sábado, 29 de octubre de 2016

Viaje interior


Salgo a la calle
Necesito despejarme,
No todos los días estalla el bote del desodorante en mi cara,
Ni oigo hablar con conocimiento empírico de los “tumbaos”,
Esos hombres y mujeres 
(como la desfondada Meryl Estreep de Los puentes de Madison)
Que un día decidieron
Quedarse en cama
Y no levantarse más,
O que los electroshock están indicados -ya rara vez se aplican-
Para erradicar la memoria del dolor.
Uno llega al conocimiento de las cosas cuando llega, si llega.

Mientras camino me repito mentalmente
Que rencor y culpa
No sirven para nada.
Pienso:
Todo lo que el otro dice revierte en mí a poco que (yo) reflexione,
Todo lo que digo revierte en el otro a poco que el otro reflexione,
Unos y otros vamos ajustando posiciones
De acercamiento
O de alejamiento,
Según.

Pronto será navidad,
La gente va por la calle en manga corta.
Hace un calor impropio.
Con mi abrigo me siento desnuda
Por dentro.
La palidez es el color del pensamiento en el rostro humano. Ciorán.
Después de recorrer varias tiendas y puestos
No encuentro el desodorante duplo que busco,
Sin embargo me compro un cordón negro para el cuello.

De vuelta a casa,
Un reclamo de la fiesta de Halloween
Me hace tomar conciencia de que no soy de ningún sitio,
Tampoco de la ciudad desarraigada,
Ni siquiera de mí misma.
Por un momento me pregunto ilusoria-mente 
Si alguien es de algún sitio,
La respuesta es categórica-mente afirmativa,
Hay quien se esmera,
hace méritos propios y hasta ajenos
Por pertenecer a la manada.

Compro en el super cerveza y ensalada primeros brotes,  
En el ascensor me encuentro con la vecina del sexto,
Quiere venderme un producto para mis bolsas y acné,
Está intentando concertar una cita.
Yo en cambio quiero que deje en paz mi piel, mi intimidad,
La ahuyento mansa,
-La gente está muy necesitada-,
Implacablemente.
Abro la puerta,
El auténtico vértigo, Ciorán otra vez, es la ausencia de locura.

29.10.16.

miércoles, 12 de octubre de 2016


Verano del 79


              Las tardes de aquel verano del 79 eran aburridas, interminables, más que interminables, eternas. Y es que mientras sus amigos forasteros, venidos a la ciudad en temporada de estío, disfrutaban de animados baños con aguadillas en la piscina del Coto de Campollano de su pueblo, de aventurados paseos en bici por caminos vecinales o entretenidas meriendas en la fuente Segis, él, un niño de catorce años tenía que limpiar la cuadra y ordeñar las catorce vacas de leche, catorce también eran como sus años, de su padre, cuyos nombres MORA, AMAPOLA, BONITA, PALOMA, CHULA, LUCERA, PITUSA, REINA, GOYA, DANESA, GEMA, MARAVILLA, PERLA Y REVOLTOSA, perduran en su memoria con huella indeleble. 
Una tarde recibió la visita de sus amigos forasteros, y les pareció tan novedosa y extraordinaria la actividad que se desarrollaba dentro de la cuadra, que a partir de entonces siguieron viniendo todos los días.
Lo que hasta entonces había sido para el muchacho una pesada carga, se trasmutó en juego.
Ah, y de pronto las horas le parecieron mermadas de minutos, como si un mago caprichoso se hubiera encargado de borrarlos, aquel mes de agosto que tocaba a su fin, de ese reloj imaginario y personal y subjetivo, del tiempo.


Con Miguel Angel Paramio Rodriguez, a quien pertenece esta historia que, a su vez, pertenece a aquellos maravillosos años.