Relato publicado en el libro "El cuento por favor" de la convocatoria del curso 2006-2007 de talleres de escritura "Fuentetaja".
Leído en el café literario "El dinosaurio todavía estaba allí" el 26/9/2013.
SEÑORITA CORAZON SOLITARIO
(o historia en
Cinco Actos)
Acto primero
Lo primero que
hace Olvido todos los días cuando se levanta es asomarse al balcón y contemplar
sus geranios. Los suyos son los mejor cuidados del vecindario, y no es picar de
orgullo pero está segura que llaman la atención de cualquiera que pase por la
calle, levante la vista y los vea sobresaliendo, todo rojos y rosas y blancos y
fucsias y amarillos, por entre las rendijas de la balconada de forja. Claro que
estén tan bonitos no es casual, sino fruto de una dedicación exclusiva y un
calculado suministro de agua, sales, abono soluble... y sobre todo amor, mucho
amor, como decía siempre su madre antes de la parálisis… Contempla con arrobo su
geranio preferido, el “lady Plymount”, una especie única y rarísima de color
malva que compró hace algunos años en el puesto de flores de Antón Martín. Al
ver una hojita amarilla en el tallo, sus labios se contraen en un gesto de
disgusto. Con sumo cuidado, “es por tu bien, lady,” arranca la hoja y la
guarda en el bolso de su bata rosa de guatiné. Ya se retira cuando nota un
destello. Mira en la dirección del mismo y se da cuenta de que un hombre le
dispara con su cámara de fotos desde la ventana del edificio de enfrente.
Olvido se lleva instintivamente la mano al pecho y se cierra el escote de la
bata que le llega hasta los pies. Luego, llena de desconcierto, entra en casa.
Acto segundo
Del segundo,
el disparo procedía del segundo, se dice mientras levanta la tapa de la
cafetera y comprueba que está vacía. Ese piso tiene puesto el cartel de “se
alquila” desde hace meses. La rellena y pone al fuego. ¡Qué descaro fotografiar
a la gente así, sin permiso, seguro que es ilegal! Y dos veces además. Porque
el destello que notó al principio era también una foto. Y a ella, qué boba, no
se le ha ocurrido otra cosa que meterse en casa corriendo, habrá pensado que es una mojigata, pero qué
otra cosa iba a hacer si la pilló desprevenida y además con esas pintas. Va al
baño. Se coloca frente al espejo, agacha un poco la cabeza y observa la raíz
blanca de su cabello de al menos diez centímetros de grosor. Mañana se teñirá
sin falta. De un rubio varios tonos más claros de los que acostumbra. Su madre, con esa
mentalidad tan de otra época, siempre decía que teñirse de rubio era de
pilinguis y de guarras. Pero ahora ya poco puede decir. Mira de soslayo, como
si posase para una cámara invisible, a un punto incierto del espejo. El hombre
era como de su edad, ni muy gordo ni muy flaco, ¿cómo se llamará? ¿Ramón? Se
alisa una ceja, luego la otra ¿Elías? Se muerde los labios pálidos, que
adquieren un fugaz color cárdeno ¿Dámaso? Sonríe. Dámaso le gusta. Dámaso es un
nombre que siempre le gustó, no sabe muy bien porqué. Claro que si ha alquilado
el piso seguro que ha quitado el cartel. Camina rápido por el pasillo, cruza la
salita y se acerca al balcón. Con cautela separa el visillo comprobando que el hombre
ya no está en la ventana. El cartel tampoco. De regreso a la cocina nota un
fuerte olor a café quemado y observa, ausente, el minúsculo charco marrón que
se ha formando en la placa de la cocina.
Acto Tercero
Antes de
acostarse se acerca al balcón. A través de la fina tela de la cortina ve la
silueta del hombre asomado en la ventana. Con el corazón latiéndole con fuerza se
oculta rápido por temor a ser descubierta. Permanece en la penumbra unos
minutos hasta que poco a poco se va calmando. Luego se retira a su cuarto, se
mete en la cama cubriéndose entera con la sábana que lleva sus iniciales e
imagina que baila con Dámaso, mejilla con mejilla, en la pista de una
discoteca. Se ha puesto un vestido rojo de escote cuadrado y de fondo escucha su
bolero preferido: “Mujer, si quieres tu con Dios hablar, pregúntale si yo
alguna vez”, “¿Quieres que tomemos algo?” “ Bueno, pero espera que termine
esta canción”, “Te he dejado de adorar”... Piden las bebidas en la barra, se
sientan en un rincón del reservado, beben. Él le coge su mano entre las suyas,
tan cuidadas, y acerca su rostro al de ella que baja la cabeza mientras se
fija, no puede dejar de fijarse, en la seda suavísima de su corbata azul cielo
con motitas amarillas. Siempre le volvieron loca los hombres con corbata. Le
mira, al fin, de frente, y sus labios se
funden en un largo y apasionado beso. Después nota su cuidada mano de
oficinista, (Dámaso no puede ser sino oficinista) ahora transformada en una
audaz mano amatoria, subir audazmente por su entrepierna y abrirse paso entre
su braga buscando la fuente misma del placer. “¿No crees que vamos muy
deprisa?” “Ah, Olvidito, me vuelves
loco”. Y siente un dedo, el índice, entrar en su sexo y salir y entrar, y luego
dos, dos dedos, el índice y el corazón, moviéndose, húmedos y propios en su
interior, rápido, cada vez más rápido, bajo la sábana que lleva bordadas
sus iniciales.
Acto Cuarto
Como todas las
tardes de sábado desde hace dos años, Olvido visita a su madre en la
residencia. La anciana permanece tendida en la cama con los ojos cerrados y su
respiración es tan imperceptible que por un momento piensa que está muerta.
Pero al rozarle la frente con los labios abre los ojos, mira a su hija con
asombro, parpadea sin cesar.
Entonces Olvido
le dice que sí, que se ha puesto el pelo de rubio platino, pero que no la mire
con esa cara de cordero degollado porque ya no es la jovencita de dieciocho
años a la que prohibió teñirse de rubio como hicieron todas sus amigas, Pili,
Filo, Ernestina, cuando ese color se llevaba a rabiar. La anciana la mira con
los ojos muy abiertos, expectantes. Intenta articular palabra, pero no puede. Sí,
madre, con eso de ser la hija única del coronel Ridruejo, fallecido en acto de
servicio, tenía que ser discreta, dejar el pabellón bien alto, aspirar a que un
día llegase alguien que tuviese igual o parecida graduación que papá. Y así me
pasé la juventud, aspirando, esperando, porque el único que llegó fue Félix, el
pescadero del mercado, y a tí, claro, te pareció poca cosa. Y es verdad que
Félix era poca cosa en todos los sentidos, menudo como un alfiler, bajito, hasta
algo tartamudo, pero fue el único dispuesto a sacarme de mi estado permanente
de soltería, y al final todas se casaron, Pili, Ernestina, la Filo , ¿Te acuerdas de la Filo ? Ganso la apodábamos, porque
al andar primero echaba las piernas y luego el resto del cuerpo, pues la Filo
también se casó, con Félix, mamá, y yo fui la única que me quedé compuesta y
sin novio. Olvido mira al suelo con el ceño arrugado y se lamenta en voz baja,
¡bien me jodiste la vida! Luego levanta la vista y sonríe tal vez de un modo
exagerado. Pero ya no me importa. ¿Sabes porqué, mamá? Porque por fin he
conocido a alguien. Mira a su madre de reojo y ve que ésta la mira con los ojos
como platos. ¡Sí, sí, cómo lo oyes! No te puedo decir si tiene buena posición o
si es de buena familia, porque lo cierto es que no lo sé. Lo único que sé es
que vive en el portal de enfrente, que es pintor de cuadros, me lo dijo Juanita,
la portera de enfrente, ah, y también sé que le gusta la fotografía. Olvido
mira, soñadora, a un punto incierto de la pared marfil. ¿Sabes, mamá, que fue
sacando fotos cómo le conocí? Se ríe. Y aunque todavía no me ha propuesto nada
no creo que tarde en darme una señal. Y en cuanto lo haga te juro que no me lo
pienso dos veces. Tempus fugit. A ir al cine, al teatro, a conciertos, a discotecas,
ésas de las que tu no querías ni oír hablar porque decías que era un invento
del diablo, un sitio indecente donde las parejas iban a toquetearse a
oscuras... Mira a su madre retadora. Aunque la realidad es que las discotecas
no las soportabas porque papá no murió de un infarto una noche en acto de
servicio como ponía la esquela que publicaste en cinco periódicos, sino en un
acto mucho más lúdico y carnal en el “Paradise Club”. Su madre desvía la vista hacía otro lado y
cierra los ojos, apretándolos mucho, como si con ello pudiera desoír lo que su
hija le está contando. Sí, madre, siempre lo he sabido, lo mismo que todo el
vecindario lo sabía, pese a tu intento inútil de preservar la imagen de familia
ejemplar. Mira el reloj. Uy, me voy antes de que me cierren la mercería que
hay en la calle principal, donde he visto un conjunto de lencería fina de color
malva precioso, si madre, me deshice de las bragas altas de algodón y los sujetadores
como de ortopedia que me comprabas por docenas. Se levanta, va a dar un beso a
la anciana que está al borde del paroxismo, pero en el último momento se lleva
el dedo índice a los labios y con él le roza la frente. Bueno, lo dicho, hasta
el próximo sábado.
Acto Quinto
Después de la
exhibición impúdica hace cinco días en el balcón no ha vuelto a tener noticias
de él. Y está tan nerviosa y preocupada que no hace otra cosa que asomarse a la
ventana para ver si le ve, mirándola como antes. Pero nada. Claro que si ella se había insinuado, si a plena luz
del día había colocado la mecedora en medio del balcón, arrancado una flor de
su lady y meciéndose, tac, tac, tac, tac, se había pasado la flor desde las uñas
de los pies recién pintadas de rojo pasión hasta las caderas, mientras su bata,
a medida que avanzaba, se abría más y más, si luego se había volteado a un lado
mostrándole ampliamente su glúteo derecho y sin dejar de mecerse, tac, tac,
tac, se había volteado hacia el otro lado, como imaginaba hacían las modelos al
posar para una cámara, si se había abanicado con la flor y, sonriendo plácidamente,
la había colocado en el centro justo del canalillo, mostrándole la buena
combinación que hacían el malva de su “Plymount” y el tono a juego del
conjuntito de encaje que acababa de estrenar... En fin, si había hecho todas
estas cosas, había sido única y exclusivamente para incitarle a dar un paso más
en su particular y muda relación.
Pero algo no
había salido bien y, desesperada, decide pasar a la acción. Le escribe una nota: “Te espero el jueves a las diez en la boite el Pintor. Tuya. Olvido (la
vecina de enfrente)”. Lee la nota, tacha lo de tuya y lo vuelve a poner.
Tras comprobar desde la ventana que “su” hombre, primero, y Juanita más
tarde, han salido, cruza la calle, entra en el portal y se acerca a los buzones
de correos, pero en la garita de la
portera ve, pinchadas en un corcho y numeradas, todas las llaves de los vecinos. ¿Y si cogiera un
momento las llaves del segundo y entrara? La casa, había leído no hace mucho en
una revista de decoración, es una radiografía de uno y lo que allí vea puede
darle pistas de cómo encauzar su relación, porque fuera de esos escarceos
balcón-ventana bien poco sabe, en realidad, del hombre que le quita el sueño.
¿Y si la pillan? Claro que ella no es
una delincuente, cogerá las llaves un momento y las dejará en su sitio, además
en la vida hay veces que una tiene que arriesgarse si no quiere perder el tren
y ella, desde luego, no quiere.
Coge las
llaves, sube las escaleras y abre la puerta. Mientras se dirige a la habitación
del fondo le sorprende lo fácil que le está resultando todo. Al lado de la
ventana ve un bastidor con un cuadro. Se acerca como atraída por un imán y se
reconoce en la mujer semidesnuda que aparece en el centro. Su rostro, surcado
por profundas arrugas, se retuerce en una obscena mueca de placer. Rodean a la
mujer geranios de todos los colores, blancos, rosas, fucsias, rojos, amarillos
que reproducen esa misma mueca alucinada, esperpéntica. En la base del cuadro
lee: Vejez patética.
Con la
respiración agitada, como si le faltase el aire, da un paso atrás y regresa
corriendo a su piso. Con las tijeras de podar sale al balcón y corta compulsiva
y rabiosamente sus geranios, reservándose el “Plymount” para el final. En el
ambiente se respira un fuerte olor a hierro. Se arrodilla y rodeada de una
carnicería de esquejes troncha, una por una, las ramas de su geranio preferido,
pero al llegar al tronco, los ojos anegados de lágrimas, murmura débilmente:
“No puedo hacerlo, no puedo”.
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