Más
allá
–Hoy voy a comunicarme
con su padre –al oírme, los ojos algo saltones de mi tía Luisa, lo mismo de
saltones que cuando estaba viva, parecía que se iban a salir de las órbitas–.
Sí, ya sé que es un viejo intratable, pero necesito su ayuda.
La tía Luisa era la
única, de entre todos los muertos que había conocido hasta entonces, que me
visitaba a diario. Lo hacía por la mañana, cuando Leo estaba ausente, dando
tres o cuatro golpecitos silenciosos en la puerta. Y mientras yo barría la
casa, daba mazarrón al suelo, echaba palos a la lumbre o ponía el cocido,
charlábamos un rato de nuestras cosas. A ella le confesé que Leo estaba a punto
de dejarme porque no soportaba más esa capacidad mía de hablar con los muertos,
una capacidad que se me reveló el día que tuve la primera clase práctica de
carnet de conducir en la ciudad.
El profesor se puso
hecho un basilisco cuando frené en seco delante del paso de peatones:
–Inútil, ¿qué haces que
no aceleras?
–¿Y esa mujer coja con
un carrito de la compra que nos saluda con la mano?
–¡Qué mujer ni que ocho
cuartos!
Entonces me arrebató el
volante, pisó el acelerador y la atropelló.
–Jesús… ¿Se da cuenta
lo que acaba de hacer?
No podía dar crédito a
lo que veía. Él, en cambio, continuó como si nada.
En la puerta de la
autoescuela me esperaba Leo. Cuando le conté lo del atropello soltó una
carcajada y, por supuesto, no me creyó. Pero a partir de entonces no había
clase que no me llevara a uno y hasta a dos y tres muertos por delante. Y
aunque al final renuncié a sacarme el carnet de conducir, ya éstos se me
siguieron apareciendo, sentados sobre un fardo de leña, entre los surcos de las
patatas, en las ramas del manzano, lanzándome mensajes para los vivos que yo no
podía dejar de trasmitir. Me había convertido en la bruja oficial de Nava y eso
a mi marido ya no le hizo tanta gracia. Estaba cada día de peor humor, empezó a
frecuentar la taberna y a llegar a casa, noche sí y noche también, con un
intenso olor a orujo.
La aparición en el
fondo del pozo de Demetrio “el molinero” –que quizá porque se había tirado al
río hacía unos meses siempre se me manifestaba a través de las corrientes
subterráneas–, revelándome que esa misma tarde iba a ocurrir una desgracia en
el monte, fue la gota que colmó el vaso. Llegué sin resuello a la plaza, donde
todos los hombres del pueblo se disponían a partir para la caza del jabalí. Les
advertí que no lo hicieran si no querían lamentar daños mayores.
–¿Y tú cómo lo sabes,
mujer?
Les empecé a contar lo
que me había dicho Demetrio, pero mi marido no me dejó seguir:
–Ya estás a vuelta con tus
historias –dijo con la voz llena de odio–. En que hora me casaría contigo…Los
muertos muertos y enterraos están, a Dios gracias. Anda, vuelve a casa y quédate
allí, que cada vez que abres el pico es para dar la nota.
Con la moral por los
suelos hice caso a mi marido, pero la desgracia, como no podía ser de otra manera,
ocurrió. Un jabalí oculto tras unos matorrales embistió contra Quinito, un
chaval de ocho años, hiriéndole mortalmente.
Esa noche cuando Leo
llegó a casa, más bebido que de costumbre, me soltó que en un par de días hacía
la maleta y se iba lejos, donde no tuviera que aguantar más esos inventos míos
que eran la comidilla de Nava.
–¿Y lo del niño…lo de
Quinito qué? ¿Es que no me crees después de todo lo que he augurado?
–Estás loca de atar –y se
largó dando un portazo.
Entonces se me ocurrió.
Tenía que invocar al único muerto que no se me había aparecido hasta entonces:
su padre. Pero no las tenía todas conmigo. Como muy bien sabía la tía Luisa, el
viejo Leónidas se gastaba un carácter del demonio.
Fue al atardecer cuando
me metí en su cuarto y me eché en su cama, encima de la colcha algo
amarillenta. La escasa luz que entraba por la ventana me permitía distinguir
los pocos muebles que conformaban ese cuarto oscuro, casi monacal, de paredes
blancas, sin adornos.
–Leónidas, si está
aquí, manifiéstese –invoqué mentalmente.
Repetí la fórmula
varias veces en voz alta, sin resultado. El viejo Leónidas no había sido un
vivo fácil, así que tampoco lo iba a ser muerto. Y ya estaba a punto de
desistir cuando de pronto le vi a mi lado, sentado en su sillón de paja,
fumando un celtas. Tenía buen aspecto, como si por él no pasaran los años.
–¿Qué carajo quieres?
–Le he llamado para que
me desvele un secreto que sólo usted y su hijo conozcan. Sólo así conseguiré
que me crea y se quede. Ande, Leónidas, piense un poco.
–¿Por qué habría de
decírtelo?
Reconozco que la
pregunta me desconcertó.
–Caray, Leónidas –dije
al fin cuando conseguí reaccionar– siempre me porté bien con usted. Le atendí
hasta el último día, le traté a cuerpo de rey, si hasta le tenía preparada su
tilita todas las noches después de cenar para que durmiera tranquilo.
–Pero la preferida era
tu tía Luisa.
Le hubiera mandado a
freír espárragos. La de veces que me hizo recalentarle la dichosa infusión porque si no llegaba
abrasando a la mesa se negaba a tomarla. Pero si quería conseguir mi objetivo
debía callarme.
–Vuelve mañana e igual
te lo cuento.
Estaba claro que el
puñetero viejo no parecía dispuesto, de primeras, a dar su brazo a torcer y
mañana, si no hacía algo, Leo estaría a miles de kilómetros de distancia. Iba a
replicarle cuando me di cuenta que había desaparecido.
Pasé el día siguiente
deambulando de acá para allá con un humor de perros. Mi marido había sacado
todas sus pertenencias del armario y tenía la maleta en la entrada. Por primera
vez me arrepentía de hablarles a los muertos y de haberles hecho tantos favores
a los vivos. Ser mediadora entre unos y otros no era tarea fácil y así me
pagaban. Además, lo que menos me apetecía era tener que invocar de nuevo al
viejo, pero a medida que pasaban las horas, me daba cuenta de que no me quedaba
otra si quería remediar lo que a todas luces parecía irremediable. Así que al
oscurecido me metí en su cuarto, me eché en la cama, repetí la operación del
día anterior.
–Leónides, si está aquí
manifiéstese.
Pero no venía. Y en el
fondo yo sabía que era la causante de ello. Siempre que invocaba a los muertos
de mala gana éstos se negaban a aparecer y mi predisposición aquella tarde no
podía ser más negativa. Así que intenté recodar algún gesto bueno que hubiera
tenido el viejo en vida y me vino a la cabeza lo gracioso que estuvo el día que
Leo y yo nos casamos, bailando jotas en la pista “la gramola” con un clavel
rojo en los labios, después de beberse él solo dos botellas de vino tinto. Fue
la única vez que le vi reírse. Y bromear. Y hasta contar chistes verdes.
–No te pases –le oí
decir– lo de los chistes verdes nunca ocurrió.
Abrí los ojos y allí
estaba, en su sillón de paja, tan pichi, mirando tan tranquilo cómo ascendían
hacia el techo las volutas de humo del cigarro que acababa de encender.
Me senté en la cama. Le
zarandeé.
–Ande, abuelo, ayúdeme,
porque esta vez va en serio que se larga. Si no me echa una mano, la verdad, no
sé qué voy a hacer.
–A cambio has de hacer
algo.
–Estoy dispuesta a
hacer lo que me pida.
–Plantar tomates en el
invernadero y llevármelos a la tumba el día de los santos, en vez de esas
margaritas amarillas tan horribles que siempre me pones y que me dan repelús
sólo verlas.
Es verdad que los
tomates eran su comida favorita. Nunca vi a nadie que le gustaran tanto. Y
después de todo no era nada del otro mundo lo que me pedía.
–Hecho.
–Y cuando se pudran los
repones.
Ya me parecía a mí que
no podía ser tan fácil. Así que me iba a tener de zascandil todo el año yendo y
viniendo al cementerio.
–Claro, los repongo.
–Ah, otra cosa…
¿Qué coños quería ahora?
–No quiero que vuelvas
a incordiarme y menos con chorradas.
–No son cho…Está bien,
prometido.
–Júralo.
–Lo juro, abuelo, lo
juro.
–Y deja de una vez por
todas de llamarme abuelo, ¿no sabes, después de tantos años, que no me gusta?
Si es que pareces medio tonta.
Me revolví en la cama,
sin atreverme a replicar, esperando su confesión.
–A su hermano gemelo
–dijo con voz cavernosa tras una larga pausa– no lo disparé yo en la cuadra por
accidente, lo hizo Leo, a los pocos días de saber que había sido admitido para
estudiar en el seminario y que a él, en cambio, le habían rechazado. Claro que
nadie lo supo. Ni siquiera su madre.
–¿Pero cómo?...No es
posible...
–En realidad es algo
tan viejo como la historia de la humanidad. No hace tantos años, aunque tú
todavía no habías nacido, vi matarse en la guerra hermanos con hermanos. ¿Sabes
de lo que te estoy hablando? Vi cosas horribles entonces.
Asentí con la cabeza.
La historia de Caín y Abel cien veces repetida. Ahora entendía por qué en casa
nunca se hablaba de ese disparo, supuestamente accidental de escopeta, que
acabó con la vida de ese niño de once años que me miraba sonriente en la foto,
comida por el tiempo y la carcoma, de la mesita de noche. Leo estaba a su lado
con el semblante serio. Su padre les sujetaba a ambos por los hombros.
–Dile de mi parte que
yo ya le he perdonado y que no se culpe más.
Después de todo son cosas que pasan. Y a ti, mujer, te voy a dar un consejo si no quieres que tu matrimonio se
vaya al garete, aunque tú verás que haces: deja a un lado a los muertos y dedícate
a los vivos. Ah, y ya sabes, no me vuelvas
a incordiar.
El viejo desapareció. Al
quedarme sola también comprendí la aversión que Leo sentía siempre hacia los
muertos y lo que tuviera que ver con el pasado. Y todas las piezas, como si de
un complejo puzle se tratase, me encajaron. Todas menos una. Porque jamás, ni
en la peor de mis pesadillas, hubiera imaginado que mi marido fuera capaz de
una atrocidad así. Me daba cuenta que todos esos años había compartido mi vida con
un extraño.
Leo apareció a la hora
de la cena y le solté la conversación con su padre. Él, agarrado a mis rodillas, lloraba como un
niño. Pero yo ya había tomado una decisión. Le haría caso al viejo. Cuando al
día siguiente la tía Luisa llamase a la
puerta no le abriría, por mucha tía Luisa que fuese. Durante una temporada muy
larga no les abriría la puerta a ninguno de ellos pues me iría muy lejos, donde
ni los muertos ni los vivos pudieran encontrarme.
Publicado en "Los cinco de Trasrey y otros relatos", Fundación Fermín Carnero, año 2012.
Foto Miguel A. Paramio Rodríguez.