Elogio a una madre en el día de la madre pero podía ser en
cualquier otro día
Miro a mi alrededor y contemplo las pequeñas cosas que protegen
mi alma de la intemperie. Aquí están esas cosas, sucediéndose una detrás de
otra como si las hubiera convocado, pero no, en realidad siempre han estado
delante de mis ojos: las sombras que a las nueve y cinco se perfilan bajo la
mesa de comedor, el envés robusto de sus cuidadas plantas, los tapetes
ribeteados que protegen la madera de los perennes y cotidianos adornos, -marcos
de fotos, cenicero o loza-, el cuadro de petit point representando una cacería
inglesa, la bailarina de porcelana ataviada con el vestido de vuelo y tul que
le confeccionó, hasta el mandil reciclado que reposa en la silla, y, por
supuesto, ese olor único, reconocible y familiar que rodea cuanto rodea a la
casa-útero… Me asomo a la ventana, miro el corral, el zócalo gris que acaba de
pintar, pues año tras año por estas fechas remoza la casa, encala sus paredes; contemplo
las lechugas que le ha dado por sembrar en calderos y que seguro, seguro,
fructificarán, visualizo el lilar preñado de lilas. Y en cada cosa que miro la
veo a ella, artesana de lo doméstico, que se empeña en hacer, hacer siempre,
hacer de la nada.
Esa es mi madre, silenciosa, parca en palabras, austera, recia,
pero siempre, aún en sueños, sumando. Sabe mejor que nadie el poder que se
oculta tras el silencio, y que en el no decir aún está la posibilidad. Y cuando
todo parece que se desmorona y derrapa y no hay por dónde cogerlo, y a los
demás nos invade la desesperación, la duda, la impotencia, o el desánimo, Ella,
mi madre, impone su voz callada y su cordura -como si ambas hubieran estado
agazapadas en su interior, esperando el momento, hay que hacer las cosas bien para que salgan regular- y venciendo
los miedos, ella también los tiene, nos coge de la mano y nos conduce implacablemente hacia adelante y sigue,
sigue sumando.
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