domingo, 8 de mayo de 2016




Legumbre esencial
.


-Si las quieres las comes y si no las dejas -oí que decía la voz burlona de mi hermano. 
-¿Cómo que las deja? -replicaba mi madre con severidad- De eso nada, las tiene que comer, tienen mucho hierro y ella anemia. Ha dicho don Telesforo que son mejor que todas las pastillas juntas. Así que venga, no se hable más.
-Pero no me gustan. 
Mi madre se arremangaba, cogía la cuchara y me las metía a la boca. Mi hermano no paraba de reír.
-Pues que sepáis -protestaba yo ya débilmente entre hipidos- que cuando sea mayor jamás las comeré.
Había encontrado aquel restaurante español por casualidad y en el menú me llamaron poderosamente la atención las lentejas estofadas que se anunciaban en el primer y único plato. Llegaron humeantes a la mesa y mientras esperaba a que se enfriaran, me di cuenta del giro que desde que empecé a trabajar en la agencia de periodismo había dado mi vida. Miles de lugares recorridos, miles de reportajes hechos, y muchos, como el de ahora, en medio del horror indiscriminado. Por eso el olor familiar de las lentejas me sirvió durante unos instantes de abrigo, de refugio, de trinchera. Asiendo la cuchara de peltre, me entregué a ellas como quien se entrega al paraíso perdido de la infancia.





No hay comentarios:

Publicar un comentario