astorga-Redacción publicó en su sección cultural "Contexto Global" un "relato de fresquera". Esta fue mi contribución. 
La ilustración es de Nuria Cadierno. 

miércoles, 14 de septiembre de 2016



Patio 
interior


La luz se afirma 
en intestinos patios
de ciudad y agosto,
-no falta ni un minuto 
para las dos y veinticinco de la tarde-,
momento de levantar acta
de otro,
pero a la vez único,
irrepetible,
mediodía.






 Es entonces cuando alguien afirma 
que esa pared, 
la de enfrente, 
-matiza-, 
parece un pergamino,
pienso,  
tal vez lo sea,
o no,
no sé, 
por si acaso pruebo y escribo
con estas palabras u otras, 
el significado apenas varía, 
que la luz se afirma, 
se reafirma, 
reverbera, 
-¿reverbera?-
en intestinos patios 
de ciudad 
de
a
g
o
s
t
   o...


Variaciones en torno a mujer, paraguas, reloj 
de pulsera







Una mujer, un paraguas, un reloj de pulsera(I)
Cuando la mujer abrió el paraguas en la playa en la que se dieron cita hacía exactamente cuatro horas por el reloj de pulsera que él le había regalado jurándole amor eterno, ya había llorado todas las lágrimas del mundo. Es por eso que el paraguas le sirvió de sombrilla al salir el sol.

Una mujer, un paraguas, un reloj de pulsera (ll)
Cuando la mujer miró su reloj de pulsera comprobó que había diluviado durante cuarenta días y cuarenta noches. En ese tiempo permaneció de pie, con el agua cayendo sobre su cuerpo menudo, sin otra actividad que contemplar el horizonte perdido y brumoso de la playa que se extendía más allá de su mirada. Abrió el paraguas. Pero para entonces le habían nacido aletas en los pies. Posándolo en la arena, se dispuso a abrazar el oceánico universo de algas y olas.