domingo, 11 de octubre de 2020



El desván de la casa de Lola
está lleno de todas las cosas.
Dentro del armario había un gato,
miau, miau maullaba todo el rato.
También había una chancleta
me la probé, me quedaba prieta.
Más tarde me encontré una rana
croak, croak, croaba y croaba.
En la esquina había una ardilla
era marrón y toda de arcilla.
Justo en un lado y tras el jarrón
estaba quieto un blanco ratón.
Hubo una cosa más bien extraña
era una araña en una castaña.
Y pude ver en una bombilla
como volaba doña polilla.
Y vi un sombrero con agujero
acabó siendo un sonajero
El desván de la casa de Lola
está lleno de todas las cosas,
cajas, espejos, cuadros y bolas,
verdes, azules, blancas y rosas.

jueves, 8 de octubre de 2020

 


Buenas tardes hoy, 23 de julio de 2020, en el cementerio de Astorga:

 

Desde el año 2014, qué rápido pasa el tiempo, llevo viniendo a este lugar de Memoria junto con mi familia, invitada por el Ateneo Republicano, en calidad de familiar de represaliados de Valderas. A mi abuelo, lo he dicho muchas veces, pero lo repito, no importa repetir, necesito repetirlo, le sacaron de la panadería en la que trabajaba un día de finales de julio de 1936 y sin poder despedirse de su esposa, que era lo que más quería, le subieron en una camioneta y le trajeron al cuartel de Santocildes. No fue el único. No. En mi pueblo sacaron a 178 hombres, 178, que trasladaron a las cárceles de Astorga y León. Muchos no volvieron. 

 

Mi abuelo, estando preso, tuvo la mala suerte de participar, junto con cuatro paisanos más de mi pueblo, su pueblo, en la confección de una carta clave que querían sacar al exterior para tener noticias sobre los avances de la guerra. La carta fue requisada a la novia de uno de ellos en una visita al cuartel, y los cinco hombres, que han pasado a la historia de Valderas con el nombre de “Los cinco de Trasderey”, fueron condenados a pena de muerte, ejecutada mediante fusilamiento el 9 de octubre a las seis y diez de la madrugada en las tapias de este mismo sitio donde nos hallamos.  

 

Estar este año 2020 aquí, sin embargo, tiene para mí connotaciones un poco distintas a los años anteriores por dos razones:

 

-Hoy, por fin, al fin, a esos cinco hombres de Valderas, junto con los nombres de 35 represaliados más, se les puede nombrar. Nombrar, nombrar, el primer oficio del ser humano, ponerle nombre a las cosas. Y ello es así porque sus nombres aparecen inscritos, bien visibles, en la placa de este humilde rincón, en este santuario de memoria para la Memoria colectiva.

 

Hoy, por fin, al fin, leemos entre los nombres de 35 represaliados más: Pacífico Villar Pastor, Teófilo Alvárez García, Vicente Rodríguez González, Germelino de Lera Caballero, José Gómez Chamorro. Y esto es muy importante, porque al nombrarles, a través del recuerdo emocionado, les devolvemos a la vida, aunque solo sea por unos instantes, lo que tardamos en leerlo, y de una menera simbólica.

 

-La segunda cosa que hace que este año sea distinto es que mi padre, Antidio Gómez Carriedo, que siempre nos acompañó en estos actos, y a quien tan feliz hacía encontrarse con todos vosotros, ya no está. Nos dejó, como muchos sabéis, la madrugada del uno de febrero de este año aciago y bisiesto que se está llevando en su discurrir de días, meses y estaciones, a los mejores.  

 

Mi padre, hombre de tierra, de cielos abiertos, portador de una sabiduría natural que no se aprende en las aulas, no hizo en su vida otra cosa que trabajar, como su hermano, como mi abuelo, esa era su razón de ser, su meta, su sentido: desde los once años atropando piedra hasta que las piernas le sangraban, luego como pastor ovejas que era lo que más le gustaba, sí, le gustaba, eso me decía, y lo que mejor sabía hacer, -conocía el ganado y sus necesidades como la palma de la mano- y cuando con 38 años una enfermedad del ganado le produjo una cardiopatía, trabajó cómo y en lo que pudo.  

Cuidar de su familia y procurarnos un futuro mejor fue también su prioridad; ello, junto con mi madre aquí presente (gracias, madre).

Y, por supuesto, trabajo por mantener viva la memoria de los suyos. Mi padre siempre alzó la voz para contar la historia de su familia represaliada y la suya propia. Y lo hizo sin pizca de rencor, sin odio, sin revancha, guiado simplemente por el afán de que se supiera lo que pasó, de que el asesinato de su padre, que era inocente, ¡era un panadero que amasaba el pan con sus propias manos! y el encarcelamiento injusto de sus abuelos maternos, no cayeran en saco roto, tuvieran algún sentido.

 Dejándonos en legado unas ideas y unos principios que tenía muy claros y que vamos a preservar.

 

Dice Emilio Lledó, filósofo, de 94 años de edad,  en una entrevista concedida a El País durante la fase dura de confinamiento que, a diferencia de lo que pasa en la naturaleza que resurge cada primavera, a los hombres, a las mujeres, a las personas, no nos es dada la continuidad -nacemos, crecemos, nos reproducimos, o no, morimos-; sin embargo, tenemos el consuelo de la continuidad de nuestros ideales, la continuidad futura de aspiraciones como la verdad, la justicia, la bondad, la belleza. Estas prosiguen en otros aunque nosotros no estemos. Y también es consolador, continuaba diciendo Lledó, mirar la vida de uno y encontrar en ella cierta coherencia desde el principio al final.

Así miro y así veo yo la vida y la trayectoria de mi padre: integra, coherente, digna. 

Hace algo más de dos años, ya muy malín, vino un retratista a nuestra casa de Madrid para hacerle unas fotos para la Memoria.

-No hay día que no pase… -empezó diciendo pero no pudo seguir porque un nudo le oprimía la garganta. Extendidos ante sí estaban los pocos objetos que consevaba de su padre: un reloj de cadena parado a las ocho menos diez, la cartera de piel, el lápiz con el que probablemente escribió la carta de despedida que sus nietos sí, pero mi padre nunca llegó a leer.  

La frase entera sería: “No hay día que no pase que no me acuerde de los míos”.

El retratista, que era José Camó, le contestó:

-Su emoción, ese sentimiento con el que trasmite las cosas, es muy importante, es con lo que van a conectar las generaciones futuras para que la historia no se olvide… Demasiados días me encuentro con gente que me cuenta historias parecidas. Pero sepa que hay personas que trabajamos, que trabajan, para que esto que pasó, que quisieron literalmente borrar como si no hubiera existido, no se pierda.

 

Luego se abrazaron fraternalmente, el retratista se fue.



 

Y ese justamente es el sentido de todo esto. Que la pizarra de la memoria siga escrita y se lea, como hoy aquí se pueden leer en esta placa los nombres de Miguel, de Ildefonso, de Bienvenido, de Gerardo, de Balbina de Paz y de tantos y tantos otros. Y que si se borran cogemos la tiza y los volvemos a escribir porque la vida es una pizarra y hay gente, ya lo hemos visto, que la borra.

 

Quiero terminar mi intervención leyendo junto con mi sobrina, Lucía Marcos Gómez, biznieta con Memoria, un poema que escribí durante el confinamiento pues creo que de alguna manera auna pasado, presente y futuro de mi memoria familiar.

 

De niños

a la hora de la comida,

oíamos cosas.

-mi padre sentado en el banco

de brazo mellado

que heredó de sus abuelos-.

 

Oíamos cosas como

“Le sacaron de la panadería en la que trabajaba,

y antes de que lo montaran en la camioneta,

antes de que se lo llevaran a un sitio donde nunca había estado

y del que jamás volvería,

mandó a buscar a su hijo mayor, once años,

un pañuelo blanco que se puso en el brazo”.

 

(Para qué, me pregunto yo hoy

cuando ya nadie me puede explicar,

el porqué de ese pañuelo).

 

Oíamos cosas…

Afirmaciones atravesadas por la vida como

“Le condenaron, ya ves tú,  por una carta

en la que preguntaban

qué majuelos iban más adelantados

si los de Valdelasvacas, situados a la derecha de Valderas,

o los de Trasderey, ay, a su izquierda”.

 

 

Oíamos cosas como

“Le hicieron la misa del entierro en vida”,

o “Esperábamos largas colas en el auxilio social”

y un día aquellos, acercándose, dijeron:

“¡Qué niño tan rico!”, “¿De quien eres, bonito?” ,

y luego…  tras un silencio…

ay los silencios,

ay los silencios,

“Ojalá hubiéramos acabado con la raza”.

 

 

Oíamos cosas íntimas, familiares y sencillas,

que a veces, es verdad,

“Se ve que doña Eloína no pudo hacer nada”

no entendíamos muy bien

 

 

Y exclamaciones oíamos,

“¡Que nunca paséis por lo que pasamos nosotros!”,

y lamentos oíamos,

“la herida que llevamos dentro dura toda la vida”

y confesiones oíamos,

“Mi madre sacaba del seno un cantero de pan

que lo había robado al amo y nos lo daba”,

también deseos,

¿Una naranja? Qué rica una naranja. Una naranja solo había en reyes, y a repartir con los hermanos.

 

Oíamos auxilio social, garbanzos,

misa en vida, pañuelo blanco,

carta de despedida, cantero de pan, seno, madre, doña Eloína,

naranja, qué niño tan rico, raza, acabar con la raza,

y era entonces, en ese instante preciso, acabar con la raza, cuando la sopa se nos hacía demasiado densa,

intragable.

 

A fuerza de oír esas cosas

-mi padre sentado en el mismo banco de brazo mellado

en el que antes se sentaron sus abuelos-,  

fuimos construyendo

pieza a pieza

el puzle  de la memoria familiar,

para que tú sepas,

hijo mío,

que tu libertad fue forjada con su lucha,

que no hay hoy sin ayer,

y nunca,

nunca,

olvides.  

 

Gracias, al Ayuntamiento de Astorga por hacer posible este acto, al Ateneo Republicano de Astorga por tenernos a mi familia y a mí siempre presentes, a Miguel García Bañales, por su trabajo de investigación y entrega siempre en pro de Ellos, a Isamil9, cantautora, compañera, por ser la voz de la Memoria y estar siempre ahí, a todos ustedes por acompañarnos este día.

 

No olvidar es nuestro compromiso. Porque se lo debemos. Porque es deber de Memoria.

Salud, Memoria, 23 de julio, 40 nombres al fin, por fin, al fin,  rehabilitados en un día para la verdad, la justicia, la reparación. La coherencia.




(Texto leído en el cementerio de Astorga el 23/julio/2020 en el contexto de la inauguración de la placa de los represaliados republicanos de Astorga en la Guerra Civil). 

 

 

jueves, 27 de agosto de 2020

 De Dinosaurios y elefantes

Martín Expósito espera sentado frente a la puerta del eminente psiquiatra. Es su primera consulta y está nervioso y muy preocupado porque desde hace dos  meses y medio, a la hora exacta en que se pone el sol, ve dinosaurios en las paredes y hasta en el techo de su casa. Los dinosaurios le saludan con las patas delanteras, le sonríen, le hacen guiños, le hablan de una forma tan rápida que es incapaz de entenderles, ¿o será que hablan en otro idioma? Son grandes, pequeños, verdes, parlanchines e inquietos. A veces se desplazan en manada de una pared a otra o los encuentra debajo del armario. Con tanto trajín le tienen las paredes hechas un asco. Ya ha llamado a cinco pintores para que las adecenten, y cada uno de ellos al entrar en su casa niega la existencia de huellas. Cuando él insiste “pero fíjese en ese rincón, ahí, justo ahí, están las marcas de dos patas enormes”, le observan con recelo y seguidamente ponen pies en polvorosa. El último llegó más lejos, le dijo que se lo tenía que hacer mirar, que nunca antes había visto a nadie tan mal de la cabeza. Tras una encendida discusión por poco llegan a las manos. Él, de común tranquilo, no se explica cómo ha podido tener tal arranque de agresividad, así que después de reflexionar ha tomado la decisión de consultarlo.

Aunque faltan diez minutos para la hora de la cita un hombre menudo con una bata blanca le abre la puerta del despacho, le sonríe con sonrisa cariada, le invita a pasar.

Lo primero que llama la atención de Martín Expósito nada más entrar, es el colmillo de marfil de un elefante, justo encima del sillón del insigne médico.  Al ver el colmillo no puede evitar pensar en sus dinosauros.   

–¿Le gusta? –pregunta el psiquiatra señalando el cuerno.  

–Sí, mucho.

–¿Mucho cuánto?

–Mucho bastante. Es…alucinante estar tan cerca de uno.

–Una. El cuerno pertenece a mi esposa Sarita. Pero siéntese.

Martín le mira perplejo. Toma asiento frente al doctor que le agasaja con otra de sus sonrisas cariadas y le muestra la foto encima de la mesa de un gran elefante adulto rodeado de tres crías en medio de la extensa sabana.

–Mírela aquí con los niños cuando vivíamos en Kenya. El de la derecha es Juanjo, el menor de mis retoños, y estas dos mujercitas que ve aquí –las señala con el dedo índice– son Elvira y Crescencia. ¿Usted ha estado alguna vez en Kenya?, ¿no? Pues no deje de ir, se lo recomiendo. Es…, como le explicaría, el reino de los elefantes.  

Martín Expósito escucha con atención y asiente.  

–En realidad ése fue el último verano que pasamos juntos y felices. Luego nos trasladamos a Madrid y la cosa cambió. Mi mujer decía que echaba de menos el campo, que no soportaba la cautividad y, aunque yo tenía la esperanza de que con el tiempo y una caña se fuera acostumbrando a la gran urbe, un día, la muy ingrata, se fue de casa sin dejar una triste nota y lo peor de todo, llevándose con ella a nuestros vástagos, –una lágrima discurre por su mejilla–. Claro que yo la seguí… la inmortalicé. Y aquí encima la tengo. Bueno, no es ella al completo, ya lo sé, pero me conformo con su inmensa testuz… A los muchachos, en cambio, no hubo manera de recuperarlos. Habían heredado el espíritu libre de su madre y huyeron sin dejar ni rastro, con esa gracilidad que caracteriza a la juventud. Aunque puse la correspondiente denuncia en comisaría, no hubo nada qué hacer, ya eran mayores de edad… A propósito, ¿cómo se llama?

–Martín, Martín Expósito.

–Pues no es que yo lo diga, Martín, pero Sarita era una auténtica belleza, la reina de las elefantas, se lo digo yo.  Si usted la hubiera conocido en persona podría dar fe. Tenía esas formas tan…rotundas. Y éramos una familia tan compenetrada –las lágrimas caen ahora sin rebozo por la cara del médico­–. Si había que llevar a nuestras elefantitas a clase de ballet íbamos juntos, si a Juanjo al zoo a ver los leones, también. A Juanjo, sabe, le encantaba el zoo. Y no es de extrañar, claro, dada su esencia animal. La verdad es que después de dos años me cuesta entender porqué me abandonó… Yo siempre fui un buen marido, nunca la engañé…bueno, una vez sí lo hice… en un safari que hice a Botsuana, con una elefantita bien maciza, pero fue una aventurilla minúscula, un escarceo importancia, y pondría la mano en el fuego que de ese “asuntillo” Sarita ni se enteró. Ella iba a lo suyo, y lo que más le gustaba era campar a sus anchas. Todavía me acuerdo de las siestas monumentales que se pegaba con esos ronquidos que eran música celestial para mis oídos y que, por desgracia, –el médico llora ahora a moco pelado–  ya no volveré a escuchar jamás. 

–No se apene, doctor. El pasado pasado está.

–Ya, ya, como a usted no le afecta.

El médico se suena con estridencia en la manga de la bata. Al darse cuenta de la turbación que este gesto causa en su interlocutor, añade:

–No está bien que me suene a la bata, ¿verdad?

Martín Expósito se encoge de hombros. Luego niega con la cabeza.

–Ya. Siempre me dicen que cuide las formas, que tenga educación, pero a veces se me olvida. Es por el tiempo que pase en la sabana, ¿sabe? Allí todo es diferente, más salvaje y natural. ¿No tendrá un clínex?

Martín vuelve a negar.

–¿No? ¡Vaya!

El psiquiatra se dispone a abrir el cajón de la mesa del despacho, pero en el último instante, como si se le hubiera ocurrido una idea mejor, se pone en pie:

–Ah, voy a buscarlo a la planta que los hay a montones. Espere un momento, enseguida bajo y le sigo contando de donde me viene está obsesión por los elefantes. Porque usted, como todo bicho viviente, también tendrá la suya. ¿A que sí, pillín?, ¿a que alguna obsesión tiene?

Martín Expósito va a contarle su reciente obsesión por los dinosaurios, pero ya el doctor Ripoll alcanza la puerta y sin dejarle hablar, hace mutis por el forro.  

Al quedarse solo en el despacho se fija detenidamente en la foto de la opulenta Sarita con sus retoños. Luego levanta la vista a su cuerno nasal ¡Cuánto debe sufrir el doctor! A él eso no le va a pasar pues como no tiene familia no corre el riesgo de perderla. Además, se está mejor solo. Bueno, él solo no está. Desde hace dos meses y medio le acompañan, a la hora exacta en que se pone el sol, esos inofensivos dinosaurios que no hay forma de despegar de las paredes ni del techo, o que dejen de parlotear y señalarle con sus patas, o de mover el rabo como si tuvieran que contarle algo que hasta ahora se ha negado a escuchar. Pero a partir de hoy les mirará de frente. Pondrá atención a lo que tengan que decirle. Y si hablan otro idioma intentará aprenderlo. Sí, aprenderá el lenguaje de los dinosaurios. Además, a él personalmente le gustan mucho más, sin punto de comparación, que los  elefantes. Son más arcaicos, tienen, como lo definiría, más solera. Al abandonar la consulta ve sentadas a dos mujeres en dos asientos bajos. Seguro que son pacientes del doctor Ripoll. Que las atienda cuando vuelva porque a él ya no le hace falta. Él ya está curado. Justo a la salida del frenopático se choca con un hombre fornido, ataviado con un elegante abrigo de cachemir y un sombrero rematado con una pluma de faisán. Martín siente en su mejilla el roce de la lana del abrigo y, tras esbozar una torpe e ininteligible disculpa, alcanza la calle. No puede ver como el hombre se introduce en el despacho que acaba de abandonar para, sustituida la ropa de calle por una bata inmaculada, asomarse a la puerta y nombrarle varias veces. Tampoco puede oír cómo las dos mujeres sentadas se deshacen en explicaciones acerca de los movimientos –los de un señor menudo con una bata blanca que subió en el ascensor, y los de otro que acaba de salir, “si hasta se ha tenido que topar con él”-que acaban de presenciar. Ni puede, tampoco puede, escuchar el comentario del verdadero Dr. Ripoll: “Vaya, otra vez el de la doscientos dos ha vuelto a suplantar mi identidad”, porque ya ha alcanzado la calle y, presa de una recuperada tranquilidad, se dirige a su casa dispuesto a aliarse con la manada de dinosaurios verdes, grandes, pequeños, parlanchines e inquietos, que pacientes le esperan.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


domingo, 21 de junio de 2020

Mirando el futuro







Repaso las fotos hechas en el móvil durante el estado de alarma y todas ellas me dejaron un poso, una sensación muy concreta del momento en que fueron sacadas. "Detrás de cada imagen hay siempre una historia", me decían hace unos días, y es verdad. El sentimiento general que me devuelven esas imágenes es de recogimiento, de alerta, de preocupación y, me cuesta decirlo, pero también de miedo, de mucho miedo, de miedo con mayúsculas, a veces con picos más altos, siempre prolongado en la sucesión de días.
El final del invierno y la primavera se la llevó el virus y nos dejó un enjambre de paranoias, aislamiento, temores..., que estoy segura que irán saliendo poco a poco, como no puede ser de otra manera. La muerte este año se está cebando (por la Covid-19 pero también por enfermedad) con familiares, amistades, amistades de amistades, conocidos, pacientes.... demostrando así su omnipotencia.
Empieza, parece, una nueva etapa que coincide con el verano y la posibilidad de retornar con precauciones a los lugares de apego. A pesar de que el futuro es incierto, me siento relativamente contenta de seguir en el camino, de sumar, de tener más interiorizado que somos tan vulnerables, mortales y efímeros como una gota de lluvia en el universo, algo para lo que la sociedad nos tendría que preparar, pero la sociedad no sabe más que de maquillajes, afeites, disimulos y vendas en los ojos.
Buen verano.
(Fotograma de la peli Cold War vista el 14 de marzo del año de la pandemia).

domingo, 14 de junio de 2020

Microcuento.
Mirena y el señor Matías se han cogido un afecto especial y eso se nota, sobre todo, en las miradas. Porque lo cierto es que el anciano no puede hablar, tampoco moverse. Sujeto como está las veinticuatro horas del día a esa cama de hospital, casi la única alegría que tiene es la llegada de la desconocida que apareció un buen día y le hace compañía por las noches.
Hoy se le acerca, le susurra al oído:
-¿Quiere que le cuente un pecado que no es pecado?
El señor Matías no puede afirmar con la cabeza, pero está deseando escuchar lo que la muchacha quiere contarle. Tras una pausa, ésta prosigue:
-Un pecado que no es pecado es robar libros. La primera vez que robé uno fue en una biblioteca. Cogí el libro más gordo, lo metí en mi mochila y me dirigí a la salida, parecía tranquila, pero por dentro temblaba. Disfruté tanto leyéndolo que desde entonces cada vez que encuentro trabajo en una casa, si tienen libros, robo uno. A veces dos, dos es lo más que he llegado a llevarme. Los dueños jamás se han dado cuenta. Ahora no elijo al tum tum, selecciono con premeditación y alevosía… y eso a veces me lleva su tiempo. Cuando acabó lo dejó en cualquier sitio, un banco de un parque, una cafetería…, pero guardo en una libretita el nombre de cada uno de los títulos. Cada libro entraña para mí la historia de cómo lo robé, además de la suya propia. Un día hablaré de todas esas historias y escribiré un libro: el libro de los libros robados.
El anciano piensa en lo lista que es la chica, y que por algo le cae bien, y le gustaría decírselo, y también le gustaría decirle que eso no es robar, sino todo lo contrario, pues a ver quien sino le iba a contar a él, más solo que la una, todas esas cosas interesantes. Pero no puede, claro.
Mientras, la chica saca de la mochila un tocho enorme que nunca hasta ahora le había visto. Lee:
-Canto I. Háblame, musa, del hombre de múltiples tretas que por muy largo tiempo anduvo errante.
Miguel Angel Paramio Rodriguez, Lucía Marcos Gómez y 33 personas más
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