domingo, 19 de octubre de 2014


Tiempo de membrillos



      Regresan esos días de horas enormes y luz más intensa y dorada colándose por las rendijas de las ventanas para permanecer remolona, vehemente, casi insaciable, pareciera que le pone zancadillas a las sombras de la tarde que irremediablemente la suceden.  
Días que nos regalan recuerdos que creíamos olvidados: un paseo hacía el Molino donde discurre intermitente el río, el olor a libros nuevos, las tardes interminables en el tobogán del parque, el sonido de los enjambres de las abejas, el regusto agridulce de la lagarada tras terminar la jornada de vendimia, el olor a alcanfor de los jerseys de manga larga sacados del profundos cajones de la cómoda, o ese otro, esencial, de los membrillos...


jueves, 9 de octubre de 2014

Llueve
De todos los regalos que me hace la lluvia en la ciudad de otoño hoy me quedo con la lluvia cayendo torrencial, oblicua, sobre un trozo de mi balcón, chocando y haciendo burbujas contra el asfalto, purificando el aire urbano, rozando esquiva mis labios, discurriendo entre mis manos extendidas como quien recoge una ofrenda.
Ah, de la lluvia, de la simple y sanadora lluvia.
¿Qué puedo hacer hoy?





¿Qué puedo hacer hoy con esta vuelta al pasado
que me acompaña desde las seis y cinco de la madrugada,
de condenados a muerte en juicios sumarísimos
según arbitraria
y premeditada
y  provinciana
y alevosa injusticia.

¿Qué puedo hacer con esta evocación de vencedores chuscos,
y viudas en vitalicio luto
-Sí, Oliver, hay lutos que duran toda una vida-
que arrastran tras de sí una recua de críos
-frutos que el amor libremente elegido las dio,
y la guerra, 
tramposa prestidigitadora,
truncó poco después en inasible sombra-.

Que puedo hacer, di, en este día de horas
que se debanan lentas,
densas,
como esperando una lluvia torrencial y sanadora
que no acaba que llegar,
pero que si llegara
-estoy segura-
se llevaría consigo
toda la carga de una muerte
que  arrastra tras de sí
un duelo sin sepelio y sin flores,
un duelo sin plañideras, ni beso de despedida o al menos un leve roce de dedos,
-eso sí, tenemos misa de funeral en vida-,
un duelo en soledad estricta,
pues la compañía de seres ateridos que esperan como tú  la muerte no es consuelo,   
un duelo  
que dura
exactamente
hoy
setenta
y
ocho
años.