miércoles, 21 de noviembre de 2018

DIGNIDAD ALGO MALTRECHA
En realidad lo que movió al vigilante jurado a rechazar el trabajo en el edificio de oficinas en el centro de Madrid no fue el turno de noche, -había trabajado por turnos muchas veces y sabía lo que era estar diez horas escuchando los partidos en la radio, haciendo sudokus o trasteando con el móvil tras un mostrador-, ni que no le gustara el lugar, ese edificio claustrofóbico de interminables pasillos con zócalos de madera, apliques macilentos y sillones de eskay, ni que el tipo que le entrevistó le sometiera a un interrogatorio propio de un agente de la CIA, -si hasta parecía querer saber el color de sus entrañas-, ni tampoco el infrasueldo inframileurista que apenas le llegaba para pagar el alquiler en un piso realquilado en Vicálcaro con tres inframileuristas más... 
No, nada de eso. La realidad real es que ya había estampado la firma en el precario contrato cuando el entrevistador le espetó con la mayor naturalidad del mundo que las cuatro noches que libraba al mes las sustituirían por un muñeco hinchable... total, nunca pasaba nada, y esas cuatro jornadas no se iban a notar. 
Entonces, como si le le echaran encima todas las horas de entrenamiento y ejercicio físico acumuladas, los títulos de Taekwondo obtenidos y las prácticas de tiro pagadas, rompió en pedacitos el papel que acababa de firmar, se giró sobre sí mismo y se fue a otra parte con eso único que le quedaba, que da titulo a este microcuento ilustrado.

Micro tándem Carlos Morcillo Santero/ Sol Gómez Arteaga

Convite
Andrés, insólitamente quieto, mira muy fijo el dintel resquebrajado de la puerta mientras su madre, de rodillas, le abotona la chaqueta del traje que hoy se pone por primera vez. Nota cómo ésta tira de las solapas del cuello hacia arriba e intenta encajarle con precisos toques las hombreras en su sitio. Lleva mucho rato intentando adaptarle el traje a su cuerpo, un imperdible en el talle, unos cuantos alfileres en los bajos. Por último le pone, ya anudada, la corbata de seda. Andrés nota que le oprime el cuello, pero aguanta sin protestar. Está deseando que su madre acabe de una vez.
Paulina los contempla desde atrás.
–Así está muy bien, Socorro. Le queda que ni pintado.
–¿Tú crees? –oye decir a su madre, con un deje de ansiedad en la voz–¿No crees que le queda algo… demasiado grande?
–Y claro, mujer, con esa idea lo diste a arreglar, para que cuando crezca le siga valiendo.
Andrés escucha un gemido muy cerca. Desvía la vista del dintel, mira a su madre que se ha tapado la boca con la mano, que gira la cabeza, esquiva. Entonces contempla su rostro en la luna del espejo. Ve como se limpia, con los dedos índice y corazón, muy rápido, las lágrimas.
–No tengas pesares, Socorro –Paulina pone una mano en el hombro de la madre– es lo mejor que podías hacer.
–Pero él dejó dicho… –su madre habla con un hilo de voz.
–A él le habría gustado –corta tajante Paulina y dirigiéndose al niño–:      Y tú, mocoso, arrea a comer a casa de tus primos, si no quieres llegar a las sobras.   
Andrés abandona el cuarto y sale disparado por la parte de atrás de la casa. En el corral, colgado de una punta de la pared de adobe, está el viejo tirachinas. Lo coge y lo mete en el bolso del pantalón mientras escucha a sus espaldas “Andresín, no te manches”. “Ya sabes lo que te he dicho”. Entorna la puerta de madera medio caída y sale a la calle. Echa a correr cuesta abajo. El corazón le late con fuerza. Es el primer pantalón largo que se pone. Y la primera corbata, que intenta aflojar tirando del nudo, sin conseguirlo. También la primera vez que le invitan sus tíos a comer en la gran casona a la que tantas veces ha ido con su madre y sus hermanos más pequeños. Siempre para lo mismo. Para que les den garbanzos o tocino o unas monedas o un poco de cisco para el brasero. Su tía los recibe en ese comedor inmenso, con todos esos muebles y lámparas y porcelanas y les obsequia con unas cuantas pastillas blancas que a él no le gustan nada, pues saben a medicina y que traga sin masticar. La última vez que estuvieron en casa de la tía, hará dos semanas, ésta dijo: “Me traes a Andrés para el cumpleaños de Luisín”, “Pero Anuncia”, “He dicho que me lo traes y no se hable más”, “Sabes que con nosotros estás cumpli…”, la tía no le dejó acabar, “Además, ese día mataremos un pavo. Tú, Andresín, ¿has comido pavo alguna vez?”. Él negó con la cabeza y la tía Anuncia dijo: “Ves, Socorro, el niño no ha comido pavo nunca”. “Bueno”, acató la madre.
Y aunque nada más salir su madre no parecía muy contenta, como si no quisiera que él fuera a esa comida, de camino pararon en casa del sastre para que el traje que habían llevado a arreglar hacía unos meses estuviera para ese día. “No sé, Socorro, si me lo hubieras dicho antes”. Pero al final hubo suerte. Como suerte, piensa Andrés, es tener unos tíos ricos ellos que son pobres, por si un día tienen un apuro. Eso le dijo a su madre anoche, cuando ya estaban acostados. “Bueno, la rica es ella”, había contestado su madre. “Pero el parentesco, en realidad, es con él. Tu padre y el tío Santos eran hermanos”. “Ahh, ya me parecía a mí”. “¿Qué?”, “Pues eso, que el tío es …, no sé, más como nosotros”, “Anda, deja de decir bobadas y duérmete que vas a despertar a tus hermanos”. Pero no podía dormirse, no sabe si por la inminencia de la comida o qué, y siguió cavilando acerca de los parentescos y llegó a la conclusión de que sus primos salían a la madre. Tenían su mismo pelo color azafrán y nunca hacían pellas, ni se canteaban con los otros niños, ni se subían a los árboles a cazar pájaros y apenas le saludaban cuando le veían, como si no fueran familia, ni primos ni nada. Aunque a partir de hoy, con esto del convite…
Llega a la casa grande, con el portón de hierro con filigranas, y cruza el hermoso jardín plagado de rosales en flor. La criada, una joven de no más de dieciséis años, le recibe con una sonrisa:
–Qué guapo estás hoy, Andresín.
El niño no contesta.
–Ven conmigo, los señores están esperando.
Y mientras le conduce al salón, la criada añade:
–Hoy no habrás traído el tirachinas, eh, tormento, hoy te portarás como Dios manda.
El niño saca el tirachinas del bolso del pantalón y se lo muestra. La criada no puede contener la risa que le viene a borbotones. Andrés también ríe. Su asombrosa puntería y la habilidad con que se sube a los árboles le han valido el reconocimiento de mejor cazador de pájaros del contorno. Una tarde llegó a cazar hasta cuarenta y dos pardales que luego vendió por dos pesetas a un forastero de Dimangos. El dinero se lo entregó a su madre, menos una perra chica que se quedó para un pirulí de casa de la tía Jurela, esos sí que están buenos, de azúcar caramelizado y olea por encima. Y aunque los pájaros son lo que mejor se le dan, a veces dispara a las piernas de las chicas y consigue levantarles un palmo la falda por encima de las rodillas sin que ellas se den cuenta, al menos al principio, porque cuando ya lleva levantadas unas cuantas, alguna de las chicas nota algo extraño y empiezan a sospechar que Andresín, el matapardales, como le llaman, no anda muy lejos.  
Cuando llegan al comedor la criada se ha vuelto de pronto seria y dice, con voz desconocida:
 –Aquí está Andresín, digo…Andrés.
Ya están todos sentados a la mesa que preside la tía. A su lado está el tío Santos y, al lado, su primo pequeño. A él le colocan junto al homenajeado. La criada le pregunta, antes de que tome asiento, si no se quita la chaqueta y él dice “No, no, de momento no”, mientras recuerda las advertencias que le ha hecho su madre: “Saluda cuando llegues”, “Felicita a tu primo”.
­–Buenos días –dice, y a su primo–: Felicidades, primo –dudando entre darle la mano o dos besos. Al final le da dos besos.
–Gracias –contesta el otro, levantándose y volviéndose a sentar. Entonces observa que lleva pantalón corto. Y una camisa que le ha visto en el colegio infinidad de veces.
Enseguida llega la criada con la sopera humeante y sirve, ante un gesto de la tía, primero a su primo Luis. Una sopa con trozos grandes y alargados de carne, zanahoria, cebolla y pimientos verdes. Luego le sirve a él. La sopa huele bien. Nada que ver con el caldo que les dan en el comedor del auxilio social todos los días. Está caliente, además. De pronto le entra un hambre atroz pero recuerda las advertencias de su madre: “No te lances al plato, que te conozco, come cuando todos se pongan a comer, demuestra que tienes educación”. Las tripas le rugen sin que pueda evitarlo. Y el nudo de la corbata le oprime una barbaridad. Entonces se quita la chaqueta que cuelga de la silla, luciendo una camisa inmaculada plagada de diminutas jaretas, que era de su padre y que su madre también dio a arreglar. Las mangas están recogidas en graciosas lorzas que irán deshaciendo a medida que crezca. Las tripas le vuelven a crujir cuando la criada sirve a su primo pequeño. Nota que todos los ojos están fijos en él. La criada por fin se retira.    
–Vaya guapo que estás hoy –comenta amable el tío Santos llevando la cuchara al plato.
“Ahora” se dice a sí mismo Andrés, “Ahora es el momento”. Coge con la cuchara el trozo más grande de carne del plato y se lo lleva a la boca.
–Más valía que en vez de llevar el traje al sastre, su madre hubiera comprado un saco de harina.
–Mujer –dice el tío Santos.
Andrés mantiene el trozo de carne en la boca sin tragarla. Piensa en las noches que, para pagar al sastre, su familia ha cenado un mendrugo de pan que su madre consiguió burlarle al ama. Pero hay más cosas. Cosas que él todavía no acierta a entender, relacionadas con la carta que su padre dejó escrita la madrugada del nueve de octubre de mil novecientos treinta y seis, horas antes de que le fusilaran, que su madre lee todas las noches sentada en la cama, cuando cree que todos duermen y que luego guarda bajo el somier “...Me sacas el traje al aire para que no se apolille…”.
–¿No comes,  Andresín? –pregunta su tía.
Andrés traga sin masticar el trozo de carne que tiene en la boca. Posa la cuchara en la mesa, dice con voz apenas audible: 
–No tengo hambre. Además me tengo que ir.
–Será posible…
Aunque Andrés sabe que es de mala educación levantarse de la mesa en plena comida, coge la chaqueta de la silla y abandona el comedor. Se le ha pasado el hambre de un plumazo. Con paso ligero cruza el jardín de los rosales, empuja la puerta de hierro. Nada más alcanzar la calle se arrepiente de no haberle dicho cuatro cosas a la bruja de su tía, que sabrá ella de la vida. Con el tirachinas en la mano corre hacia el camino de las acacias. El resto de la tarde matará unos pájaros y se los llevará a su madre para que los haga fritos para la cena. Con cuidado de no mancharse ni rasgarse, al subirse a los árboles, el traje nuevo. 

Nota: Relato perteneciente al libro "Los cinco de trasrey y otros relatos", editado por la Fundación Veintisiete de Marzo, año 2012. 
Publicado en el blog "Búscame en el ciclo de la vida", 20 de noviembre de 2018. 



viernes, 9 de noviembre de 2018

Tregua


















Salimos a buscar
el final del verano
pero hacía media estación 
que se había ido. 
Aún así encontramos 
dos docenas de flores de bunganvillas
revoloteando a ras de suelo
como una procesión de sueños fugaces.
Fuimos felices,
a eso habíamos venido,
¿no es cierto?
Esninfamos un tiempo
de peces
que dan bocanadas en el aire
con la boca agónicamente abierta
antes de volver
a la cotidianidad
-esa piedra-
de los días
que se suceden
tan iguales.

jueves, 1 de noviembre de 2018


Más allá
–Hoy voy a comunicarme con su padre –al oírme, los ojos algo saltones de mi tía Luisa, lo mismo de saltones que cuando estaba viva, parecía que se iban a salir de las órbitas–. Sí, ya sé que es un viejo intratable, pero necesito su ayuda.
La tía Luisa era la única, de entre todos los muertos que había conocido hasta entonces, que me visitaba a diario. Lo hacía por la mañana, cuando Leo estaba ausente, dando tres o cuatro golpecitos silenciosos en la puerta. Y mientras yo barría la casa, daba mazarrón al suelo, echaba palos a la lumbre o ponía el cocido, charlábamos un rato de nuestras cosas. A ella le confesé que Leo estaba a punto de dejarme porque no soportaba más esa capacidad mía de hablar con los muertos, una capacidad que se me reveló el día que tuve la primera clase práctica de carnet de conducir en la ciudad.
El profesor se puso hecho un basilisco cuando frené en seco delante del paso de peatones:
–Inútil, ¿qué haces que no aceleras?
–¿Y esa mujer coja con un carrito de la compra que nos saluda con la mano?
–¡Qué mujer ni que ocho cuartos!
Entonces me arrebató el volante, pisó el acelerador y la atropelló. 
–Jesús… ¿Se da cuenta lo que acaba de hacer?
No podía dar crédito a lo que veía. Él, en cambio, continuó como si nada.
En la puerta de la autoescuela me esperaba Leo. Cuando le conté lo del atropello soltó una carcajada y, por supuesto, no me creyó. Pero a partir de entonces no había clase que no me llevara a uno y hasta a dos y tres muertos por delante. Y aunque al final renuncié a sacarme el carnet de conducir, ya éstos se me siguieron apareciendo, sentados sobre un fardo de leña, entre los surcos de las patatas, en las ramas del manzano, lanzándome mensajes para los vivos que yo no podía dejar de trasmitir. Me había convertido en la bruja oficial de Nava y eso a mi marido ya no le hizo tanta gracia. Estaba cada día de peor humor, empezó a frecuentar la taberna y a llegar a casa, noche sí y noche también, con un intenso olor a orujo. 
La aparición en el fondo del pozo de Demetrio “el molinero” –que quizá porque se había tirado al río hacía unos meses siempre se me manifestaba a través de las corrientes subterráneas–, revelándome que esa misma tarde iba a ocurrir una desgracia en el monte, fue la gota que colmó el vaso. Llegué sin resuello a la plaza, donde todos los hombres del pueblo se disponían a partir para la caza del jabalí. Les advertí que no lo hicieran si no querían lamentar daños mayores. 
–¿Y tú cómo lo sabes, mujer?
Les empecé a contar lo que me había dicho Demetrio, pero mi marido no me dejó seguir:
–Ya estás a vuelta con tus historias –dijo con la voz llena de odio–. En que hora me casaría contigo…Los muertos muertos y enterraos están, a Dios gracias. Anda, vuelve a casa y quédate allí, que cada vez que abres el pico es para dar la nota. 
Con la moral por los suelos hice caso a mi marido, pero la desgracia, como no podía ser de otra manera, ocurrió. Un jabalí oculto tras unos matorrales embistió contra Quinito, un chaval de ocho años, hiriéndole mortalmente.
Esa noche cuando Leo llegó a casa, más bebido que de costumbre, me soltó que en un par de días hacía la maleta y se iba lejos, donde no tuviera que aguantar más esos inventos míos que eran la comidilla de Nava.
–¿Y lo del niño…lo de Quinito qué? ¿Es que no me crees después de todo lo que he augurado?
–Estás loca de atar –y se largó dando un portazo.
Entonces se me ocurrió. Tenía que invocar al único muerto que no se me había aparecido hasta entonces: su padre. Pero no las tenía todas conmigo. Como muy bien sabía la tía Luisa, el viejo Leónidas se gastaba un carácter del demonio.  
Fue al atardecer cuando me metí en su cuarto y me eché en su cama, encima de la colcha algo amarillenta. La escasa luz que entraba por la ventana me permitía distinguir los pocos muebles que conformaban ese cuarto oscuro, casi monacal, de paredes blancas, sin adornos.
–Leónidas, si está aquí, manifiéstese –invoqué mentalmente.
Repetí la fórmula varias veces en voz alta, sin resultado. El viejo Leónidas no había sido un vivo fácil, así que tampoco lo iba a ser muerto. Y ya estaba a punto de desistir cuando de pronto le vi a mi lado, sentado en su sillón de paja, fumando un celtas. Tenía buen aspecto, como si por él no pasaran los años.   
–¿Qué carajo quieres?
–Le he llamado para que me desvele un secreto que sólo usted y su hijo conozcan. Sólo así conseguiré que me crea y se quede. Ande, Leónidas, piense un poco.
–¿Por qué habría de decírtelo?
Reconozco que la pregunta me desconcertó.
–Caray, Leónidas –dije al fin cuando conseguí reaccionar– siempre me porté bien con usted. Le atendí hasta el último día, le traté a cuerpo de rey, si hasta le tenía preparada su tilita todas las noches después de cenar para que durmiera tranquilo.
–Pero la preferida era tu tía Luisa.
Le hubiera mandado a freír espárragos. La de veces que me hizo recalentarle la  dichosa infusión porque si no llegaba abrasando a la mesa se negaba a tomarla. Pero si quería conseguir mi objetivo debía callarme.
–Vuelve mañana e igual te lo cuento.
Estaba claro que el puñetero viejo no parecía dispuesto, de primeras, a dar su brazo a torcer y mañana, si no hacía algo, Leo estaría a miles de kilómetros de distancia. Iba a replicarle cuando me di cuenta que había desaparecido.
Pasé el día siguiente deambulando de acá para allá con un humor de perros. Mi marido había sacado todas sus pertenencias del armario y tenía la maleta en la entrada. Por primera vez me arrepentía de hablarles a los muertos y de haberles hecho tantos favores a los vivos. Ser mediadora entre unos y otros no era tarea fácil y así me pagaban. Además, lo que menos me apetecía era tener que invocar de nuevo al viejo, pero a medida que pasaban las horas, me daba cuenta de que no me quedaba otra si quería remediar lo que a todas luces parecía irremediable. Así que al oscurecido me metí en su cuarto, me eché en la cama, repetí la operación del día anterior. 
–Leónides, si está aquí manifiéstese.
Pero no venía. Y en el fondo yo sabía que era la causante de ello. Siempre que invocaba a los muertos de mala gana éstos se negaban a aparecer y mi predisposición aquella tarde no podía ser más negativa. Así que intenté recodar algún gesto bueno que hubiera tenido el viejo en vida y me vino a la cabeza lo gracioso que estuvo el día que Leo y yo nos casamos, bailando jotas en la pista “la gramola” con un clavel rojo en los labios, después de beberse él solo dos botellas de vino tinto. Fue la única vez que le vi reírse. Y bromear. Y hasta contar chistes verdes.
–No te pases –le oí decir– lo de los chistes verdes nunca ocurrió.
Abrí los ojos y allí estaba, en su sillón de paja, tan pichi, mirando tan tranquilo cómo ascendían hacia el techo las volutas de humo del cigarro que acababa de encender.
Me senté en la cama. Le zarandeé.
–Ande, abuelo, ayúdeme, porque esta vez va en serio que se larga. Si no me echa una mano, la verdad, no sé qué voy a hacer.
–A cambio has de hacer algo.
–Estoy dispuesta a hacer lo que me pida.
–Plantar tomates en el invernadero y llevármelos a la tumba el día de los santos, en vez de esas margaritas amarillas tan horribles que siempre me pones y que me dan repelús sólo verlas.  
Es verdad que los tomates eran su comida favorita. Nunca vi a nadie que le gustaran tanto. Y después de todo no era nada del otro mundo lo que me pedía.
–Hecho.
–Y cuando se pudran los repones.
Ya me parecía a mí que no podía ser tan fácil. Así que me iba a tener de zascandil todo el año yendo y viniendo al cementerio.
–Claro, los repongo.
–Ah, otra cosa…
¿Qué coños  quería ahora?
–No quiero que vuelvas a incordiarme y menos con chorradas.  
–No son cho…Está bien, prometido. 
–Júralo.
–Lo juro, abuelo, lo juro.
–Y deja de una vez por todas de llamarme abuelo, ¿no sabes, después de tantos años, que no me gusta? Si es que pareces medio tonta. 
Me revolví en la cama, sin atreverme a replicar, esperando su confesión.  
–A su hermano gemelo –dijo con voz cavernosa tras una larga pausa– no lo disparé yo en la cuadra por accidente, lo hizo Leo, a los pocos días de saber que había sido admitido para estudiar en el seminario y que a él, en cambio, le habían rechazado. Claro que nadie lo supo. Ni siquiera su madre. 
­–¿Pero cómo?...No es posible...
–En realidad es algo tan viejo como la historia de la humanidad. No hace tantos años, aunque tú todavía no habías nacido, vi matarse en la guerra hermanos con hermanos. ¿Sabes de lo que te estoy hablando? Vi cosas horribles entonces.
Asentí con la cabeza. La historia de Caín y Abel cien veces repetida. Ahora entendía por qué en casa nunca se hablaba de ese disparo, supuestamente accidental de escopeta, que acabó con la vida de ese niño de once años que me miraba sonriente en la foto, comida por el tiempo y la carcoma, de la mesita de noche. Leo estaba a su lado con el semblante serio. Su padre les sujetaba a ambos por los hombros.
–Dile de mi parte que yo ya le he perdonado y que no se culpe más.  Después de todo son cosas que pasan. Y a ti, mujer, te voy a dar  un consejo si no quieres que tu matrimonio se vaya al garete, aunque tú verás que haces: deja a un lado a los muertos y dedícate a los vivos.  Ah, y ya sabes, no me vuelvas a incordiar.  
El viejo desapareció. Al quedarme sola también comprendí la aversión que Leo sentía siempre hacia los muertos y lo que tuviera que ver con el pasado. Y todas las piezas, como si de un complejo puzle se tratase, me encajaron. Todas menos una. Porque jamás, ni en la peor de mis pesadillas, hubiera imaginado que mi marido fuera capaz de una atrocidad así. Me daba cuenta que todos esos años había compartido mi vida con un extraño.
Leo apareció a la hora de la cena y le solté la conversación con su padre.  Él, agarrado a mis rodillas, lloraba como un niño. Pero yo ya había tomado una decisión. Le haría caso al viejo. Cuando al día  siguiente la tía Luisa llamase a la puerta no le abriría, por mucha tía Luisa que fuese. Durante una temporada muy larga no les abriría la puerta a ninguno de ellos pues me iría muy lejos, donde ni los muertos ni los vivos pudieran encontrarme.

Publicado en "Los cinco de Trasrey y otros relatos", Fundación Fermín Carnero, año 2012.
Foto Miguel A. Paramio Rodríguez. 





lunes, 15 de octubre de 2018


Mi madre



-Hijo, ¿no es muy delgada?
–¿Delgada?
–No sé,  muy menuda,  poca cosa para ti.
Supongo que Inés, la chica de apariencia frágil de Dimangos con la que salía hacía unos meses y por la que había aceptado el puesto de químico en la cooperativa de vinos de mi pueblo, era muy poca cosa comparada con mi madre. Pero yo creo que ni Inés ni ninguna otra mujer más fuerte le hubieran parecido bien a ésta, para quien el pequeño mundo a dos que se había construido durante años se desbronaba como tierra reseca entre las manos.
 Mi madre, que había quedado viuda muy joven, trabajó toda su vida en las tareas más duras del campo, entresacando o esculando remolacha, arrancando lentejas y garbanzos, trillando, respigando, atropando la vid o cortando la uva. La única vez que le oí lamentarse fue una noche, siendo yo muy pequeño, en la época de vendimia. Acabábamos de cenar y pegada a la lumbre zurcía unos calcetines de lana mientras en la mesa yo hacía los deberes. Entonces me pidió que le acercara un vaso de agua con mucha azúcar para las agujetas. Entre sorbo y sorbo me dijo con media sonrisa, casi excusándose: “Hoy, hijo, tienes sólo la mitad de tu madre aquí, la otra mitad quedó en el campo”.
Llevaba un año saliendo con Inés cuando un día le dije:
–Madre, me caso.
Ella, que en esos momentos tejía un jersey de lana, detuvo el movimiento de sus agujas. Me miró por encima de sus lentes.
–¿Estás seguro?
–Seguro, madre, como no lo he estado en toda mi vida.
Nos miramos fijamente, midiendo fuerzas. Yo, por mi parte, estaba decidido a seguir adelante, con su consentimiento o sin él
–Con la escuchimizada esa de Dimangos, supongo. Mira que ir a buscar novia a un pueblo más pequeño que el tuyo.
–Madre –la reprendí.
Y mientras volvía a su labor añadió:
–En ajuar te llevas media docena de sabanas que mandé bordar con tus iniciales, dos mantas del Val de San Lorenzo, una docena de mudas, toallas, trescientas mil pesetas…
Enumeraba todas estas cosas que tanto le había costado atesorar sin entusiasmo.
La corté:
–Madre, no es necesario…
–Pamplinas. El dinero lo he ahorrado de lo que me has ido dado desde que empezaste a trabajar y te vendrá bien a la hora de dar una entrada para  una vivienda. El traje y los invitados los pago yo, que aunque te criaras sin padre, nunca nos ha faltado de nada.  
Era verdad. Mi madre había comprado cuatro vacas de leche y, un poco al tum tum, después del trabajo a jornal en el campo empezó a elaborar y vender unas quesas que le quitaban de las manos y que permitieron no sólo  sacarme adelante, sino darme estudios.
–Ahora bien –levantó la vista de la labor y me miró detenidamente—nada de cenas de pedida. Los detalles de la boda los arregláis vosotros y a mí me decís lo que sea.
Hicimos una ceremonia sencilla a la que sólo asistimos los familiares más allegados. Mi madre fue la madrina. Llevaba un traje negro de brocado y un velo de tul en la cabeza, a la manera antigua. Todo el rato estuvo seria. A la salida de la iglesia, mientras los invitados tiraban arroz, se colocó al lado de sus primas, Ángela y Bibi, que ese día estaban muy elegantes. Cuando nos acercamos a darles un beso y Bibi comentó lo guapa y fina que estaba la novia, y lo contenta que podía estar mi madre con mi elección, ella puso mala cara.
Este gesto de severidad tampoco le pasó desapercibido a mi mujer, que en la comida me dijo:
–Tu madre no me quiere, Carlos.
–No te preocupes, Inés, te querrá. Dale tiempo al tiempo.
Miré a mi madre. Con el tenedor separaba el arroz del marisco, sin probar bocado.  Pero ni yo estaba seguro de ello.
Tras el viaje de novios que hicimos a los Países Bajos nos instalamos en una casa de alquiler a las afueras del pueblo. Inés se acercó un día a la casa de mi madre, portando un cuenco de arroz con leche. Llamó a la puerta y al no obtener respuesta, insistió. Cuál no sería su sorpresa cuando la oyó echar el cerrojo por dentro. Me lo contó más tarde mientras lloraba y se juraba a sí misma no volver a pisar una casa en la que no era bien recibida.
Yo visitaba a mi madre a diario y todos los martes comía el cocido con ella, un cocido buenísimo que hacía a fuego lento en la lumbre. Me estaba sirviendo la sopa con el cazo cuando le pregunté por qué no había abierto la puerta a Inés. Vi que a mi madre, a quien jamás pillé en un renunció, le tembló el pulso y con voz apenas audible contestó que no la había oído. Una mancha amarilla de caldo y fideos se expandió sobre el mantel.
–¿Hasta cuándo vas a estar así, sin aceptar a Inés? Aunque a ti no te guste es mi mujer y la quiero ¿entiendes?
Entonces dijo que le dolía la cabeza y que se iba a echar un rato. 
Dejé de ir por su casa un par de semanas pero al tercer martes volví. Mi madre se puso contenta, no había más que ver cómo le brillaban los ojos. Y me di cuenta que me esperaba porque había echado dos rellenos al cocido, dos alas de gallina, dos trozos de tocino. De la disputa del último día no comentamos nada. Las cosas volvieron a la normalidad pero jamás preguntaba por Inés y si yo le hacía alguna alusión o hablaba de lo que habíamos hecho juntos guardaba silencio. Mi madre había levantado, entre ella y mi mujer, un muro infranqueable que no dejaba que nadie, y mucho menos yo, traspasáramos.
Un día al visitarla la encontré tirada en el suelo de la subida al desván. Había ido a coger una manta y al intentar bajarla se cayó con ella encima. No podía ponerse en pie y se ahogaba. Como pude la arrastré a su cuarto y la senté en una silla. Apenas podía respirar y se quejaba de dolor. Llamé a Inés y le dije que trajera el coche. Vino enseguida. Cuando oyó que queríamos llevarla al hospital se negó en rotundo. “Dejarme morir en mi casa”, repetía. Entre los dos la bajamos a la planta inferior. Mientras la transportábamos Inés, que llevaba todo el día revuelta, ahogó una arcada y se llevó la mano a la tripa. Nos detuvimos un momento, mientras la sujetábamos por los brazos, hasta que Inés se repuso. Como pudimos la metimos al coche. A mi madre la ingresaron en el hospital. De madrugada, mientras volvíamos a casa, Inés me confesó que estaba embarazada de mes y medio. Era una noticia estupenda. A pesar del frío que ya empezaba a hacer, abrí la ventanilla del coche y lancé gritos de alegría. Sólo lo sabíamos los dos y de momento no quería que se difundiera la noticia. “Por lo que pueda pasar”. “¿Qué va a pasar, mujer? No puede pasar nada”, le dije mientras con la mano libre le acariciaba la tripa todavía incipiente. “A tu madre tampoco. Prométemelo”. “De acuerdo, Inés, pero algún día habrá que anunciárselo”. “Algún día”, contestó, acariciándome la mano que acariciaba su regazo.
El médico me explicó que mi madre se había incrustado un par de costillas en el pulmón y que estaba desorientada, algo normal en personas que han pasado varias horas caídas pero que con el tiempo solía remitir.
Estaba sola en una habitación con mucha luz. “Mi niño”, dijo en cuanto me vio asomar por la puerta. Nunca, ni de pequeño, me había llamado así.
Para comprobar hasta qué punto coordinaba le pregunté por el mes en qué estábamos.
–Es abril –contestó muy segura de sí.
–No, madre, estamos a finales de septiembre.
–Ah, sí, es verdad hijo, la temporada de vendimia. La cantidad de cuartas que vendimié yo con Tomasín “el de la fragua”. Y no es que yo lo diga, pero éramos los más rápidos, siempre íbamos a la cabeza del lineo. Todos los jornaleros nos matábamos para ir a vendimiar para don Don Teófilo, que era el amo que mejor nos trataba, había que trabajar pero sin reventarse y hasta nos dejaba llevar unos racimos de uva a casa. La vuelta era lo mejor, subidos al carro, mientras cantábamos “De quién es esa cuadrilla, cuadrilla de tanto rumbo, es la cuadrilla de don Teófilo, que lleva la sal del mundo”. Un año, no se me olvida…
Intenté traerla al presente.
–Madre, ahora la vid se planta por el sistema de espaldera, ya no hay que agacharse para coger los racimos. Además hay máquinas que sin intervención del hombre recogen la uva…
–-Pamplinas –me cortó mi madre ásperamente, mientras miraba un punto infinito de la pared inmaculada.
Podía haberle replicado. Pero no lo hice. Veía que mi madre se estaba haciendo mayor. Además estaba en un medio extraño, lejos de su casa, de sus cosas. No. No iba a contradecirla. No iba a sacarla de un mundo que sólo pervivía en su memoria agujereada.
Pero una vez más subestimaba su sabiduría natural. Una sabiduría que, desde luego, no estaba en las horas de estudio frente a los libros, ni en las aulas de la universidad, ni en un laboratorio rodeado de decantadores y pipetas.
Tras un interminable silencio dijo ya sin acritud, sin pizca de resentimiento, como hablando para sí:
–Cuando vuelvas me traes una madeja de perlé y cinco agujas cortas.
–Pero madre.
–Voy a ver si atino a hacer unos patucos. El perlé blanco, por si acaso, aunque yo creo que lo de Inés —era la primera vez que pronunciaba su nombre—  fíjate, va a ser niño.

Publicado en la revista anual de Gordoncillo, año 2009, y en el libro "Los cinco de Trasrey y otros relatos", año 2012.

domingo, 9 de septiembre de 2018


STRIPTEASE


Me desnudo,
sí,
me desnudo,
porque no se puede estar en misa y repicando,
porque razones elementales me sostienen,
porque me sale como un modo de ser y de estar en el mundo,
porque no hay nada que exponga que quiera ocultar.

Me desnudo integralmente
y a conciencia,
lento,
a mí me gusta lento.
Me importa un rábano
exponer mi desnudez tan pálida,
desprovista, tal vez, de gracia,
y dos la mofa de los silenciosos del mundo,
de los callados de puertas para fuera,
de los que nadan y guardan la ropa
bajo cualquier tálamo
y al menor signo de alarma
la vuelven a sacar.

Me desnudo de palabras, claro,
libre de comas,
y otros signos de puntuación,
porque cuando lo hago  
saco un ramillete de amapolas a flor de piel,
porque me gusta la intemperie
de las noches de finales de verano como ésta,
pero sobre todo porque al pasar del silencio a la palabra
las cosas cambian
y ya no son lo mismo.

Pero no se equivoquen los insaciables buitres
a los que les gusta escarbar en las heridas ajenas
pensando que lo hago gratuitamente,
ni que esto es un dos por cincuenta euros,
como vi en un papelín en el parabrisas de un coche
esta misma mañana
ofertando el mercado de saldo
 de la carne.

Por más razones me desnudo supongo…
El caso es que nadie impedirá 
que despoje unas veces de harapos,
otras veces de tules,
mi corazón.


domingo, 4 de febrero de 2018



DomestiKa





















Nadie tiene a nadie después de todo,
Y las cosas
Más que rectilíneas
Resultan al final oblicuas.
Eso pienso
Mientras quitó las agallas al pescado,
Y escucho el zumbido casi insostenible del robot que barre.
Es  mediodía de un febrero inusitado en la ciudad: 
Nieva.
Pienso,
Ahora pienso,
Que las cosas se deben hacer
De una
En una,
Y aunque me aplico a ello,
En serio que me aplico,
En el preciso instante en el que paso mi yema por la agalla del salmonete  
Me asalta la certeza de que no queda pasta
Y voy y apunto
Precipitadamente
En el papel cuadriculado de la lista de la compra
Que sirve también como borrador improvisado
De este poema,
O lo que sea.
Mi cabeza es una locomotora,
Pero estoy segura de que el mundo no valdría nada sin poesía,
Eso súbito e irracional que nos emerge 
Mientras hacemos otras cosas. 

4/2/2018