Club
de poetas
“Fui
a los bosques porque quería vivir a conciencia, quería vivir a fondo y extraer
todo el meollo a la vida, dejar de lado todo lo que no fuera vida, para no
descubrir en el momento de la muerte que no había vivido”.
El
club de los poetas muertos.
Nuestras reuniones en
el mentidero se remontaban a los primeros años de la jubilación. El nombre se
lo pusimos el día que Pascualín, el de la quesería, nos dijo al vernos a los
cuatro camino del parque: “¿Qué, ya vais al mentidero?” Y Aniano contestó: “Sí,
ya vamos”. Y cuando le perdimos de vista, añadió: “Qué mentidero ni qué
narices, será bobo el tío”, y con ese apodo se quedaron tanto Pascualín, al que
era verdad que faltaba un hervor, como el banco de madera del parque flaqueado
por castaños donde nos juntábamos todas las tardes de marzo a noviembre.
Allí hablábamos de la
vida, la de antaño y la de ahora, dando por supuesto, a excepción de Ventura
que era el moderno del grupo, que cualquier tiempo pasado fue siempre mejor. Allí
cantábamos canciones antiguas, que Aniano diligentemente se encargó de recopilar
en un cuadernillo de espiral y pastas azules para que no se perdieran en un cajón
polvoriento del olvido. Allí recitamos poesías, bueno las recitaba Aniano, al
que yo que escribía en secreto envidiaba, no por los ripios y rimas imposibles
de sus versos sino por el entusiasmo y la falta de pudor con que los entonaba. Allí
Santos fumaba y guardaba el paquete de Ducados protegido por un plástico duro entre
la sebe, pues su bronquitis crónica y, sobre todo, su falta de cuidados, le
abocaban a ingresar en el hospital una y hasta dos veces en el año. “Te vas a
ahogar”, le decíamos viéndole fumar con fruición, pero él no nos hacía caso
hasta que poco después le venía la tos y el apuro. “Puto tabaco”, se quejaba. “Lo
tienes fácil, déjalo y en paz”. Entonces nos miraba con sus ojillos marrones,
inquietos, e invariablemente sentenciaba: “El día que lo deje estaré para el
otro barrio”.
Así apurábamos el
otoño. Otoño de nuestras vidas y de la estación que daba sus últimos coletazos
sabiendo que dentro de poco, cuando las hojas amarillas empezaran a pudrirse
con las primeras heladas, tendríamos que sustituir nuestro lugar de reuniones por
el dichoso teleclub, donde nos acompañaríamos de esos otros viejos que, como
perros guardianes de sí mismos, no levantaban en toda la tarde sus posaderas de
la silla ni la vista de sus fichas de dominó.
Por aquellos días precisamente
llegó la modernidad al mentidero. Venía, como no podía ser de otra manera, de
la mano de Ventura.
-Mirad lo que me ha
traído mi nieto de Francia -dijo mostrándonos un pequeño ordenador envuelto en una funda blanca.
Nuestra reacción no se hizo
esperar:
-¿Dónde vas con ese
cacharro, carcamal?
-A tus años inventando
miedos nuevos ¡Lo que te faltaba!
Lejos de amilanarse descubrió
la pantalla y con el dedo índice pulsado sobre la misma nos fue mostrando en imágenes
la torre del campanario del pueblo, la plaza mayor en día de mercado, la fábrica
de harinas restaurada, el cauce del río flaqueado por álamos, del palomar del tío
Braulio medio derruido, los viñedos recién podados… Después de treinta o
cuarenta fotografías seguidas, sentenció que dentro del “cacharro ése”, como no
hacíamos más que llamarle, estaba el universo entero y que para nuestra
información su nombre técnico era tablet.
Los días siguientes continuó
trayéndolo y nos mostró fotografías de gente del pueblo, mucha ya desaparecida,
que nos afanábamos en intentar reconocer. “Mira, ese es Garrafón”. “¿Qué dices? no tienes ni idea”. “Vaya, hombre, si lo
sabré yo”, que nos despertaban la hilaridad y la risa floja, como cuando vimos aparecer
en pantalla a Colás, el de fragua, con su boca desdentada por la coz que le propino Ambrosia,
una mula más mala que un dolor. También pasaron por nuestros asombrados ojos bandos
antiguos como el de 1913 referido una plaga de parpaja, o el de 1923 que decretaba
el cierre de tabernas a las nueve de la noche so pago de multa de quince
pesetas, o el de la batida de lobos, el mismo año, para proteger al ganado… que
nos devolvieron a tiempos pretéritos pero para nosotros, nostálgicos del
pasado, siempre en alza.
Quizá para quitar
protagonismo al dichoso artilugio que había copado durante una semana el centro
de atención, Aniano se arrancó una tarde con una nueva poesía. “Otoño” dijo que
se llamaba, y con una mano sujetando el folio escrito de su puño y letra, y la
otra elevada a la altura del pecho se fue arrancando, transformando. Era corta,
pero a medida que la iba leyendo (“En el parque, yo solo…Han cerrado y olvidado,
en el parque viejo, solo me han dejado…”) el gusanillo de la envidia agazapado en
mi interior se iba despertando. Al terminar (“En el parque me han dejado
olvidado,… y han cerrado”) tuve la extraña sensación de que iba a salirse por la
garganta.
Ventura y Santos aplaudieron.
Yo, en cambio, tragué saliva.
-¿De verdad os gusta?
-Sí, mucho.
-¿Y a ti?
-Sí, sí.
Por fortuna la tos intermitente
de Santos desvió la atención de la poesía.
-No sé qué mierda le
echan ahora al tabaco -dijo cuando por fin pudo hablar- Creo que voy a pasarme
al cuarterón de antiguamente, dicen que hace menos daño y es más barato.
-Mi nieto todas las
noches se lía sus cigarrillos. En Francia es la última moda -terció Ventura.
-En Francia y en el Rif
-le cortó Aniano-, ahora ya todo es igual en todas partes.
Con gran desazón me fui
para casa mientras me decía una y otra vez: “Es buena de narices la poesía”, y
empecé a escribir una propia.
Tres días más tarde Aniano
apareció con un nuevo poema bastante flojo, y aproveché para pedirle que
recitara el anterior. Me sorprendió, él que se los aprendía de memoria, que no
recordara más que la primera estrofa.
Esa tarde, antes de volver
a casa me pasé por la de mi hija. Mi nieto estaba estudiando en la cocina y tenía
sobre la mesa camilla un aparato parecido al de Ventura.
-¿Me podrías buscar en
ese trasto una poesía titulada “Otoño”?
-Claro, pero con ese
título habrá miles. Necesito saber el autor.
Ahora el sorprendido
era yo, y le iba a decir que lo dejara, que total daba igual, cuando de pronto
se me ocurrió:
-Sé que empieza con “En
el parque, yo solo”.
Tecleó. Allí estaba, me
dijo que era de Manuel Machado y me la imprimió. Por el camino la fui leyendo
una y otra vez con la sensación de haber descubierto un gran secreto. Esa misma
sensación me acompañó toda la noche y el día siguiente, hasta la hora de ir al mentidero.
Cuando estuvimos los cuatro recité la poesía de principio a fin. Al terminar
hice una leve pausa mirando a Aniano sin pestañear:
-Manuel Machado.
Blanco como la cal y
sin decir palabra abandonó el parque. Iba cabizbajo, con las manos en los
bolsillos, como si súbitamente le hubieran echado diez años encima. No apareció
ni al día siguiente ni al otro ni al otro. Ventura y Santos me recriminaban haberle
puesto en evidencia.
-Mira que eres -decía Ventura.
-No, soy no… la culpa
la tiene él, no me toques los cojones. A que ton se atribuye la autoría de algo
que no es suyo. Eso se llama robar.
-Vamos hombre, robar se
roba dinero, joyas, hasta peras, pero palabras… Además, a ti qué te va en ello…
-le defendía Santos entre toses cada vez más continuas.
-A mí nada -mentí.
Pese a la indignación
que me causaba todo aquello, en el fondo me sentía responsable de la marcha de
Aniano. Por eso, cuando al cabo de una semana le vi aparecer de nuevo, respiré
aliviado. Hablamos del frío que empezaba a hacer, de la veda recién abierta de
caza, de la humedad matutina que anticipaba una buena recolección de setas de
cardo. Pero yo no hacía más que darle vueltas a una cuestión que desde hacía días
venía barruntando. A punto de marcharnos, anuncié con el alma en vilo:
-He escrito una poesía que
quiero leeros.
Se hizo un silencio. Saqué
la cuartilla que llevaba en el bolso y empecé a recitar: “Cada vez que el cielo
observo, poderoso ante nosotros, le admiro y me pregunto, ¿porqué partimos tan
pronto? Nadie responde, todo permanece intacto, silencioso…” Al terminar levanté
la vista del papel, esperé su veredicto. Me pareció que me miraban con una
mezcla de asombro y admiración.
-¡Está muy bien, no
sabíamos que escribieras, qué callado lo tenías!
-Ahora ya lo sabéis.
Súbitamente liviano no entendía
porqué me había costado tanto confesar mi afición por la poesía. Además acababa
de descubrir que recitar me producía un íntimo placer. Llegué a la conclusión
de que por muy mayores que nos hiciéramos y mucha experiencia que creyéramos que
teníamos, ciertas partes de nuestro ser permanecían vírgenes, inalterables.
Al día siguiente Ventura
apareció con una nueva propuesta.
-Mi nieto me ha explicado
que podríamos colgar en la red tanto las canciones aquellas que tú, Aniano, escribiste
en el cuadernillo como las poesías que venís recitando, dice que siempre hay
gente a la que le gustan esas cosas y es una forma de que no se pierdan. El nos
echaría una mano, pero tenemos que decidirnos rápido porque en breve regresa a
Francia.
Dimos nuestro
consentimiento y al día siguiente el muchacho vino al parque y nos sacó más
fotos que en toda nuestra vida. Fue la última tarde que pasamos en el mentidero
pues empezaba a hacer un frío que pelaba y Santos tosía sin parar. Días después
ingresó en el hospital. Un domingo le visitamos y le mostramos la página web “Club
de poetas jubilados” que el nieto de Ventura había elaborado con nuestros
textos y fotos. Le acompañaban su mujer y una hermana. Cuando nos dijo “Vamos
fuera, que aquí no veo ni a jurar”, asentimos. En una de las puertas de salida,
mientras Ventura iba pasando las fotos, Santos sacó el paquete de Ducados del
calcetín, encendió un cigarro, lo inhaló con auténtico placer.
“Te vas a ahogar,
coño”.
“El día que me quite este
puto vicio estaré en el otro barrio… Claro que poco importa porque cuando eso
ocurra ellos, los de la foto, seguirán estando”.
A pesar de nuestras diferencias
en esa observación coincidimos todos.
Sol Gómez Arteaga
NOTA: Relato publicado en la revista que edita anualmente el Ayuntamiento de Gordoncillo. Año 2015.
Dedicado a todos aquellos que se reúnen en mentideros parecidos.
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