viernes, 19 de diciembre de 2014


Cuento de Navidad


A mi amigo Tello cuando era niño.
        
      A Sebas la Navidad le volvía irremediablemente niño. Y las luces de colores parpadeando en las calles, las risas atropelladas de la gente, el sonido de fondo de los villancicos, los escaparates adornados por espumillón y bolas doradas, le despertaban continuos aleteos de mariposas en el estómago.
Ese veinticuatro de diciembre terminó la jornada laboral más temprano que otros días, recogió a Marisa y al niño, y salieron apresuradamente de la ciudad para llegar a buena hora a cenar con los suyos. Mientras conducía evocó lo mucho que había disfrutado eligiendo los regalos que esa noche pondrían bajo el árbol: una hermosa pashmina de cachemir y colores tornasolados para su mujer, el perfume con olor a flor de naranjo que usaba su madre, la caja de herramientas que había pedido su hermano Quique, un jersey blanco de angora para su cuñada Nines, la última guía de aves de los cinco continentes y más de trescientas fotografías a todo color con la que había decidido agasajarse…, pero sin duda el regalo estrella era el Ipad que Luis llevaba pidiendo desde hace casi un año.
A pesar de la insistencia del chaval, Marisa y él, criados en una época en la que Papa Noel no existía y los Reyes Magos eran más austeros que mágicos, habían acordado comprárselo al término del curso escolar. Pero al verlo en el escaparate de unos grandes almacenes, Sebas se había dejado llevar por la euforia del momento arrastrando a Marisa al interior del local. Una vez dentro, las explicaciones detalladas del amable vendedor y el descuento del quince por cierto sobre el precio inicial les había incitado, más a él que a Marisa, a dar el siguiente paso y comprarlo: “¿No es Navidad? Ya verás que sorpresa se lleva, además si dijéramos que el chico va mal en los estudios…”.          Aunque solo les quedaba en blanco y el chaval lo quería negro este pequeño inconveniente, una vez tomada la decisión, no les pareció relevante. Sebas pidió al vendedor que lo envolviera bonito y con ilusión pueril observó como lo empaquetaba, le ponía un lazo verde y una reluciente pegatina de felices fiestas.      
                                 II                                              
                                               
Poco antes de llegar a la curva vio a la perdiz intentando cruzar la carretera, y unas décimas de segundo más tarde notó un vaivén casi imperceptible en la rueda delantera del coche. Detuvo el vehículo en el arcén con los intermitentes puestos, se acercó corriendo al animal que yacía de lado en medio de la carretera y lo cogió en sus manos. Al auscultar con el arco de los dedos índice y pulgar su pecho le pareció oír los latidos de su corazón, pero poco a poco el animal se fue quedando rígido, frío, y sus ojillos como de cristal se vaciaron de expresión. Acercó su rostro al del ave, le sopló al oído como insuflándole vida, le susurró: “boba, boba, porque no te has quitado, yo no quería hacerte daño, boba, boba”.
No se dio cuenta de que su mujer le apartaba de la carretera, le retiraba la perdiz de las manos, la lanzaba al monte de encinas que tenían a su derecha, se sentaba al volante, recorría los veinticinco kilómetros que quedaban hasta llegar al pueblo.
Sebas desde pequeño amaba a todos los animales y de un modo muy especial a las aves, a las que por su capacidad para volar atribuía cualidades extraordinarias, casi mágicas. De ahí que el pequeño incidente le causara enorme consternación y viviera el resto de la tarde como a través de una nebulosa. Abrazó a los suyos y escuchó las novedades acontecidas en el pueblo sin verdadero interés. También sin demasiado apetito probó los entrantes y los vinos especiales que esa noche había dispuestos sobre la mesa, pero cuando su madre colocó en el centro una fuente con el pavo adornado por castañas y nísperos, rechazó la comida y salió al corral. La helada se cebaba inexorable sobre el tejado del caedizo, sobre los plásticos que cubrían los geranios, sobre el lilar desprotegido y pelado. Pese a la extrema temperatura agradeció el frío en el rostro, cerró los ojos, respiró varias veces profundamente. Al abrirlos le pareció vislumbrar sobre el tendal tamizado de escarcha la silueta de una golondrina. Rechazó la visión, volvió a la mesa. Mientras servían el cava y tomaban los turrones intentó sobreponerse a su malestar, hasta entonó villancicos, “la noche buena se viene, la noche buena se va”, “a Belén pastores, a Belén chiquillos, “ande, ande”…, que Quique acompañaba con el sonido de una botella de anís rasgueada por un tenedor. A medida que se acercaba el momento de abrir los regalos todo parecía volver a la normalidad, ser como siempre había sido, pero la queja de Luis al desenvolver su regalo: “Es genial, papá, mamá, aunque yo lo quería negro”, le produjo un aguijonazo en el estómago similar al pinchazo de una espina, y todo el malestar de la tarde volvió sobre él.  
Dando un golpe de rabia en la mesa, dijo alterado:
–Antes no teníamos de nada y no nos quejábamos.
Este gesto, impropio en él, produjo un tenso silencio.  
–Bueno, Sebas, –terció Marisa– no creo que sea para ponerse así, además el Ipad se puede cambiar.
–Ése es el problema –dijo levantándose– que hoy creemos que todo es sustituible, y no es verdad.    
 Se retiró a su cuarto sin un ápice de ese sentimiento de Navidad que le embriagaba cada veinticuatro de diciembre. Lamentaba profundamente haber perdido los papeles pero no podía hacer nada en esos momentos para remediarlo. Lo mejor era descansar. Se fue quedando dormido y no se dio cuenta de la llegada de Marisa.
Despertó en medio de la noche y se vio a sí mismo, un niño de seis años, escuchando al maestro explicar que las golondrinas, esas aves de bondad, le quitaban a Cristo las espinas de la corona para aliviar su dolor.  
Días después de esa clase había matado sin querer a una golondrina con el tirachinas, y ese pequeño incidente lo vivió Sebas como un gran pecado. Lleno de pesar la enterró en las eras, cubriéndola con un trozo de botella que encontró tirado. La puso encima unas flores silvestres y una cruz hecha con dos palitos. Por supuesto no dijo nada a nadie. Era su secreto. Luego lo olvido, hasta la llegada de la Navidad que esperaba con ansia la llegada de los Reyes Magos. Les había pedido el camión cisterna que a diario contemplaba en el escaparate del estanco, un camión cisterna de color butano que destacaba entre las tiras verticales de espumillón, las cajas de puros selladas por elegantes vitolas, las postales navideñas, los librillos de papel de fumar y algunos útiles para la escuela. Pero a pesar de la caligrafía cuidada con que escribió la carta, a pesar de su deseo, ese camión nunca llegó. En su lugar los Reyes le trajeron media docena de pinturas Alpino envueltas en un papel de estraza arrugado. A su hermano Quique le echaron la media docena que faltaba, dentro de una caja demasiado holgada.  
Lloró amargamente, se lamentó.
–Será que no has sido bueno– dijo su madre con displicencia.
Sus palabras le dejaron desarmado. ¿Cómo era posible que dijera eso si muchos días de invierno traía pesados brazados de leña del monte, si ordeñaba las vacas al volver de la escuela si, a diferencia de otros niños criados con ambos progenitores, la ayudaba siempre en todo lo que le pedía? Llegó a la conclusión de que era por la golondrina y nunca se perdonó haberla matado.
Sebas reflexionó la noche del veinticinco de diciembre acerca de todo aquello y llegó a la conclusión de que era el momento de perdonarse. Se levantó con las primeras luces y después de dar un largo paseo irrumpió en la cocina. El agradable olor a chocolate con picatostes que su madre preparaba siempre el día de Navidad le devolvió las mariposas en el estómago. Después del incidente todos le miraron expectantes. Revolvió el pelo a su hijo.
–Siento lo ocurrido, no debí hablarte como lo hice, pero anoche no me encontraba muy bien. Si quieres cuando volvamos cambiamos el Ipad.
–No papá, no importa, me lo quedo.
Su respuesta le gustó y no insistió. Miró a Marisa que le sonrió discretamente. Luego miró a su madre, que les observaba a los tres con la jarra de chocolate en la mano.  
Pensó decirle algo acerca de las pinturas Alpino, algo acerca de aquellos tiempos en los que las cosas no eran fáciles ni tan accesibles y su madre, viuda, tuvo que trabajar duro para darles un porvenir, pero luego lo pensó mejor y solo dijo:
–A ver, madre, vamos a probar ese chocolate tan bueno que nos has preparado.    
                                             
               Sol Gómez Arteaga

NOTA: Publicado en diciembre de 2013 en la revista anual que edita el Ayuntamiento de Gordoncillo.





jueves, 11 de diciembre de 2014

Despertar.es




Desconfio de la mirada de los retratos,
de esos ojos que instigan
inquisitivamente.
Desconfio asimismo
de las máscaras
de circo,
de las gentes
y masas 
que aglutina esta ciudad.

Acaba de morir mi viejo mundo, 
acabo de nacer
envuelta en un llanto azul
de espuma
y algas.