viernes, 27 de mayo de 2016



Diario de un jornalero en tiempos difíciles

 


Todos los hombres (y mujeres) tienen el mismo derecho a sentarse en la misma mesa. 
Cita de O.Wilde con la que Abel Aparicio clausuró el acto del 15/4/16 en la Ergástula de Astorga con motivo de las IX Jornadas Republicanas. 



23 de junio de 1935
Nos machacan, nos machacan, es verdad, nos hacen trabajar de sol a sol por un sueldo de miseria que no nos llega ni para darle de comer a nuestros hijos. Hoy nos hemos reunido en la Casa del Pueblo y el Presidente cree que la única solución es unirnos y hacerle presión al amo, al dueño de la tierra. También ha  hablado, ahora que empieza la siega, de ir a la huelga, pues si no hay brazos que trabajen, ¿quién va a cortar el cereal? Y lleva razón, ahora es el momento, ahora o nunca ¡Qué hombre el Presidente de la Casa del Pueblo! Leal, comprometido, metido a estos berenjenales sin necesidad, porque, ¿quién le manda a él, con su profesión de sastre y una clientela ya hecha, perder de ganar como ésta perdiendo por meterse en política? Ya los señoritos apenas le encargan trajes y los curas del seminario se han buscado a otro para que les haga las sotanas. ¡Eso, decía Quirino cuando al terminar la asamblea nos hemos vuelto a casa juntos, sí que tiene mérito, eso, lo sabe hasta el más majo, no lo hace cualquiera! Y es verdad.

25 de junio de 1935
Hoy nos hemos vuelto a reunir en la Casa del Pueblo y no sé, pero cinco días de huelga como proponen, cinco días de brazos caídos sin tener que llevarse a la boca… son muchos días. No por mí, ya ves tú que me importa a mí no comer, es por las cinco bocas, las de los cuatro críos y su madre, que hay que mantener. Ya sé que la caja de resistencia algo aliviará, que no va a ser todo nada. Pero aun así, cinco días, uno detrás de otro, son muchos días.

 26 de junio de 1935
La huelga va para adelante, se piden seis pesetas y una jornada laboral de ocho horas frente a las cuatro que cobramos ahora y la jornada de sol a sol que venimos haciendo. Así se lo he soltado a la Rori cuando he vuelto hoy de la asamblea. Estaba zurciendo unos calcetines y al oírlo ha dejado de coser y ha puesto el grito en el cielo. “Eres un inconsciente, mira que te digo que no te signifiques, ¿No te das cuenta de que son ellos, los amos de la tierra, los que tienen la sartén por el mango? ¿No ves que cuando vayas a la plaza a vender tu mano de obra tomarán represalias y te dirán…, bueno es Porfirio, el capataz, no eras tú de los que fuiste a la huelga? Y cuando eso ocurra, que ocurrirá, si no al tiempo, comeremos de las que rugen”. “¿Si no nos defendemos nosotros, mujer”, le he replicado, “quien lo va a hacer?, ¿cómo crees que se logran las mejoras sociales sino es luchando? No hay que bajar la guardia ni dejarse pisar, en la unión esta la fuerza”. Poco a poco hemos ido subiendo la voz y cuando nos hemos querido dar cuenta Luisín, de dos meses, estaba llorando. La Rori ha ido al cuarto, le ha sacado de la cuna y ha venido con él en los brazos. “¿Has visto lo que has conseguido? ¡Con lo que me costó dormirle! “Menos ideales y menos sueños, y menos pájaros en la cabeza, ¿verdad chiquitín?” Y me que quedado callado sin saber que decir pues mientras le acunaba y le hablaba, ahora suave, bajito, con voz como de terciopelo, vi que ella, ella, también lloraba.

28 de junio de 1935
Cinco de la madrugada y sin pegar ojo pues sigo sin saber qué hacer, y esta noche cuando terminemos la jornada nos volvemos a reunir en la Casa del Pueblo y por fin se decide. Si por mí fuera tiraría para adelante, pero no estoy solo y nosotros, los pobres, no tenemos remanente del que tirar, no como ellos, con las paneras llenas de trigo y las alacenas bien repletas de mantecas y de chorizos de la matanza. Lo dice la Rori y es verdá, nosotros, los pobres, no tenemos más que las manos para trabajar y si el trabajo falla, o sí vamos a la huelga, como es el caso que se dirime hoy, no comemos. Pero tampoco puedo quedar como esquirol. Joder, que dura es la vida y en que aprietos nos pone a veces. Me gustaría, en estos momentos me gustaría, tener el arranque y la fuerza y la decisión que tienen algunos, pues lo peor, lo peor de todo es esta indecisión que me carcome. Y no me duerno y me queda una dura jornada por delante, y rehostia, tampoco amanece.

28 de junio, horas más tarde.
La Casa del Pueblo estaba llena a rebosar y hemos sido una gran mayoría, ciento treinta brazos en alto, los que hemos secundado la huelga. Luego ha habido Vivas, y puños en alto, y consignas a favor de la clase obrera. Estoy contento, cagüen ros, todos unidos frente al capital no es, no puede ser, un sueño, todos unidos no puede salir mal, todos unidos… lo conseguiremos. 


NOTA: Historia de ficción que pertenece a la realidad y que pretende homenajear a ese gran hombre y luchador por los derechos de los trabajadores que fue Falconerín Blanco Fernández, Presidente de la Sociedad de Trabajadores de Valderas, León. Publicado por Astorga-Redacción en el contexto de las celebración del 85 aniversario de la República.

domingo, 8 de mayo de 2016




Legumbre esencial
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-Si las quieres las comes y si no las dejas -oí que decía la voz burlona de mi hermano. 
-¿Cómo que las deja? -replicaba mi madre con severidad- De eso nada, las tiene que comer, tienen mucho hierro y ella anemia. Ha dicho don Telesforo que son mejor que todas las pastillas juntas. Así que venga, no se hable más.
-Pero no me gustan. 
Mi madre se arremangaba, cogía la cuchara y me las metía a la boca. Mi hermano no paraba de reír.
-Pues que sepáis -protestaba yo ya débilmente entre hipidos- que cuando sea mayor jamás las comeré.
Había encontrado aquel restaurante español por casualidad y en el menú me llamaron poderosamente la atención las lentejas estofadas que se anunciaban en el primer y único plato. Llegaron humeantes a la mesa y mientras esperaba a que se enfriaran, me di cuenta del giro que desde que empecé a trabajar en la agencia de periodismo había dado mi vida. Miles de lugares recorridos, miles de reportajes hechos, y muchos, como el de ahora, en medio del horror indiscriminado. Por eso el olor familiar de las lentejas me sirvió durante unos instantes de abrigo, de refugio, de trinchera. Asiendo la cuchara de peltre, me entregué a ellas como quien se entrega al paraíso perdido de la infancia.





martes, 3 de mayo de 2016



A qué huelen los sueños

Y fue tanta la inmensidad del mar, tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. Cuando por fin consiguió hablar pidió: “Ayúdame a mirar”.
Galeano


Llegué al pueblo en el año 32 con mi plaza recién estrenada de maestra y la ilusión de enseñar a los niños a leer y a escribir, a hacer cuentas, pero también a mostrarles que más allá de la planicie de sus tierras había otro mundo, otras formas de vida, otras realidades, otras formas de pensar, y un pasado, claro está, del que todos proveníamos. Fue así como cuarenta chavales, entre niños y niñas, asimilaron eso que se llama saber y que nos hace más libres.   
También pensé que debían aprender a organizarse. E hicimos la biblioteca escolar formada por los propios alumnos, y con ayuda de unos cuantos socios protectores y una rifa que se hizo en Navidad, compramos libros tan esenciales como “Las fabulas de la Fontaine”, “Los cuentos de Perrault”, “La Cabaña de Tom”, “La divina comedia”, “La Iliada y la Odisea”, o “El lazarillo de Tormes”. Eran dos editoriales, lo recuerdo muy bien, Calleja y Araluce, las que nos suministraban los textos que sin salir del aula nos permitieron con la imaginación navegar a Itaca, alcanzar América, descender al infierno de Dante, o transitar por los lupanares de la picaresca española.
Al final de curso representamos en la Casa del Pueblo recién estrenada el “Adiós, Cordera” de Clarín. El público formado por los chavales de la escuela, pero también por buena parte de la gente del  pueblo, aplaudió entusiasmado.
Tal fue el éxito de obra y las felicitaciones recibidas, que se me ocurrió que quizá los mayores quisieran aprender. E iniciamos, pasado el verano, una clase con media docena de hombres y de mujeres a los que con el tiempo se fueron sumando algunos más.
Fue admirable y para mí una de las mayores satisfacciones como docente ver como después de dejar las duras tareas del campo, cansados,  pero aseados y curiosines, se entregaban diariamente y con puntualidad férrea a un conocimiento que hasta ese momento les había sido vetado.   
El día que desplegué una lámina con los músculos del cuerpo humano en su versión masculina y femenina, algunos alumnos se ruborizaron. Les tuve que aclarar que un cuerpo desnudo no es ofensivo sino algo natural como un roble o una piedra. “Por ahí” dijo Pepín señalando con el dedo el vientre femenino “vienen los niños y hay alguna que desde luego no para de hacerlos”, y ahora miraba a Pacita que con 23 años tenía tres hijos y esperaba el cuarto. Algunos alumnos varones rieron. Pacita, la cabeza gacha, estaba roja como la grana. Recriminé a los graciosos, les dije que tener un hijo era cosa de dos, y que además había forma de controlar los embarazos no deseados. Me miraban con los ojos como platos cuando les expliqué que en el ciclo de la mujer, de treinta días, era hacía la mitad de éste donde radicaba el mayor riesgo de embarazo, aconsejándoles evitar las relaciones sexuales esos días. 
“Pero Don Tirso, el cura, nos dice que los hijos son un regalo de Dios y que hay que recibir a todos los que vengan”, ahora hablaba Luisa, una muchacha apocada, seria, algo triste. “Bueno, los curas necesitarían recibir de vez en cuando clase de ciencias naturales y ver más de cerca lo que se cuece en las economías domésticas”. Algo de esto le debió de llegar a don Tirso pues desde ese día, él que era generoso en saludos, ni me miraba cuando a veces, por razón del cargo, coincidíamos en actos públicos.  
Pero no solo yo les enseñaba. Ellos también a mí, a hacer el pan, a zurcir, a repasar, a hilar, a hacer quesas con el cuajo de la leche de las vacas, aunque ellos decían que estas cosas no eran importantes. Son las letras, señorita, y los números, lo que de verdad tiene ciencia. Qué equivocados estaban al no apreciar esa sabiduría de antiguo, esos conocimientos trasmitidos de generación en generación.
Un día, recuerdo que era sábado, desplegué una lámina del mar, y al verlo Pepín, que era el más extrovertido, exclamó: “¡Azul y con puntillas!”. “No”, aclaré, “es la espuma, el bálago de las olas”.
Surgieron infinidad de preguntas: ¿Cómo es el mar?, ¿A qué sabe?, ¿Cuánto pesa?, ¿Cómo es de largo?, ¿Qué son olas? El mar es inmenso, les dije, y está frío, al menos el del norte, que es el que yo conozco, y suena… ¿os acordáis que el otro día hablamos del sonido del corazón, con su sístole y diástole? Pues así suena, como un corazón que no se para nunca, ni siquiera de noche, cuando todos descansamos.
¿Y a qué huele el mar, señorita? El mar huele a algas, a peces vivos. Sus miradas de desconcierto me hicieron caer en la cuenta de que los únicos pescados que llegaban a esas tierras de interior eran el bacalao y las sardinas arenques.
No pude pegar ojo esa noche pensando en ese olor que no les podía describir ni comparar con nada y se me ocurrió, ya casi de madrugada, solicitar un autobús a la Diputación para ir a verlo. ¡Qué alegría cuando me llegó la carta con el permiso concedido para que mis alumnos pudieran conocer el mar, tocarlo, olerlo, bañarse en él, oírlo, sentirlo!
La mayoría del grupo de mayores trabajaban y no podían dejar de hacerlo, así que al final solo fuimos ocho adultos y una treintena de chavales. Salimos muy temprano y tardamos ocho horas en llegar a la playa de Salinas. Cuando llegamos había niebla cerrada que poco a poco fue abriendo. De una forma natural y como si las olas les susurraran, “venid, acercaros”, los chavales se quitaron los calcetines, los zapatos, los pantalones, los jerseys, y se metieron en el agua con el calzón solo. Las chicas lo hicieron en combinación. Estaba fría y gritaron, y corrieron, y saltaron, y se mojaron entre ellos. Cuando se cansaron de jugar se pusieron a coger quisquillas y lapas y mejillones en las rocas. Y más tarde a observar a los pescadores lanzando sus cañas a lo lejos. Los mayores, en cambio, renuentes y tímidos, se acercaron al mar con cautela no exenta de asombro. Pero a medida que iban tomando contacto con la arena también a los adultos se les iba quitando el pudor y la vergüenza. Ver a esos adultos que jamás habían salido de su pueblo mirar extasiados el mar es algo que no se puede describir con palabras, tampoco olvidar.
Como recuerdo de aquel día, rellenamos botellines con el agua de mar y con arena, cogimos algas y una buena colección de crustáceos. Y durante algún tiempo, semanas, hablamos en clase de la riqueza del mar, de su cultura, de la forma de vida de sus habitantes que ahora eran un poco nuestros, pues los comprendíamos mejor.  
Jamás olvidaré, por mucho tiempo que pase, la descripción que hizo Luisa, la muchacha apocada y seria, a la que por primera vez le reían los ojos, del mar. Dijo que olía a maravilla, a horizonte, a azul, a verde, a primavera, a brisa, a libertad, a flor, a gaviotas, a abrazo, que el mar olía al olor de los sueños. Y es que Luisa, sin saberlo, estaba haciendo poesía y metáfora.
Lo que vino después fue tan terrible y oscuro y largo que nos hizo llegar a pensar que aquel tiempo vivido no existió, que fue tan solo un espejismo.  

Pero no. ¿Ve el botellín, muchacho, encima de la trébede? Es arena de la playa de Salinas. Puede cogerlo y sacarle foto, si quiere, para su artículo,  ese botellín  es prueba irrefutable de que lo que le cuento ocurrió, de que lo que le cuento es tan real, muchacho,  como los miles de granitos de arena que contiene.  





Nota: Relato acerca de los sueños y aspiraciones de una maestra que me publica Astorga-Redacción el 28/4/2016, leído el 15/4/2016 durante las IX Jornadas celebradas por el Ateneo Republicano de Astorga, que bajo el lema "Fue como un sueño" rememoran los 85 años de ese momento histórico de la II República española. 

domingo, 1 de mayo de 2016

Elogio a una madre en el día de la madre pero podía ser en cualquier otro día





Miro a mi alrededor y contemplo las pequeñas cosas que protegen mi alma de la intemperie. Aquí están esas cosas, sucediéndose una detrás de otra como si las hubiera convocado, pero no, en realidad siempre han estado delante de mis ojos: las sombras que a las nueve y cinco se perfilan bajo la mesa de comedor, el envés robusto de sus cuidadas plantas, los tapetes ribeteados que protegen la madera de los perennes y cotidianos adornos, -marcos de fotos, cenicero o loza-, el cuadro de petit point representando una cacería inglesa, la bailarina de porcelana ataviada con el vestido de vuelo y tul que le confeccionó, hasta el mandil  reciclado que reposa en la silla, y, por supuesto, ese olor único, reconocible y familiar que rodea cuanto rodea a la casa-útero… Me asomo a la ventana, miro el corral, el zócalo gris que acaba de pintar, pues año tras año por estas fechas remoza la casa, encala sus paredes; contemplo las lechugas que le ha dado por sembrar en calderos y que seguro, seguro, fructificarán, visualizo el lilar preñado de lilas. Y en cada cosa que miro la veo a ella, artesana de lo doméstico, que se empeña en hacer, hacer siempre, hacer de la nada.

Esa es mi madre, silenciosa, parca en palabras, austera, recia, pero siempre, aún en sueños, sumando. Sabe mejor que nadie el poder que se oculta tras el silencio, y que en el no decir aún está la posibilidad. Y cuando todo parece que se desmorona y derrapa y no hay por dónde cogerlo, y a los demás nos invade la desesperación, la duda, la impotencia, o el desánimo, Ella, mi madre, impone su voz callada y su cordura -como si ambas hubieran estado agazapadas en su interior, esperando el momento, hay que hacer las cosas bien para que salgan regular- y venciendo los miedos, ella también los tiene, nos coge de la mano y  nos conduce implacablemente hacia adelante y sigue, sigue sumando.