viernes, 16 de octubre de 2015

Pan blanco, pan negro









Volvió a ver a la niña en la puerta de la casona y los ojos se le fueron tras el trozo de pan que tenía en la mano, un pan del color de la leche de las vacas, de las sábanas que lavadas con agua y ceniza su madre tendía al verde, de la luna en las noches plagadas de estrellas. Aunque jamás había cruzado palabra con ella, Inés se acercó y le mostró el suyo, impostando seguridad.
­–Te lo cambio.
­–No –dijo la niña achicando mucho la boca, y protegiéndolo bajo el brazo como un tesoro.
Inés siguió el recorrido del pan con la mirada e incapaz de renunciar de primeras a su objeto de deseo, volvió a la carga:
–Es pan lo mismo, solo cambia el color…
Mentía. Su pan, oscuro como el agua que su padre dejaba en la palangana al volver de la mina, raspaba al paladar y era insípido, como las patatas solas que cenaban a diario.  
–He dicho que no.
En su obstinación la niña movió la cabeza y sus trenzas, rematadas en lazos de raso de color rojo, titilaron de izquierda a derecha. Inés se fijó en la cara plagada de pecas, en su vestido vaporoso de domingo, en sus zapatos de charol. Ella, a pesar de su pelo corto y trasquilado, como de chico, de su ato deslucido de todos los días, le sacaba media cabeza. Envalentonada, estiró su mano y le arrebató el pan. Iba a echar a correr pero al advertir que la niña contraía el rostro, como a punto de llorar, se detuvo en seco. La había visto esa misma mañana en misa doce al lado de sus padres, los amos de la mina, desplazados desde León para zanjar el conflicto de los mineros. Los tres en primera fila. También vio como la madre, vestida elegantemente con un traje oscuro y tocada por un sombrerito del que graciosamente caía el velo, se acercaba a comulgar con pasos cortos. Era tan distinta a las mujeres del pueblo que todos los ojos estaban puestos en esos momentos en ella. Al final de la liturgia el cura les dio las gracias por el donativo de trescientas pesetas que habían entregado para arreglar el tejado de la iglesia y comprarle un ropaje nuevo a la Virgen. Al pensar en todo aquello, a Inés le entró un sentimiento de culpa y pensó devolverle el pan. Entonces recordó la fuerte discusión que noches atrás había presenciado en casa. Habían acabado de cenar y jugaba con sus hermanos pequeños cerca de la lumbre. Sus padres estaban sentados a la mesa, hablando entre ellos, interrumpiéndose en ocasiones. Su voz iba en aumento.
Oyó como su madre decía:
–No vayas a la huelga, no te destaques, no sea que luego tengamos que lamentar.
Cagüen ros… Desde el año treinta y tres seguimos cobrando un jornal que no nos da ni para comer… Tenemos que luchar por salir de estas condiciones de miseria. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién coño lo va a hacer? –su padre dio un fuerte golpe en la mesa con el puño cerrado, salió en estampida y  no regresó en una semana.
Durante ese tiempo su madre tenía un humor de perros y les reñía por nada. Un día le mandó por agua a la fuente y, cuando llegó a casa y vio que había derramado parte de ésta en el camino, le arreó un buen sopapo. A Inés le pareció injusto, hasta cinco veces había tenido que posar el cántaro en el suelo para descansar, pero se tuvo que callar, cualquiera le rechistaba cuando se enfadada. Su padre había regresado ayer por la noche. Estaban todos en la cama cuando escuchó su voz. Se asomó a la puerta, y a través de la rendija pudo ver su cara demacrada y sucia, los ojos extraviados, pero con un brillo intenso. Le vio abrazar a su madre, besarla, y oyó como le contaba que tras una semana de encierro en el pozo con diecisiete compañeros más, habían conseguido un pequeño aumento de sueldo. No el que pedían, pero algo era.
También dijo:
–Ves, mujer, si nos dejamos nos comen. Nunca hay que bajar la guardia ni dejarse pisar.
Poco después se fueron a dormir. Un rato más estuvieron hablando en voz baja, luego les oyó gemir de esa forma extraña que tanto le inquietaba. Su padre lo hacía de una forma honda, mientras su madre daba largos suspiros. Adela, tres años mayor que ella y más experimentada, le había explicado que eso pasaba cuando su padre le ponía a su madre la cola entre las piernas. “Es la forma que tienen los mayores de quererse, y de que nazcan los niños” había sentenciado misteriosamente. Ella no sabía, pero si Adela lo decía seguro que era así. Adela acertaba siempre.     
Y aunque tampoco entendía bien el significado de las palabras de su padre, “si nos dejamos nos comen, no hay que bajar la guardia ni dejarse pisar”, dio un paso al frente y arrinconó a la niña frente a la pared de gran casona. La tenía tan cerca que podía sentir su respiración en el cuello. Cogió un trozo de su pan, se lo acercó a la boca. 
–Cómelo y no se te ocurra llorar.
Como la niña no se movía, cogió un pellizco de pan y se lo metió en la boca. La niña lo masticó, mientras una lágrima discurría por su mejilla. Inés le dio otro trozo. La niña tosió, y ella espero a que acabara no fuera a añusgarse. Le dio otro trozo más. Cuando solo quedaba el currusco se lo puso en la mano, mientras le advertía:      
–Es un cambio, ¿oíste? 

La niña afirmó con la cabeza y sus trenzas titilaron de arriba abajo. A Inés le pareció entonces que podía irse. Y girándose sobre sí misma metió el alimento en la boca, que le supo a nube blanca, a cielo derretido en el paladar. 


NOTA: Relato publicado por el periódico digital Astorga-Redacción, sección Contexto Global,  agosto 2015.

jueves, 8 de octubre de 2015



El TIEMPO DEL LÚPULO.







De pequeña algunas tardes de verano “bajábamos” a la huerta que cultivaban mis abuelos. “Bajar” o “subir” eran conceptos que en nuestro entorno familiar usábamos a nuestro arbitrio, de manera que salir de casa y recorrer por carretera los dos kilómetros que había hasta llegar a la huerta, lo llamábamos bajar, mientras que el tramo contrario era subir.
El hecho de bajar a la huerta constituía para nuestras mentes infantiles una suerte de fiesta menor o de diario.  
En la huerta, los pequeños transitábamos por un camino de tierra, situado a la izquierda de las plantaciones de verduras, hortalizas y árboles frutales, que como delimitado por una linea invisible, la linea que marcaba "esto se puede", "esto no se puede", no debíamos sobrepasar para no causar destrozos. Al final del camino, justo donde estaba el guindal y la poza, se abría un sendero más amplio que conducía a la plantación de lúpulo de Sena, -así se llamaba el dueño-, que la mayor parte de las veces contemplábamos en la lejanía. Pero cuando los mayores nos dejaban acompañarles a la plantación del vecino, y ver de cerca la caseta atípica, casi señorial, de dos plantas y curvada escalera que la flanqueaba, las matas del lúpulo suspendidas de alambres verticales que alcanzaban varios metros de altura, -la distorsión infantil hacía parecer mucho más altas-, cuando aspirábamos ese olor acre, denso, casi varonil que lo invadía todo, lo que había empezado como una fiesta menor o de diario, acababa convirtiéndose para nosotros en un festival de los sentidos.     

Ya no hay lúpulo en esta tierra del sur más sur de León. Por eso cuando hace unos días vi que una única rama había fructificado a un lado de la carretera, mimetizándose con la valla amarilla, pensé que había escapado, -huido más bien-, de un trozo de infancia, a fin de burlar, como si de una pueril travesura se tratara, eso que los mayores hemos dado en llamar tiempo. 



NOTA: Foto de caseta atípica, casi señorial de Isidoro Fernández. 

jueves, 1 de octubre de 2015


 Primer poema. 


El amor ha destrozado este alma mía,

soñándote en unas manos que 

jamás pude alcanzar.

Manos purísimas, 

sutilísimas manos 

que en la noche tiemblan

queriendo abarcar el infinito.

¿Dije amor?

Sí,

hubo un tiempo

que creí.