sábado, 18 de junio de 2022


 Amigos

Andrés apenas ha pegado ojo en toda la noche pensando en la comida de quintos. Hoy verá, después de casi cincuenta años, a su amigo Arsenio, que emigró a Frankfurt en el sesenta y uno. Los de la organización, bueno, los tres o cuatro viejos que siempre lo mangonean todo, le han confirmado que viene. También le han dicho que habrá langostinos, su comida favorita. Qué tiempos aquellos, cuando él trabajaba de pastor para don Teófilo y su amigo era el mozo de labranza y dormían en la pajera, tapándose con la capa que le hizo la Luisa que en paz esté y hasta con las mantas que por el día le ponían a la caballería del amo. Entonces no había baños ni tanta higiene, ni maldita falta que hacía, no como ahora que hay que bañarse todas las semanas y cambiarse de muda cada dos días y estar pulcro y oler bien. Él lo intenta, esa es la verdad, pero a veces se le olvida y hay que oír a su nuera hecha un basilisco. Hoy, en cambio, se ha bañado y se dispone a ponerse el pantalón del único traje que tiene. Además, estrenará la camisa azul cielo que el lunes, pensando precisamente en el banquete, se compró en la plaza. La saca de un cajón de la cómoda, le retira el plástico y al sujetarla por los hombros comprueba que tiene un sinfín de arrugas. Piensa que la Luisa era un primor con la plancha, a él en cambio no se le puede dar peor. Se la pondrá sin planchar y con la chaqueta del traje por encima apenas se notarán las arrugas. Es más, la chaqueta las alisará. Corbata no. La corbata le ahoga. Frente al espejo se peina el poco pelo ralo que tiene. Hay algunos que se lo dejan largo para cubrirse la calva pero él es de la opinión de que uno es quien es con pelo o sin pelo y es bobada aparentar. Se estudia frente al espejo y le parece que le falta algo. ¿Y si, después de todo, se pusiera corbata? Un día es un día. Se acerca al armario y mira las dos que tiene, una roja y otra gris, que penden como culebras enroscadas de una percha. Elige la roja. Se la está metiendo por la cabeza cuando oye las campanadas tocando a misa. Tanto preparativo se le ha ido el santo al cielo.

Mientras el cura da el sermón piensa en los langostinos que comerá en el restaurante, seis le han dicho que tocan por persona con opción a repetir. Hoy con los nervios sólo ha bebido un vaso de leche y tiene hambre. Mira para todos los lados buscando a Arsenio y le parece que le ve, sentado en un banco de la primera fila. Sí, es él, aunque con el pelo completamente blanco. Arsenio y él se conocían desde chicos de ir a la escuela de don Tasio y de jugar juntos en la calle, pero no fue hasta que coincidieron trabajando para don Teófilo que intimaron de verdad. Una noche en la pajera vieron pasar veintiséis ratas por una tabla que estaba en el techo y decidieron que mientras uno dormía el otro haría guardia para que las ratas no les atacasen y acabasen comiéndoles las orejas. Pero como ni uno ni otro podían pegar ojo se pasaron toda la noche haciéndose confidencias. Recuerda la conversación de hace cincuenta años como si hubiera tenido lugar ayer mismo. Arsenio acababa, lo mismo que él, de casarse y quería algún día comprar tierras y ponerse por su cuenta. Él por su parte soñaba con tener un atajo de ovejas propio. Ya de madrugada acabaron reconociendo que con las trescientas cincuenta pesetas que les daban de sueldo poca cosa podían hacer. Además Arsenio sólo trabajaba para don Teófilo las temporadas que había labor en el campo.

No había pasado ni un mes de esta conversación cuando Arsenio le dijo que emigraba a Alemania porque un pariente de un pariente le había asegurado que le iban a emplear en una fábrica de automóviles. 

–Pero no decías que querías comprar alguna tierra y dedicarte a la labranza.

–Te juro que si no es porque casi no nos llega para comer y mucho menos para pagar la casa, la luz, la lumbre, me quedaba.

Nunca le había visto así, con esa congoja.

–No te apures hombre, ya verás como sales adelante. Al fin y al cabo este trabajo que tenemos es lo peor que hay.

–Pues ven conmigo –dijo su amigo con una sonrisa esperanzada.

 –No sé, tendría que hablarlo con la Luisa.

Pero en realidad nunca llegó a hablarlo con su mujer. Si le había dicho eso a Arsenio era para consolarle porque, a pesar de estar siempre sucio, de no conocer día de descanso y el poco sueldo que se ganaba, ser pastor era lo que más le gustaba en el mundo, también lo único que sabía hacer, que creía que hacía bien. A todas las ovejas las tenía puesto un nombre: Pescozara, Careta, Fosca, Frontina, Mohína, Rabicorta…y cuando enfermaban de patera o de boquera o se entelaban, las atendía igual o mejor que el veterinario. Con los años había conseguido hacerse con un rebaño propio. De Arsenio oyó que había llegado a ser encargado de una fábrica de coches y que le iba bien, pero está seguro de que él no se hubiera adaptado a vivir en una ciudad por mucho dinero que ganara.

A la salida de misa ve a Arsenio rodeado de un corrillo de quintos. Es el centro de atención. Les está mostrando un enorme Mercedes, que seguro es suyo. Se acerca.

–Coño, Arsenio, el tiempo que ha pasado. Cuando le va a abrazar, Arsenio le aparta con la mano.

–¿Cómo? ¿No me conoces?... Soy Andrés, el pastor de don Teófilo, que dormimos …

Arsenio no le deja continuar.

–¿Andrés? No sé. No me acuerdo –y dándole la espalda sigue hablando para el corrillo de quintos–. Pues como os decía este tipo de vehículos son lo mejor que hay. Ingeniería alemana. Después de estos están los otros.

Nunca, ni aunque se lo hubieran jurado, habría esperado tal reacción de su amigo Arsenio. De camino al restaurante alguien le habla, pero no presta atención. Cuando llegan, el camarero los acompaña al comedor y los va acomodando. Antes de tomar asiento se quita la chaqueta y la pone en el respaldo de la silla. La corbata le oprime el cuello. Se la afloja mientras le sirven vino. Bebe. Ve a Arsenio de frente, en otra mesa y no puede evitar fijarse en él. Lleva una camisa color crudo con la raya bien planchada, corbata y hasta gemelos dorados. Charla animosamente sin mirarle en ningún momento. Andrés se sirve vino en un vaso y observa las arrugas de su propia camisa que la chaqueta no ha conseguido alisar. El camarero llega con una bandeja llena de langostinos, pero él no quiere langostinos. Él sólo quiere vino. Se echa otro vaso.

–¿No comes? –le diche Onofre que está a su derecha.

–No, hoy no tengo ganas. Si los quieres tú.

–Sí, trae p’acá.

Todos de pie se disponen a brindar, él también, aunque no puede dejar de darle vueltas al desplante. Oye que alguien grita “Arriba abajo al centro pa dentro”, “Por los quintos del treinta y dos”. Todos beben. Se sientan. El camarero pasa por su lado con varias botellas de vino. Andrés pide una.

–¿Vas a beber más? –le dice Onofre.

Andrés se encoge de hombros, mientras se echa vino en el vaso. Bebe y se vuelve a echar vino.

–Mira que te va a sentar mal –le recrimina Demetrio, el molinero, que tiene frente a sí.

–Quita, hombre, nunca el vino me ha sentado tan bien como hoy.

Entonces se quita la corbata y la mete en el bolso de la chaqueta. Y al hacerlo, como si hubiera estado esperando todos estos años, agazapado en un rincón de su memoria, le viene a la cabeza el día que sus tíos Santos y Anuncia le invitaron a comer. Recuerda la expectación con que esperó la llegada de ese momento en que estrenaba el traje que había pertenecido a su padre y que su madre llevó a arreglar al sastre. Mientras les servían la sopa su tía Anuncia dijo que más valdría que su madre hubiera comprado un saco de harina. Siempre que evoca este episodio lamenta no haberse rebelado y haberle dicho cuatro cosas, claro que entonces era solo un chaval. Pero a pesar de lo que ha llovido el escozor es el mismo. Se levanta, alza el vaso y sin dejar de mirar a Arsenio que ahora sí, también le mira, dice:

–Esto va, Arsenio, por los viejos tiempos, cuando tú y yo dormíamos en la pajera de don Teófilo que en gloria esté y éramos más pobres que las ratas, esas que se pasaban la noche haciendo carreras sobre la tabla rasa, aunque tú ya no te acuerdes y vengas ahora dándotelas de señorito.

Apura de un trago el contenido del vaso mientras en el comedor oye un murmullo. Al murmullo se sigue un gran silencio. Mira a Arsenio que baja la vista. Posa el vaso en la mesa y añade en voz baja, como hablando para sí:

–Los tiempos cambian, pero hay cosas que no se olvidan.

Coge la chaqueta del respaldo de la silla y con ella colgada del brazo avanza hacia la salida. No está acostumbrado a beber, por eso se nota algo mareado. Hasta le parece que se tambalea al andar. Pero no importa. Ni tampoco lo que digan de él los próximos días en el bar de los jubilados, seguro de que lo de hoy dará que hablar. Una de las cosas que había aprendido en las largas horas que pasó en el campo, sin más sonido que el de las cencerras, ni más horizonte que la línea que funde la tierra con el cielo, es que uno está solo y es a sí mismo a quien tiene que dar cuenta de sus actos.


Publicado en la revista Gordoncillo. 

Publicado en el libro de relatos "Los cinco de Trasrey y otros relatos", que editó la Fundación Fermín Carnero, año 2012.