martes, 3 de mayo de 2016



A qué huelen los sueños

Y fue tanta la inmensidad del mar, tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. Cuando por fin consiguió hablar pidió: “Ayúdame a mirar”.
Galeano


Llegué al pueblo en el año 32 con mi plaza recién estrenada de maestra y la ilusión de enseñar a los niños a leer y a escribir, a hacer cuentas, pero también a mostrarles que más allá de la planicie de sus tierras había otro mundo, otras formas de vida, otras realidades, otras formas de pensar, y un pasado, claro está, del que todos proveníamos. Fue así como cuarenta chavales, entre niños y niñas, asimilaron eso que se llama saber y que nos hace más libres.   
También pensé que debían aprender a organizarse. E hicimos la biblioteca escolar formada por los propios alumnos, y con ayuda de unos cuantos socios protectores y una rifa que se hizo en Navidad, compramos libros tan esenciales como “Las fabulas de la Fontaine”, “Los cuentos de Perrault”, “La Cabaña de Tom”, “La divina comedia”, “La Iliada y la Odisea”, o “El lazarillo de Tormes”. Eran dos editoriales, lo recuerdo muy bien, Calleja y Araluce, las que nos suministraban los textos que sin salir del aula nos permitieron con la imaginación navegar a Itaca, alcanzar América, descender al infierno de Dante, o transitar por los lupanares de la picaresca española.
Al final de curso representamos en la Casa del Pueblo recién estrenada el “Adiós, Cordera” de Clarín. El público formado por los chavales de la escuela, pero también por buena parte de la gente del  pueblo, aplaudió entusiasmado.
Tal fue el éxito de obra y las felicitaciones recibidas, que se me ocurrió que quizá los mayores quisieran aprender. E iniciamos, pasado el verano, una clase con media docena de hombres y de mujeres a los que con el tiempo se fueron sumando algunos más.
Fue admirable y para mí una de las mayores satisfacciones como docente ver como después de dejar las duras tareas del campo, cansados,  pero aseados y curiosines, se entregaban diariamente y con puntualidad férrea a un conocimiento que hasta ese momento les había sido vetado.   
El día que desplegué una lámina con los músculos del cuerpo humano en su versión masculina y femenina, algunos alumnos se ruborizaron. Les tuve que aclarar que un cuerpo desnudo no es ofensivo sino algo natural como un roble o una piedra. “Por ahí” dijo Pepín señalando con el dedo el vientre femenino “vienen los niños y hay alguna que desde luego no para de hacerlos”, y ahora miraba a Pacita que con 23 años tenía tres hijos y esperaba el cuarto. Algunos alumnos varones rieron. Pacita, la cabeza gacha, estaba roja como la grana. Recriminé a los graciosos, les dije que tener un hijo era cosa de dos, y que además había forma de controlar los embarazos no deseados. Me miraban con los ojos como platos cuando les expliqué que en el ciclo de la mujer, de treinta días, era hacía la mitad de éste donde radicaba el mayor riesgo de embarazo, aconsejándoles evitar las relaciones sexuales esos días. 
“Pero Don Tirso, el cura, nos dice que los hijos son un regalo de Dios y que hay que recibir a todos los que vengan”, ahora hablaba Luisa, una muchacha apocada, seria, algo triste. “Bueno, los curas necesitarían recibir de vez en cuando clase de ciencias naturales y ver más de cerca lo que se cuece en las economías domésticas”. Algo de esto le debió de llegar a don Tirso pues desde ese día, él que era generoso en saludos, ni me miraba cuando a veces, por razón del cargo, coincidíamos en actos públicos.  
Pero no solo yo les enseñaba. Ellos también a mí, a hacer el pan, a zurcir, a repasar, a hilar, a hacer quesas con el cuajo de la leche de las vacas, aunque ellos decían que estas cosas no eran importantes. Son las letras, señorita, y los números, lo que de verdad tiene ciencia. Qué equivocados estaban al no apreciar esa sabiduría de antiguo, esos conocimientos trasmitidos de generación en generación.
Un día, recuerdo que era sábado, desplegué una lámina del mar, y al verlo Pepín, que era el más extrovertido, exclamó: “¡Azul y con puntillas!”. “No”, aclaré, “es la espuma, el bálago de las olas”.
Surgieron infinidad de preguntas: ¿Cómo es el mar?, ¿A qué sabe?, ¿Cuánto pesa?, ¿Cómo es de largo?, ¿Qué son olas? El mar es inmenso, les dije, y está frío, al menos el del norte, que es el que yo conozco, y suena… ¿os acordáis que el otro día hablamos del sonido del corazón, con su sístole y diástole? Pues así suena, como un corazón que no se para nunca, ni siquiera de noche, cuando todos descansamos.
¿Y a qué huele el mar, señorita? El mar huele a algas, a peces vivos. Sus miradas de desconcierto me hicieron caer en la cuenta de que los únicos pescados que llegaban a esas tierras de interior eran el bacalao y las sardinas arenques.
No pude pegar ojo esa noche pensando en ese olor que no les podía describir ni comparar con nada y se me ocurrió, ya casi de madrugada, solicitar un autobús a la Diputación para ir a verlo. ¡Qué alegría cuando me llegó la carta con el permiso concedido para que mis alumnos pudieran conocer el mar, tocarlo, olerlo, bañarse en él, oírlo, sentirlo!
La mayoría del grupo de mayores trabajaban y no podían dejar de hacerlo, así que al final solo fuimos ocho adultos y una treintena de chavales. Salimos muy temprano y tardamos ocho horas en llegar a la playa de Salinas. Cuando llegamos había niebla cerrada que poco a poco fue abriendo. De una forma natural y como si las olas les susurraran, “venid, acercaros”, los chavales se quitaron los calcetines, los zapatos, los pantalones, los jerseys, y se metieron en el agua con el calzón solo. Las chicas lo hicieron en combinación. Estaba fría y gritaron, y corrieron, y saltaron, y se mojaron entre ellos. Cuando se cansaron de jugar se pusieron a coger quisquillas y lapas y mejillones en las rocas. Y más tarde a observar a los pescadores lanzando sus cañas a lo lejos. Los mayores, en cambio, renuentes y tímidos, se acercaron al mar con cautela no exenta de asombro. Pero a medida que iban tomando contacto con la arena también a los adultos se les iba quitando el pudor y la vergüenza. Ver a esos adultos que jamás habían salido de su pueblo mirar extasiados el mar es algo que no se puede describir con palabras, tampoco olvidar.
Como recuerdo de aquel día, rellenamos botellines con el agua de mar y con arena, cogimos algas y una buena colección de crustáceos. Y durante algún tiempo, semanas, hablamos en clase de la riqueza del mar, de su cultura, de la forma de vida de sus habitantes que ahora eran un poco nuestros, pues los comprendíamos mejor.  
Jamás olvidaré, por mucho tiempo que pase, la descripción que hizo Luisa, la muchacha apocada y seria, a la que por primera vez le reían los ojos, del mar. Dijo que olía a maravilla, a horizonte, a azul, a verde, a primavera, a brisa, a libertad, a flor, a gaviotas, a abrazo, que el mar olía al olor de los sueños. Y es que Luisa, sin saberlo, estaba haciendo poesía y metáfora.
Lo que vino después fue tan terrible y oscuro y largo que nos hizo llegar a pensar que aquel tiempo vivido no existió, que fue tan solo un espejismo.  

Pero no. ¿Ve el botellín, muchacho, encima de la trébede? Es arena de la playa de Salinas. Puede cogerlo y sacarle foto, si quiere, para su artículo,  ese botellín  es prueba irrefutable de que lo que le cuento ocurrió, de que lo que le cuento es tan real, muchacho,  como los miles de granitos de arena que contiene.  





Nota: Relato acerca de los sueños y aspiraciones de una maestra que me publica Astorga-Redacción el 28/4/2016, leído el 15/4/2016 durante las IX Jornadas celebradas por el Ateneo Republicano de Astorga, que bajo el lema "Fue como un sueño" rememoran los 85 años de ese momento histórico de la II República española. 

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