domingo, 28 de junio de 2015





ANIVERSARIO CON LLUVIA



Relato que me publica Astorga-Redacción el 8 de marzo de 2015 en la sección Contexto Global, dedicada a la mujer, cuyo protagonista se adentra en los vericuetos de la memoria para reconciliarse con el amigo muerto. 


Al acabar de ducharse, Fidel abre la ventana para disipar el vaho del baño. Fuera llueve. Hace un año, cuando enterraron a su amigo, también llovía, llovía con temerosidad agraria y el cementerio era un campo de lodo. A pesar de la tirria que Juan le tenía a la lluvia, “Mira, Fidel, yo soy de secano”, y del incordio del agua rebotando sobre los paraguas oscuros antes de alcanzar el suelo, él había agradecido la compañía del chubasco aliándose con su dolor, mitigándolo. Aunque estaba algo alejado de la esposa y sus dos hijos, los hombres se le acercaban, le tocaban el hombro, alguno incluso llegó a  abrazarle. Él se dejaba tocar, acariciar por las palabras amables, breves y protocolarias como si fuera parte de la familia doliente, un primo muy querido, o mejor, un hermano. Antes de que sellaran la lápida se acercó a la sepultura y lanzó un clavel mientras decía: “Hay que joderse, Juan, mira que irte a morir el mismo día que naciste, y mira que hacerlo sin avisar. Solo se te ocurre a ti, cabrón, y que solo me quedas”. 

Con Juan todo era así, impredecible, posible. La muerte también. Aunque ahora que ha pasado un año de su fallecimiento, con la distancia que marca el tiempo, cree que podía haber sospechado algo de lo pasó. Sabía que Juan no estaba bien esa temporada pues días antes del accidente le había dicho mientras tomaban los vinos: “Esto no va”, y él “No digas bobadas”.  Pero lo cierto es que no tenía buena cara. 

La víspera de ir a León para recoger los resultados del neurólogo se ofreció a acompañarle. Él se había negado, “La visita al retrete para aliviar las necesidades de uno y la del médico ni con la mujer”, y al despedirse, algo más achispado que otros días y con un ligero temblor, había dicho “Cuídame los paraguas”. “Descuida, anda, vamos para casa, que mañana hay que madrugar”. Fidel estaba en el taller de Tino cuando oyó que Juan se había chocado contra el único chopo que quedaba a la entrada del pueblo. No se lo podía creer. Ese día la lluvia caía pertinaz desde primeras horas de la mañana y puede que le hubiera jugado una mala pasada, pero su amigo conocía cada palmo de la carretera, la había transitado cientos de veces. Tampoco se lo perdonó. La muerte de Juan había sido rara, como rara fue la relación que habían entablado entre ellos. 

Contempla su cuerpo desnudo en el espejo ya libre de vaho, y ve un hombre demasiado mayor. Mientras se embadurna el rostro con espuma de afeitar recuerda que Juan llegó al pueblo el año de la Transición para hacerse cargo de la farmacia. Doña Montse, la maestra, rubia, recia, algo mayor que su amigo, con un atractivo que no era fácil de ver a la primera pero que sin duda tenía, se había erigido de inmediato en su enfermera cuando Juan, al poco de llegar,  sufrió un resbalón en la acera y se fisuró la pelvis. Meses más tarde se casarían. Ambos eran de la misma clase social, pero muy distintos en carácter y aficiones. Juan hacía sus dos recorridos diarios, mediodía y tarde-noche, por las tascas del pueblo. Monserrat era de misa y comunión diarias. Nunca salían juntos. 

Juan y él, en cambio, aunque de diferente origen social, coincidían en aficiones y en forma de pensar. Él era un simple empleado de la fábrica de harinas,  mientras que Juan, además de la farmacia, tenía un patrimonio considerable. Fue en las tascas donde con un “Invita ahí” y “Ahora me toca a mí” empezaron a conversar. Con el tiempo se hicieron inseparables. No había semana que no fueran a cenar una y dos veces a los restorán de la zona. A lo largo de esos veinte años sus juergas, salpicadas de vino, humo y canciones, se fueron superponiendo una detrás de otra hasta confundirse y hacerse incalculables. Un mes de agosto, invitado por Juan, llegaron incluso a ir de vacaciones juntos. Fue el tercero en toda su vida que Fidel visitó la playa. Montse, al principio, le miraba mal, y aunque nunca tuvo una palabra malsonante, notaba entre ellos un muro invisible que desapareció cuando un fin de año Juan le convidó a cenar con su familia. Él rechazó la invitación, “No, Juan, no quiero darte problemas”, “¿Ha pasado algo?’’, “No, nada, pero mejor no“. Nunca hablaron de ello pero está seguro de que ese día Juan y Montse tuvieron unas palabras, porque a partir de entonces el muro desapareció. Fidel entraba en la casona de su amigo, antigua y señorial, abría el frigorífico, y con discreción, pero también con la libertad de saberse poseedor de un derecho a bula que le había sido concedido de forma tácita, se sacaba una cerveza acompañada de un trozo de queso o de embutido que siempre había dispuesto en un plato.  
  
Los de su clase a Juan le respetaban pero no le tragaban. Le presuponían de derechas por su origen y formación, y les salió el tiro por la culata cuando le tantearon. “Yo creo en la igualdad humana, y si hay dos, uno es para ti y otro para mí. Si lo que queréis saber es a quien voto que os quede claro que no es a los vuestros”. Generoso, la gente del pueblo muchas veces acudía a él en vez de ir al médico, y con frecuencia les dispensaba medicamentos que luego jamás cobraba.

Pero como no hubo ningún antro del contorno que no quedara sin visitar, no se pudo quitar la fama de verbenas.
No se le olvida cuando la barra americana que había a las afueras del pueblo, un chiringuito de copas, barbacoas a media tarde y fornicación, la cogieron en arriendo dos socios de ultraderecha allá por el ochenta y cinco. Unos patanes que doraban la píldora a los señoritos y gentes de su cuerda que frecuentaban el lugar, entre ellos el alcalde, y se mofaban de los infelices hombres de los pueblos aledaños que, hambrientos de sexo, iban a probar las delicias de carne joven y transoceánica.  

Un día en el radiocasete empezó a sonar el himno del Frente de Juventudes “Prietas las filas, recias, marciales nuestras escuadras van”. Juan y él se quedaron desarmados, sin saber qué hacer. 

Otro día empezó a oírse “Falangista soy, falangista hasta morir o vencer”, mientras el par de socios pichabrava, el brazo en alto, secundaba ufano la canción.

Y al tercero fue 'El cara el sol'. 

Juan y él, que habían bebido media docena de  Gin ‘Larios’ con naranja entonaron la Internacional con el puño cerrado. Los dueños apagaron la música, pero ellos, que se la sabían entera, siguieron cantando a los parias de la tierra hasta el final. Fue tal el brío que pusieron que a los otros se les acabó la bobada. Nunca más. Meses más tarde el alcalde, de Fuerza Nueva para más inri, les contaría que él mismo les había recriminado su actuación. “Eso os pasa”, dijo que les había dicho, “por meteros donde no os llaman”. 

Fidel es consciente de que de estar con otro ese día en la barra americana no hubieran salido tan boyantes, pero Juan, odiado y querido a partes iguales, fue  respetado. 

Hoy el chiringuito es un lugar abandonado y mísero en medio del secarral de tierra de campos, pero en sus mejores tiempos se asaron en la barbacoa, que todavía se puede ver en una de las paredes laterales, chorizos, churrascos, costillas y hasta algún que otro cordero. De ahí que añadida a la fama de verbenas que ya tenían, les viniera la de puteros, aunque puede jurar, por éstas, que su amigo jamás subió con ninguna de las chicas. Él sí lo hizo, con la guineana, con Esmeralda, con la Linda que llegó, no se le olvida, un cinco de enero del ochenta y ocho como un anticipo de los Reyes Magos para aplacar las duras heladas del invierno. Cada vez que se acuerda de su piel oscura, de su zaina melena adornada con una orquídea fucsia prendida en el lado izquierdo, de su cuerpo menudo y flaco, de su culo respingón y esa risa de dientes menudos y blanquísimos, le entra nostalgia. Se colgó hasta las cachas de la chica, veintisiete años más joven. Y se habría casado con ella si no hubiera sido  por su amigo, que se opuso con gran virulencia. “Ni se te ocurra”. “¿Pero por qué, si la quiero?” “Mira Fidel, la Linda es mucho pa un pueblo”. No entendía qué remilgos le entraban de pronto a Juan, él que se las daba de moderno, de progre, de liberal. “¿Y a mí qué cojones me importa la gente del pueblo?” Fue la única vez que discutieron, estuvieron una semana sin hablarse. Poco después la chica se iría con sus encantos, la orquídea fucsia y trescientas mil pesetas que él le prestó para el viaje de vuelta a su país, pese a que siempre supo que el vuelo no costaba eso ni por asomo. “Mi mamita está enferma”, le había dicho, y “Te llamo”, le había dicho, y “Te mando postales de mi tierra”, le había dicho, y “Te devuelvo en cuánto me sea posible”, le había dicho. Jamás cumplió nada de lo prometido. Hoy la imagina casada con el chico espigado de la foto que le pillo un día. Casada y seguida de una recua de ‘chiguitos’. Estaba sentada en la cama, de espaldas, y se llevó la imagen a los labios. Al verse sorprendida, dijo: “Mi primo, pobre, que lleva tres años en la cárcel por una reyerta”, pero él sabe, siempre lo supo, que a los primos no se les besa, y que las peleas, ni en el país menos desarrollado, se castigan con penas tan duras.  

 


Encima de la cama está el traje gris y la corbata granate con motitas negras que se puso hace un año. Se fija en que el bajo del pantalón está arrugado a consecuencia de la lluvia. Da igual, lo llevará así, hoy también cae de lo lindo a fin de cuentas. Mientras se viste despacio piensa en esa extraña manía que Juan sentía por la lluvia, una manía que le llevaba a tener un paraguas en el paragüero de cada bar que frecuentaban, por si acaso. “Qué perra con no mojarte, eres más raro que un perro verde”, le picaba para ver si confesaba a qué se debía su rareza, pero él no soltaba prenda e invariablemente contestaba: “Mucho peor son los que muerden esquinas, esos acaban comiéndose un pueblo”. A veces piensa que puede que Juan tampoco supiera la causa de su aversión. Fuera como fuese, se llevó el misterio a la tumba y le dejó los paraguas en herencia. Les había puesto una goma en el mango para distinguirlos y recuperarlos cuando alguno se los parroquianos del bar se lo llevaba al salir sin darse cuenta, o con alevosía, que de todo hubo en la viña del señor. Ahora reposan, todos juntos, todos negros, todos idénticos con su goma en el mango a modo de distintivo en el paragüero del portalón de su casa. 

Está seguro de que de esa estrafalaria fobia de su amigo a la lluvia, pero también al agua en general, fue la que en buena medida le llevó a unir su vida a la de Montserrat, a quien profesó una incondicional, inamovible, fidelidad. Ella le había cuidado cuando se fisuró la pelvis y lo siguió haciendo día tras día durante los veinte años que vivieron juntos. Lo sabe porque él se lo decía,  porque a pesar de su aspecto desgarbado iba siempre impoluto, y porque un día que la puerta de la calle estaba abierta entró, subió las escaleras que daban a la planta superior, llegó al salón, y a través de la puerta entornada de su alcoba vio cómo la mujer, con una esponja en la mano que empapaba en una palangana, se aplicaba con ternura sobre cada una de las partes del cuerpo tendido en la cama y desnudo de su marido. Turbado, abandonó la casa sin ser visto, pero durante mucho tiempo no se pudo quitar la imagen de la mujer vestida con una finísima bata de flores amarillas y fucsias que subían y bajaban con su rítmico movimiento de  manos.   

Ese día entendió que el placer que él buscaba en las mujeres de la vida Juan lo tenía en casa, encerrado con veinte llaves, y no se acababa. 

Tras ajustarse el nudo de la corbata y comprobar que su aspecto es aceptable mira el reloj. Son las nueve. La hora que había dicho en el restorán. Coge uno de los paraguas del paragüero y en medio de una fina y persistente lluvia camina con parsimonia hacia el lugar. Cuando llega está solo. No le sorprende, tratándose de un pueblo y de un diario.  

Chonina, la encargada de servir las mesas, le saluda.

-Buenas noches, Fidel, ya tiene preparado su rincón.  

Él devuelve el saludo y se dirige a la única mesa dispuesta para dos comensales y cubierta con un mantel azul cielo que hay al lado de la chimenea. Un par de troncos arden en la base con fuerza. Se sienta, por un momento le parece ver a su amigo de frente, mirándole con sorna, sonriéndole. 

 -¿Le pongo un vino mientras?

-Puede servir ya la cena si quiere, no va a venir nadie. 

-Ah, yo entendí…  -dice la mujer algo turbada-, entonces retiro un plato.

-Entendiste bien, no te apures, y sirve los langostinos y el lechazo como te pedí, exactamente como te pedí. ¡Tengo un hambre! 

La mujer se retira y Fidel echa vino en dos copas. Coge la suya, la remueve ligeramente, la choca contra la copa que tiene enfrente. “Salud”, brinda.

Luego añade en un susurro:
-Un año ya, cabrón, mira que irte a morir el mismo día que naciste, esto no se le hace a un amigo, ésta no te la paso.
 
Pero mientras bebe y el vino le reconforta el paladar y le calienta por dentro siente que ya lo ha hecho, que ya le ha perdonado. 

 

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