Preludio
Qué silencio
la casa
el orden de
las cosas,
el polvo por
el que deslizo un dedo marcando más si cabe el camino del abandono,
los libros apilados,
las flores
muertas,
las
persianas tan cerradas que ni un resquicio de luz puede robarle su silencio al
silencio,
y mucho
menos hacerse presencia viva
entre partículas elementales que hablan un idioma propio.
Todo tan
quieto,
desde que
esta mañana
tan temprano,
un poco
precipitadamente
se fueron.
Olvidando el
bote del pis en el baño
y el libro
en la mesa del salón de los girasoles
ciegos,
y un extremo
de plástico del suero fisiológico en la mesilla de noche,
y las
mantecadas,
y los higos,
los higos
también.
Dejando, en
cambio, en todo el perímetro de la casa -mi
interior-
su ausencia
tan presente.
Qué
silencio,
lo escucho,
no se oye una
mosca.
Y poco a poco,
como quien se
sacude el desamparo,
voy recuperando
-o echando de menos, que viene a ser lo mismo-
mi
habitación propia,
mi soledad propia,
inexpropiable,
mi libertad
propia,
el espacio
cerca de la ventana del patio interior
donde germina
la palabra, el silencio.
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