jueves, 1 de noviembre de 2018


Más allá
–Hoy voy a comunicarme con su padre –al oírme, los ojos algo saltones de mi tía Luisa, lo mismo de saltones que cuando estaba viva, parecía que se iban a salir de las órbitas–. Sí, ya sé que es un viejo intratable, pero necesito su ayuda.
La tía Luisa era la única, de entre todos los muertos que había conocido hasta entonces, que me visitaba a diario. Lo hacía por la mañana, cuando Leo estaba ausente, dando tres o cuatro golpecitos silenciosos en la puerta. Y mientras yo barría la casa, daba mazarrón al suelo, echaba palos a la lumbre o ponía el cocido, charlábamos un rato de nuestras cosas. A ella le confesé que Leo estaba a punto de dejarme porque no soportaba más esa capacidad mía de hablar con los muertos, una capacidad que se me reveló el día que tuve la primera clase práctica de carnet de conducir en la ciudad.
El profesor se puso hecho un basilisco cuando frené en seco delante del paso de peatones:
–Inútil, ¿qué haces que no aceleras?
–¿Y esa mujer coja con un carrito de la compra que nos saluda con la mano?
–¡Qué mujer ni que ocho cuartos!
Entonces me arrebató el volante, pisó el acelerador y la atropelló. 
–Jesús… ¿Se da cuenta lo que acaba de hacer?
No podía dar crédito a lo que veía. Él, en cambio, continuó como si nada.
En la puerta de la autoescuela me esperaba Leo. Cuando le conté lo del atropello soltó una carcajada y, por supuesto, no me creyó. Pero a partir de entonces no había clase que no me llevara a uno y hasta a dos y tres muertos por delante. Y aunque al final renuncié a sacarme el carnet de conducir, ya éstos se me siguieron apareciendo, sentados sobre un fardo de leña, entre los surcos de las patatas, en las ramas del manzano, lanzándome mensajes para los vivos que yo no podía dejar de trasmitir. Me había convertido en la bruja oficial de Nava y eso a mi marido ya no le hizo tanta gracia. Estaba cada día de peor humor, empezó a frecuentar la taberna y a llegar a casa, noche sí y noche también, con un intenso olor a orujo. 
La aparición en el fondo del pozo de Demetrio “el molinero” –que quizá porque se había tirado al río hacía unos meses siempre se me manifestaba a través de las corrientes subterráneas–, revelándome que esa misma tarde iba a ocurrir una desgracia en el monte, fue la gota que colmó el vaso. Llegué sin resuello a la plaza, donde todos los hombres del pueblo se disponían a partir para la caza del jabalí. Les advertí que no lo hicieran si no querían lamentar daños mayores. 
–¿Y tú cómo lo sabes, mujer?
Les empecé a contar lo que me había dicho Demetrio, pero mi marido no me dejó seguir:
–Ya estás a vuelta con tus historias –dijo con la voz llena de odio–. En que hora me casaría contigo…Los muertos muertos y enterraos están, a Dios gracias. Anda, vuelve a casa y quédate allí, que cada vez que abres el pico es para dar la nota. 
Con la moral por los suelos hice caso a mi marido, pero la desgracia, como no podía ser de otra manera, ocurrió. Un jabalí oculto tras unos matorrales embistió contra Quinito, un chaval de ocho años, hiriéndole mortalmente.
Esa noche cuando Leo llegó a casa, más bebido que de costumbre, me soltó que en un par de días hacía la maleta y se iba lejos, donde no tuviera que aguantar más esos inventos míos que eran la comidilla de Nava.
–¿Y lo del niño…lo de Quinito qué? ¿Es que no me crees después de todo lo que he augurado?
–Estás loca de atar –y se largó dando un portazo.
Entonces se me ocurrió. Tenía que invocar al único muerto que no se me había aparecido hasta entonces: su padre. Pero no las tenía todas conmigo. Como muy bien sabía la tía Luisa, el viejo Leónidas se gastaba un carácter del demonio.  
Fue al atardecer cuando me metí en su cuarto y me eché en su cama, encima de la colcha algo amarillenta. La escasa luz que entraba por la ventana me permitía distinguir los pocos muebles que conformaban ese cuarto oscuro, casi monacal, de paredes blancas, sin adornos.
–Leónidas, si está aquí, manifiéstese –invoqué mentalmente.
Repetí la fórmula varias veces en voz alta, sin resultado. El viejo Leónidas no había sido un vivo fácil, así que tampoco lo iba a ser muerto. Y ya estaba a punto de desistir cuando de pronto le vi a mi lado, sentado en su sillón de paja, fumando un celtas. Tenía buen aspecto, como si por él no pasaran los años.   
–¿Qué carajo quieres?
–Le he llamado para que me desvele un secreto que sólo usted y su hijo conozcan. Sólo así conseguiré que me crea y se quede. Ande, Leónidas, piense un poco.
–¿Por qué habría de decírtelo?
Reconozco que la pregunta me desconcertó.
–Caray, Leónidas –dije al fin cuando conseguí reaccionar– siempre me porté bien con usted. Le atendí hasta el último día, le traté a cuerpo de rey, si hasta le tenía preparada su tilita todas las noches después de cenar para que durmiera tranquilo.
–Pero la preferida era tu tía Luisa.
Le hubiera mandado a freír espárragos. La de veces que me hizo recalentarle la  dichosa infusión porque si no llegaba abrasando a la mesa se negaba a tomarla. Pero si quería conseguir mi objetivo debía callarme.
–Vuelve mañana e igual te lo cuento.
Estaba claro que el puñetero viejo no parecía dispuesto, de primeras, a dar su brazo a torcer y mañana, si no hacía algo, Leo estaría a miles de kilómetros de distancia. Iba a replicarle cuando me di cuenta que había desaparecido.
Pasé el día siguiente deambulando de acá para allá con un humor de perros. Mi marido había sacado todas sus pertenencias del armario y tenía la maleta en la entrada. Por primera vez me arrepentía de hablarles a los muertos y de haberles hecho tantos favores a los vivos. Ser mediadora entre unos y otros no era tarea fácil y así me pagaban. Además, lo que menos me apetecía era tener que invocar de nuevo al viejo, pero a medida que pasaban las horas, me daba cuenta de que no me quedaba otra si quería remediar lo que a todas luces parecía irremediable. Así que al oscurecido me metí en su cuarto, me eché en la cama, repetí la operación del día anterior. 
–Leónides, si está aquí manifiéstese.
Pero no venía. Y en el fondo yo sabía que era la causante de ello. Siempre que invocaba a los muertos de mala gana éstos se negaban a aparecer y mi predisposición aquella tarde no podía ser más negativa. Así que intenté recodar algún gesto bueno que hubiera tenido el viejo en vida y me vino a la cabeza lo gracioso que estuvo el día que Leo y yo nos casamos, bailando jotas en la pista “la gramola” con un clavel rojo en los labios, después de beberse él solo dos botellas de vino tinto. Fue la única vez que le vi reírse. Y bromear. Y hasta contar chistes verdes.
–No te pases –le oí decir– lo de los chistes verdes nunca ocurrió.
Abrí los ojos y allí estaba, en su sillón de paja, tan pichi, mirando tan tranquilo cómo ascendían hacia el techo las volutas de humo del cigarro que acababa de encender.
Me senté en la cama. Le zarandeé.
–Ande, abuelo, ayúdeme, porque esta vez va en serio que se larga. Si no me echa una mano, la verdad, no sé qué voy a hacer.
–A cambio has de hacer algo.
–Estoy dispuesta a hacer lo que me pida.
–Plantar tomates en el invernadero y llevármelos a la tumba el día de los santos, en vez de esas margaritas amarillas tan horribles que siempre me pones y que me dan repelús sólo verlas.  
Es verdad que los tomates eran su comida favorita. Nunca vi a nadie que le gustaran tanto. Y después de todo no era nada del otro mundo lo que me pedía.
–Hecho.
–Y cuando se pudran los repones.
Ya me parecía a mí que no podía ser tan fácil. Así que me iba a tener de zascandil todo el año yendo y viniendo al cementerio.
–Claro, los repongo.
–Ah, otra cosa…
¿Qué coños  quería ahora?
–No quiero que vuelvas a incordiarme y menos con chorradas.  
–No son cho…Está bien, prometido. 
–Júralo.
–Lo juro, abuelo, lo juro.
–Y deja de una vez por todas de llamarme abuelo, ¿no sabes, después de tantos años, que no me gusta? Si es que pareces medio tonta. 
Me revolví en la cama, sin atreverme a replicar, esperando su confesión.  
–A su hermano gemelo –dijo con voz cavernosa tras una larga pausa– no lo disparé yo en la cuadra por accidente, lo hizo Leo, a los pocos días de saber que había sido admitido para estudiar en el seminario y que a él, en cambio, le habían rechazado. Claro que nadie lo supo. Ni siquiera su madre. 
­–¿Pero cómo?...No es posible...
–En realidad es algo tan viejo como la historia de la humanidad. No hace tantos años, aunque tú todavía no habías nacido, vi matarse en la guerra hermanos con hermanos. ¿Sabes de lo que te estoy hablando? Vi cosas horribles entonces.
Asentí con la cabeza. La historia de Caín y Abel cien veces repetida. Ahora entendía por qué en casa nunca se hablaba de ese disparo, supuestamente accidental de escopeta, que acabó con la vida de ese niño de once años que me miraba sonriente en la foto, comida por el tiempo y la carcoma, de la mesita de noche. Leo estaba a su lado con el semblante serio. Su padre les sujetaba a ambos por los hombros.
–Dile de mi parte que yo ya le he perdonado y que no se culpe más.  Después de todo son cosas que pasan. Y a ti, mujer, te voy a dar  un consejo si no quieres que tu matrimonio se vaya al garete, aunque tú verás que haces: deja a un lado a los muertos y dedícate a los vivos.  Ah, y ya sabes, no me vuelvas a incordiar.  
El viejo desapareció. Al quedarme sola también comprendí la aversión que Leo sentía siempre hacia los muertos y lo que tuviera que ver con el pasado. Y todas las piezas, como si de un complejo puzle se tratase, me encajaron. Todas menos una. Porque jamás, ni en la peor de mis pesadillas, hubiera imaginado que mi marido fuera capaz de una atrocidad así. Me daba cuenta que todos esos años había compartido mi vida con un extraño.
Leo apareció a la hora de la cena y le solté la conversación con su padre.  Él, agarrado a mis rodillas, lloraba como un niño. Pero yo ya había tomado una decisión. Le haría caso al viejo. Cuando al día  siguiente la tía Luisa llamase a la puerta no le abriría, por mucha tía Luisa que fuese. Durante una temporada muy larga no les abriría la puerta a ninguno de ellos pues me iría muy lejos, donde ni los muertos ni los vivos pudieran encontrarme.

Publicado en "Los cinco de Trasrey y otros relatos", Fundación Fermín Carnero, año 2012.
Foto Miguel A. Paramio Rodríguez. 





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