sábado, 14 de junio de 2014


Los espacios significan. Y los espacios que un día fueron, espacios de nuestra infancia, aparentemente olvidados, selectivos y borrosos condicionan además nuestra forma de ser, de mostrarnos.


 La casa de mi abuela

Mi abuela tenía una hermosa casa de dos plantas. 
A ella accedíamos por la puerta trasera, metálica y marrón, que daba a un amplio  corral. A través del corral, pasando un descansillo con el suelo de mazarrón, llegábamos a la cocina de diario.

La cocina de diario de mi abuela tenía unas amplias cristaleras bajo las que se alojaba un sencillo banco de madera con ondas en el respaldo.

También había una mesa camilla en la que se comía, se conversaba, se jugaba a las cartas, se leía el periódico, se hacían deberes y labores.

El epicentro de la estancia lo conformaba una chimenea con arnal en la que algunas tardes especiales de invierno ella, generosa y alegre, nos asaba pitarros envueltos en papel de estraza o asaba patatas o castañas.

Otras veces sentados a la lumbre escuchábamos la telenovela que emitía la radio colgada de un basal adornado con puntillas. 

En un rincón apartado de la cocina, casi invisible y apagado, estaba el frigorífico, que se usaba para guardar medicinas y revistas.  

En la cocina de diario de mi abuela hacíamos la vida en invierno.

Pegado a la cocina había un pequeño cuarto con un infiernillo de porcelana en el que mi abuela preparaba el sempiterno cocido de mediodía o los huevos o pescado de la noche. En una honda pila de granito con un tajo inclinado fregaba luego los cacharros.

En esa misma pila mi abuela me bañó la víspera de mi primera comunión.

Los enseres los guardaba en un aparador blanco y alto, situado al fondo, lleno de cajones.  

Como la puerta delantera permanecía invariablemente cerrada a la parte “noble” de la casa accedíamos a través del descansillo. Nada más traspasarlo, en el bajo de la escalera, estaba la despensa, que olía a humedad y a cal a partes iguales. En ella guardaba los bollos bañados, los coquitos, las pastas y mantecadas que elaboraba con sus propias manos para ocasiones especiales (la feria, el Socorro, el día de Santa Cruz o el del Pan y el Queso), también guardaba los chorizos de la matanza conservados bocabajo en un garrafón colmado de aceite, los huevos, el jamón, un ajedrez con fichas de madera –la inevitable pérdida de algunas piezas originales había llevado a la sustitución de éstas por otras rudimentarias­–, varias hamacas.

A mano derecha había un aseo sin bañera y sin ducha, y anexo a éste un cuarto que jamás se usaba, con una cocina económica empotrada en la pared que albergaba muestras de ganchillo, caramelos de Francia con sabor a frambuesa, una caja blanca y grecas azules de “pastilles vichy-état”, aunque el tesoro más preciado era la piel recién mudada de una serpiente.     

De esta cocina de adorno, cocina de domingos, se pasaba al salón que solo vi usar el día de las bodas de oro de mis abuelos; se trataba de un espacio rectangular con un amplio ventanal que daba a la calle rodeado de sillas labradas con rostros de perfil de señores antiguos, una mesa central y un aparador alto.

A la planta superior se accedía por unas escaleras de tarima, amarillas y enceradas. A derecha e izquierda quedaban, dos y dos, las habitaciones de paredes encaladas y exentas de adornos, -a lo sumo las decoraba un cuadro de santos o un cristo crucificado-, con su cama, su armario empotrado y su mesita de noche donde descubrí readers digest antiguos, escapularios, monedas, sellos y hasta botones.

Al desván nunca accedí, tampoco despertó mi curiosidad. La vida en los espacios inferiores de la casa era tan intensa que no fue necesario.

Había además en la casa de mi abuela un corral enorme con un jardín bien delimitado, gallineros, caedizo, una cuadra de adobe con un altillo al que se accedía por una escalera de madera apoyada en la pared.

En la cuadra se guardaba el banco de matar el cerdo, los barreñones, y dentro de una caja la máquina de hacer los chorizos.

En una ocasión encontré en la cuadra varios libros muy antiguos con pastas de piel y anotaciones escritas a mano que olían a viejo y a patatas y a tierra, cuya evocación hoy día me sigue provocando rechazo.

El montículo permanente de tierra y cascotes que había frente a la cuadra nos permitía izarnos a lo más alto de la tapia de ladrillo y divisar el corral de la vecina adusta, hermana del practicante del pueblo, huraña y solterona, poco amiga de niños.

Al fondo del corral, en una esquina, estaba la higuera.

También tenía el corral de mi abuela una tinaja con ondas horizontales, a modo de pellizcos, casi siempre mediada de agua.

En verano en el corral de la casa de mi abuela sacábamos las hamacas y hacíamos la vida.  

La casa de mi abuela fue la casa de mi infancia, el paraíso perdido, ese espacio de no necesitar donde un día estuvo comprendido el universo todo.




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