Convite
Andrés, insólitamente quieto, mira muy
fijo el dintel resquebrajado de la puerta mientras su madre, de rodillas, le
abotona la chaqueta del traje que hoy se pone por primera vez. Nota cómo ésta
tira de las solapas del cuello hacia arriba e intenta encajarle con precisos
toques las hombreras en su sitio. Lleva mucho rato intentando adaptarle el
traje a su cuerpo, un imperdible en el talle, unos cuantos alfileres en los
bajos. Por último le pone, ya anudada, la corbata de seda. Andrés nota que le
oprime el cuello, pero aguanta sin protestar. Está deseando que su madre acabe
de una vez.
Paulina los contempla desde atrás.
–Así está muy bien, Socorro. Le queda
que ni pintado.
–¿Tú crees? –oye decir a su madre, con
un deje de ansiedad en la voz–¿No crees que le queda algo… demasiado grande?
–Y claro, mujer, con esa idea lo diste a
arreglar, para que cuando crezca le siga valiendo.
Andrés escucha un
gemido muy cerca. Desvía la vista del dintel, mira a su madre que se ha tapado
la boca con la mano, que gira la cabeza, esquiva. Entonces contempla su rostro
en la luna del espejo. Ve como se limpia, con los dedos índice y corazón, muy
rápido, las lágrimas.
–No tengas
pesares, Socorro –Paulina pone una mano en el hombro de la madre– es lo mejor
que podías hacer.
–Pero él dejó
dicho… –su madre habla con un hilo de voz.
–A él le habría
gustado –corta tajante Paulina y dirigiéndose al niño–: Y tú, mocoso, arrea a comer a casa de tus
primos, si no quieres llegar a las sobras.
Andrés abandona
el cuarto y sale disparado por la parte de atrás de la casa. En el corral,
colgado de una punta de la pared de adobe, está el viejo tirachinas. Lo coge y
lo mete en el bolso del pantalón mientras escucha a sus espaldas “Andresín, no
te manches”. “Ya sabes lo que te he dicho”. Entorna la puerta de madera medio
caída y sale a la calle. Echa a correr cuesta abajo. El corazón le late con
fuerza. Es el primer pantalón largo
que se pone. Y la primera corbata, que intenta aflojar tirando del nudo, sin
conseguirlo. También la primera vez que le invitan sus tíos a comer en la gran
casona a la que tantas veces ha ido con su madre y sus hermanos más pequeños.
Siempre para lo mismo. Para que les den garbanzos o tocino o unas monedas o un
poco de cisco para el brasero. Su tía
los recibe en ese comedor inmenso, con todos esos muebles y lámparas y
porcelanas y les obsequia con unas cuantas pastillas blancas que a él no le
gustan nada, pues saben a medicina y que traga sin masticar. La última vez que
estuvieron en casa de la tía, hará dos semanas, ésta dijo: “Me traes a Andrés
para el cumpleaños de Luisín”, “Pero Anuncia”, “He dicho que me lo traes y no
se hable más”, “Sabes que con nosotros estás cumpli…”, la tía no le dejó
acabar, “Además, ese día mataremos un pavo. Tú, Andresín, ¿has comido pavo
alguna vez?”. Él negó con la cabeza y la tía Anuncia dijo: “Ves, Socorro, el
niño no ha comido pavo nunca”. “Bueno”, acató la madre.
Y aunque nada
más salir su madre no parecía muy contenta, como si no quisiera que él fuera a
esa comida, de camino pararon en casa del sastre para que el traje que habían
llevado a arreglar hacía unos meses estuviera para ese día. “No sé, Socorro, si
me lo hubieras dicho antes”. Pero al final hubo suerte. Como suerte, piensa
Andrés, es tener unos tíos ricos ellos que son pobres, por si un día tienen un
apuro. Eso le dijo a su madre anoche, cuando ya estaban acostados. “Bueno, la
rica es ella”, había contestado su madre. “Pero el parentesco, en realidad, es
con él. Tu padre y el tío Santos eran hermanos”. “Ahh, ya me parecía a mí”.
“¿Qué?”, “Pues eso, que el tío es …, no sé, más como nosotros”, “Anda, deja de
decir bobadas y duérmete que vas a despertar a tus hermanos”. Pero no podía
dormirse, no sabe si por la inminencia de la comida o qué, y siguió cavilando
acerca de los parentescos y llegó a la conclusión de que sus primos salían a la
madre. Tenían su mismo pelo color azafrán y nunca hacían pellas, ni se
canteaban con los otros niños, ni se subían a los árboles a cazar pájaros y
apenas le saludaban cuando le veían, como si no fueran familia, ni primos ni
nada. Aunque a partir de hoy, con esto del convite…
Llega a la casa
grande, con el portón de hierro con filigranas, y cruza el hermoso jardín
plagado de rosales en flor. La criada, una joven de no más de dieciséis años,
le recibe con una sonrisa:
–Qué guapo estás
hoy, Andresín.
El niño no
contesta.
–Ven conmigo,
los señores están esperando.
Y mientras le
conduce al salón, la criada añade:
–Hoy no habrás
traído el tirachinas, eh, tormento, hoy te portarás como Dios manda.
El niño saca el
tirachinas del bolso del pantalón y se lo muestra. La criada no puede contener
la risa que le viene a borbotones. Andrés también ríe. Su asombrosa puntería y
la habilidad con que se sube a los árboles le han valido el reconocimiento de
mejor cazador de pájaros del contorno. Una tarde llegó a cazar hasta cuarenta y
dos pardales que luego vendió por dos pesetas a un forastero de Dimangos. El
dinero se lo entregó a su madre, menos una perra chica que se quedó para un
pirulí de casa de la tía Jurela, esos sí que están buenos, de azúcar
caramelizado y olea por encima. Y aunque los pájaros son lo que mejor se le
dan, a veces dispara a las piernas de las chicas y consigue levantarles un
palmo la falda por encima de las rodillas sin que ellas se den cuenta, al menos
al principio, porque cuando ya lleva levantadas unas cuantas, alguna de las
chicas nota algo extraño y empiezan a sospechar que Andresín, el matapardales,
como le llaman, no anda muy lejos.
Cuando llegan al
comedor la criada se ha vuelto de pronto seria y dice, con voz desconocida:
–Aquí está Andresín, digo…Andrés.
Ya están todos
sentados a la mesa que preside la tía. A su lado está el tío Santos y, al lado,
su primo pequeño. A él le colocan junto al homenajeado. La criada le pregunta,
antes de que tome asiento, si no se quita la chaqueta y él dice “No, no, de
momento no”, mientras recuerda las advertencias que le ha hecho su madre:
“Saluda cuando llegues”, “Felicita a tu primo”.
–Buenos días
–dice, y a su primo–: Felicidades, primo –dudando entre darle la mano o dos
besos. Al final le da dos besos.
–Gracias
–contesta el otro, levantándose y volviéndose a sentar. Entonces observa que
lleva pantalón corto. Y una camisa que le ha visto en el colegio infinidad de
veces.
Enseguida llega
la criada con la sopera humeante y sirve, ante un gesto de la tía, primero a su
primo Luis. Una sopa con trozos grandes y alargados de carne, zanahoria,
cebolla y pimientos verdes. Luego le sirve a él. La sopa huele bien. Nada que
ver con el caldo que les dan en el comedor del auxilio social todos los días.
Está caliente, además. De pronto le entra un hambre atroz pero recuerda las
advertencias de su madre: “No te lances al plato, que te conozco, come cuando
todos se pongan a comer, demuestra que tienes educación”. Las tripas le rugen
sin que pueda evitarlo. Y el nudo de la corbata le oprime una barbaridad.
Entonces se quita la chaqueta que cuelga de la silla, luciendo una camisa
inmaculada plagada de diminutas jaretas, que era de su padre y que su madre
también dio a arreglar. Las mangas están recogidas en graciosas lorzas que irán
deshaciendo a medida que crezca. Las tripas le vuelven a crujir cuando la
criada sirve a su primo pequeño. Nota que todos los ojos están fijos en él. La
criada por fin se retira.
–Vaya guapo que
estás hoy –comenta amable el tío Santos llevando la cuchara al plato.
“Ahora” se dice
a sí mismo Andrés, “Ahora es el momento”. Coge con la cuchara el trozo más
grande de carne del plato y se lo lleva a la boca.
–Más valía que
en vez de llevar el traje al sastre, su madre hubiera comprado un saco de
harina.
–Mujer –dice el
tío Santos.
Andrés mantiene
el trozo de carne en la boca sin tragarla. Piensa en las noches que, para pagar
al sastre, su familia ha cenado un mendrugo de pan que su madre consiguió
burlarle al ama. Pero hay más cosas. Cosas que él todavía no acierta a
entender, relacionadas con la carta que su padre dejó escrita la madrugada del
nueve de octubre de mil novecientos treinta y seis, horas antes de que le
fusilaran, que su madre lee todas las noches sentada en la cama, cuando cree
que todos duermen y que luego guarda bajo el somier “...Me sacas el traje al aire para que no se apolille…”.
–¿No comes, Andresín? –pregunta su tía.
Andrés traga sin
masticar el trozo de carne que tiene en la boca. Posa la cuchara en la mesa,
dice con voz apenas audible:
–No tengo
hambre. Además me tengo que ir.
–Será posible…
Aunque Andrés sabe
que es de mala educación levantarse de la mesa en plena comida, coge la
chaqueta de la silla y abandona el comedor. Se le ha pasado el hambre de un
plumazo. Con paso ligero cruza el jardín de los rosales, empuja la puerta de
hierro. Nada más alcanzar la calle se arrepiente de no haberle dicho cuatro
cosas a la bruja de su tía, que sabrá ella de la vida. Con el tirachinas en la
mano corre hacia el camino de las acacias. El resto de la tarde matará unos
pájaros y se los llevará a su madre para que los haga fritos para la cena. Con
cuidado de no mancharse ni rasgarse, al subirse a los árboles, el traje
nuevo.
Publicado en el blog "Búscame en el ciclo de la vida", 20 de noviembre de 2018.
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