De dinosaurios y de elefantes
En un taller de escritura oí que
Cortázar había dicho que siempre que en
un relato aparecía un animal, seguidamente aparecía otro. Probadlo, veréis como se cumple con rigurosidad cartesiana.
Martín Expósito Expósito
espera sentado frente a la puerta del eminente psiquiatra. Es la primera vez
que acude a la cita y no deja de morderse los pellejos que recubren sus uñas.
Está muy preocupado porque desde hace dos
meses y medio, a la hora exacta en que se pone el sol, ve dinosaurios en
las paredes y hasta en el techo de su casa. Los dinosaurios le saludan con las patas
delanteras, le sonríen, le hacen guiños, le hablan de una forma tan rápida que es
incapaz de entenderles, ¿o será que hablan en otro idioma? Son grandes,
pequeños, verdes, parlanchines e inquietos. A veces se desplazan en manada de
una pared a otra o se los encuentra solitarios debajo del armario. Con todo el trajín
que se traen le tienen las paredes hechas un asco. Ya ha llamado a cinco
pintores para que las adecenten, y cada uno de ellos al entrar en su casa niega
la existencia de huellas. Cuando él insiste “pero fíjese en ese rincón, ahí,
justo ahí, están las marcas de dos patas enormes”, le observan con recelo y
seguidamente ponen pies en polvorosa. El último llegó más lejos, le dijo que se
lo tenía que hacer mirar, que nunca antes había visto a nadie tan mal de la
cabeza. Por poco llegan a las manos. Después de reflexionar ha decidido consultarlo.
Aunque faltan diez
minutos para la hora de la cita un hombre menudo con una bata blanca le abre la
puerta del despacho, le sonríe con sonrisa cariada, le invita a pasar.
Lo primero que llama
la atención de Martín Expósito Expósito nada más entrar, es el colmillo de
marfil de un elefante, justo encima del sillón del insigne médico. Al ver el colmillo no puede evitar pensar en
sus dinosauros.
–¿Le gusta? –pregunta
el psiquiatra señalando el cuerno.
–Sí, mucho.
–¿Mucho cuánto?
–Mucho bastante.
Es…alucinante estar tan cerca de uno.
–Una. El cuerno pertenece
a mi esposa Carolina. Pero siéntese.
Martín le mira
perplejo. Toma asiento frente al doctor que le agasaja con otra de sus sonrisas
cariadas y le muestra la foto encima de la mesa de un gran elefante adulto rodeado
de tres crías en medio de la extensa sabana.
–Mírela aquí con los
niños cuando vivíamos en Kenya. El de la derecha es Pablo, el menor de mis
retoños, y estas dos mujercitas que ve aquí –las señala con el dedo índice– son
Amalia y Amelia. ¿Usted ha estado alguna vez en Kenya?, ¿no? Pues no deje de ir,
se lo recomiendo. Es…, como le explicaría, el reino de los elefantes.
Martín Expósito
Expósito escucha atentamente asintiendo a cada una de las explicaciones del
doctor.
–En realidad ése fue el
último verano que pasamos juntos y felices. Luego nos trasladamos a Madrid y la
cosa cambió. Mi mujer decía que echaba de menos el campo, que no soportaba la
cautividad y aunque yo tenía la esperanza de que con el tiempo y una caña se
fuera acostumbrando a la gran urbe, un día, la muy ingrata, se fue de casa sin
dejar una triste nota y lo peor de todo, llevándose con ella a nuestros vástagos,
–una lágrima discurre por su mejilla–. Claro que yo la seguí… la inmortalicé. Y
aquí encima la tengo. Bueno, no es ella al completo, ya lo sé, pero me
conformo… a los muchachos, en cambio, no hubo manera de recuperarlos. Habían
heredado el espíritu libre de su madre y huyeron, con la gracilidad que
caracteriza a la juventud, sin dejar ni rastro. Aunque puse la correspondiente denuncia
en comisaría, no hubo nada qué hacer. Ya eran mayores de edad, por otro lado. A
propósito, ¿cómo se llama?
–Martín, Martín
Expósito Expósito.
–Pues no es que yo lo
diga, Martín, pero Carolina era una auténtica belleza, la reina de las
elefantas, se lo digo yo. Si usted la
hubiera conocido en persona podría dar fe. Tenía esas formas tan…rotundas, sí,
eso es, rotundas. Y éramos una familia tan compenetrada al principio –las
lágrimas caen ahora sin rebozo por la cara del médico–. Si había que llevar a
nuestras elefantitas a clase de ballet íbamos juntos, si a Pablo al zoo a ver
los leones, también. A Pablo, sabe, le encantaba el zoo. Y no es de extrañar, claro,
dada su esencia animal. La verdad es que después de dos años me cuesta entender
porqué me abandonó… yo siempre fui un buen marido, nunca la engañé…bueno, una vez
sí lo hice… en un safari que hice a Botsuana, pero fue una aventurilla minúscula,
un escarceo importancia, y pondría la mano en el fuego a que de ese “asuntillo”
Carolina ni se enteró. Ella iba a lo suyo, y lo que más le gustaba era campar a
sus anchas. Todavía me acuerdo de las siestas monumentales que se pegaba con
esos ronquidos que eran música celestial para mis oídos y que por desgracia –el
médico llora ahora a moco pelado– ya no
volveré a escuchar jamás.
–No se apene, doctor.
El pasado pasado está.
–Ya, ya, como a usted
no le afecta.
El médico se suena
con estridencia en la manga de la bata. Luego parece darse cuenta de la
turbación que este gesto causa en su interlocutor, y añade:
–No está bien que me
suene a la bata ¿Verdad?
Martín Expósito
Expósito se encoge de hombros. Luego niega con la cabeza.
–Ya. Siempre me lo
dicen, que cuide las formas, que tenga educación, pero a veces se me olvida. Es
por el tiempo que pase en la sabana, ¿sabe? Allí todo es diferente, más salvaje
y natural, ¿no tendrá un clínex?
Martín vuelve a
negar.
–¿No? ¡Vaya!
El psiquiatra se
dispone a abrir el cajón de la mesa del despacho, pero en el último instante,
como si se le hubiera ocurrido una idea mejor, se pone en pie:
–Ah, ya sé, mejor voy
a buscarlo a la planta. Allí siempre hay siempre montones. Espere un momento, enseguida
bajo y le sigo contando de donde me viene está obsesión por los elefantes. Porque
usted, como todo bicho viviente, también tendrá la suya. ¿A que sí, pillín?, ¿a
que alguna obsesión tiene?
Martín Expósito
Expósito va a contarle su reciente obsesión por los dinosaurios que ve en todas
partes y que nadie más que él ve, pero el doctor Ripoll alcanza la puerta y sin
dejarle hablar, hace mutis por el forro.
Al quedarse solo en
el despacho se fija detenidamente en la foto de la opulenta Carolina con sus
retoños. Luego levanta la vista a su cuerno nasal ¡Cuánto debe sufrir el doctor
con tamaña pérdida! A él eso no le va a pasar, no tiene familia, así que no
tiene riesgo de perderla. Además, se está mejor solo. Bueno, él solo no está.
Desde hace dos meses y medio le acompañan, a la hora exacta en que se pone el
sol, esos inofensivos dinosaurios que no hay forma de despegar de las paredes ni
del techo, ni de que dejen de parlotear y señalarle con sus patas o mover el
rabo como si tuvieran que contarle algo, ¿algo qué? No sabe. Hasta ahora les ha
ignorado. Pero desde hoy les mirará de frente. Escuchará lo que tengan que
decirle. Y si lo que hablan es otro idioma intentará aprenderlo. Sí, aprenderá
el lenguaje de los dinosaurios. Se hará su amigo y así no estará tan solo.
Además, a él personalmente le gustan mucho más, sin punto de comparación, que
los elefantes. Son más arcaicos, tienen,
como lo definiría, más solera. Al abandona la consulta ve sentadas a dos
mujeres en dos asientos bajos. Seguro que son pacientes del doctor Ripoll. Que
las atienda cuando vuelva porque a él ya no le hace falta. Él ya está curado. Justo
a la salida del frenopático se choca con un hombre fornido, ataviado con un
elegante abrigo de cachemir y un sombrero rematado con una pluma de faisán.
Martín siente en su mejilla el roce de la lana del abrigo, y tras esbozar una
torpe e ininteligible disculpa, alcanza la calle. Es por esto que no puede ver como
el hombre se introduce en el despacho que acaba de abandonar para, sustituida
la ropa de calle por una bata inmaculada, asomarse a la puerta y llamarle a él,
a Martín Expósito Expósito, varias veces. Tampoco puede oír cómo las dos
mujeres sentadas frente el despacho del eminente psiquiatra se deshacen en
explicaciones acerca de un señor menudo con una bata blanca que subió en el
ascensor, y de otro que salió hace unos segundos del despacho. Ni puede,
tampoco puede, escuchar el comentario del psiquiatra: “Cayo Barroso, de la cama
doscientos dos, seguro que la ha vuelto a armar escenificando otro de sus
floridos delirios de grandeza”, porque ya ha alcanzado la calle y, presa de una
recuperada tranquilidad, se dirige a su casa dispuesto a entablar amistad con las
manadas de dinosaurios verdes, grandes, pequeños, parlanchines e inquietos, que
le esperan para recibirle con las patas delanteras bien abiertas.
"De dinosaurios y de elefantes" fue uno de los veinte relatos finalistas del I Concurso convocado de este género por el café-libreria de Madrid "El dinosaurio todavía estaba allí" (2013).
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