lunes, 25 de agosto de 2014

No hay tiempo


Apenas hay tiempo para llegar tarde a los sitios,
Para levantar diariamente la cabeza del lodo
Para, en días calurosos de agosto y de domingo,
Estrenar zapatos de charol.
Para acudir a los saldos de los grandes almacenes,
Para acompañar en los entierros a los paseados de la crisis,
Para poblar tu cuerpo mancillado por un vacío azul y sin esperanza,
Para aceptar la muerte, ese imponderable con mayúsculas,
De padres que soportan
En afligidos brazos
Hijos sin cabeza
Que circulan
-Injusticia universal y más terrible-
Por todas las televisiones del mundo,
Por todos los magazines del mundo,
Por todas  las pantallas
Y todos los teléfonos
De cristal líquido
Y última generación.
Apenas hay tiempo, no, para recomponer las astillas de la barca varada en el viejo muelle.

Mucho menos hay tiempo para cuadernillos rosas 
en los que anotar fracasos,
Empeños imposibles,
Fuegos de artificio,
Quiebros, requiebros o quimeras.
Para tratar de sanar inútilmente de la bilis oscura como un pozo,
Ésa que los expertos de la razón llaman melancolía.
Para espejismos que vaticinan falsos oasis,
Para desimaginar, 
Para desmemorizar,
Para reconquistar cada olor olvidado,
Para recrearse en la pérdida.

No hay tiempo para vivir la vida desde este lado del espejo,
Mucho menos para invocar la vida desde el otro lado del espejo.


  

jueves, 14 de agosto de 2014


Estaciones de paso
 
 







Estaciones de paso
de viajeros absortos
que llevan en su mochila
una historia de esperanza azul
de desvelos
de rutinas errantes
de pérdidas…
Estaciones de paso
y miradas que se cruzan un momento
-breve destello de soledad compartida-
antes de volverse a refugiar
en el yo
insalvable.
Estaciones de paso
que nos devuelven,
más que ningún otro lugar,
el azogue de sombra
que al otro lado del espejo acecha.

martes, 5 de agosto de 2014


El pescador de estrellas

 
                      
                       Como todas las tardes al oscurecer el pescador deja su vieja bicicleta en el puerto y se dirige a los acantilados de la costa para pescar estrellas. Tiene cientos de ellas –azules, rosas, fucsias, anaranjadas, con picos poco pronunciados y hasta con siete puntas­– en tarros de cristal bien sellados. Mira al cielo plagado de infinitos destellos que auguran una buena pesca y la ve, una estrella aparentemente normal, ni muy grande ni muy pequeña ni muy brillante, pero al extender el sedal y fijarse con detenimiento descubre que contiene todos los colores y formas. Entusiasmado lanza la caña al cielo seguro de que muy pronto ocupara el lugar principal de su estantería. La estrella se desvanece súbitamente, pasa el resto de la noche buscándola en vano, sin desear otro botín que no sea ése y por primera vez al amanecer regresa a su cabaña con las manos vacías. La noche siguiente vuelve a los acantilados portando un sedal más largo y más fuerte. La estrella sigue ahí, mas al intentar capturarla se disipa de nuevo en el cielo. Durante meses, presa de gran desasosiego, el pescador se dedica a inventar los más variados artilugios a fin de conseguir su objeto de deseo pero es tarea inútil. Un día mete en un saco enorme todos los tarros que lleva coleccionados durante años, los lleva en su bici hasta el puerto, los arrastra a duras penas por el abrupto camino del acantilado. Esa es la última imagen que se conserva de él. Desde entonces puede verse en el puerto su vieja bicicleta esperando impertérrita su llegada. Es posible que su dueño en algún momento recupere la cordura y regrese a su mundo y a sus cosas, pero también puede que se haya ido a vivir con su estrella y no vuelva jamás, o que esté en el fondo del mar y desde las aguas profundas e insondables vea reflejada todas las noches, cual infeliz Tántalo perdido de sí, su estrella misteriosa e inasible, aunque eso quien lo sabe…