Buenas tardes hoy, 23 de julio de 2020, en el cementerio de
Astorga:
Desde el año 2014, qué rápido pasa el tiempo, llevo viniendo
a este lugar de Memoria junto con mi familia, invitada por el Ateneo
Republicano, en calidad de familiar de represaliados de Valderas. A mi abuelo,
lo he dicho muchas veces, pero lo repito, no importa repetir, necesito
repetirlo, le sacaron de la panadería en la que trabajaba un día de finales de
julio de 1936 y sin poder despedirse de su esposa, que era lo que más quería,
le subieron en una camioneta y le trajeron al cuartel de Santocildes. No fue el
único. No. En mi pueblo sacaron a 178 hombres, 178, que trasladaron a las
cárceles de Astorga y León. Muchos no volvieron.
Mi abuelo, estando preso, tuvo la mala suerte de participar, junto
con cuatro paisanos más de mi pueblo, su pueblo, en la confección de una carta
clave que querían sacar al exterior para tener noticias sobre los avances de la
guerra. La carta fue requisada a la novia de uno de ellos en una visita al
cuartel, y los cinco hombres, que han pasado a la historia de Valderas con el
nombre de “Los cinco de Trasderey”, fueron condenados a pena de muerte, ejecutada
mediante fusilamiento el 9 de octubre a las seis y diez de la madrugada en las
tapias de este mismo sitio donde nos hallamos.
Estar este año 2020 aquí, sin embargo, tiene para mí
connotaciones un poco distintas a los años anteriores por dos razones:
-Hoy, por fin, al fin, a esos cinco hombres de Valderas,
junto con los nombres de 35 represaliados más, se les puede nombrar. Nombrar,
nombrar, el primer oficio del ser humano, ponerle nombre a las cosas. Y ello es
así porque sus nombres aparecen inscritos, bien visibles, en la placa de este
humilde rincón, en este santuario de memoria para la Memoria colectiva.
Hoy, por fin, al fin, leemos entre los nombres de 35 represaliados
más: Pacífico Villar Pastor, Teófilo Alvárez García, Vicente Rodríguez
González, Germelino de Lera Caballero, José Gómez Chamorro. Y esto es muy
importante, porque al nombrarles, a través del recuerdo emocionado, les
devolvemos a la vida, aunque solo sea por unos instantes, lo que tardamos en
leerlo, y de una menera simbólica.
-La segunda cosa que hace que este año sea distinto es que mi
padre, Antidio Gómez Carriedo, que siempre nos acompañó en estos actos, y a
quien tan feliz hacía encontrarse con todos vosotros, ya no está. Nos dejó,
como muchos sabéis, la madrugada del uno de febrero de este año aciago y
bisiesto que se está llevando en su discurrir de días, meses y estaciones, a
los mejores.
Mi padre, hombre de tierra, de cielos abiertos, portador de
una sabiduría natural que no se aprende en las aulas, no hizo en su vida otra
cosa que trabajar, como su hermano, como mi abuelo, esa era su razón de ser, su
meta, su sentido: desde los once años atropando piedra hasta que las piernas le
sangraban, luego como pastor ovejas que era lo que más le gustaba, sí, le
gustaba, eso me decía, y lo que mejor sabía hacer, -conocía el ganado y sus
necesidades como la palma de la mano- y cuando con 38 años una enfermedad del
ganado le produjo una cardiopatía, trabajó cómo y en lo que pudo.
Cuidar de su familia y procurarnos un futuro mejor fue
también su prioridad; ello, junto con mi madre aquí presente (gracias, madre).
Y, por supuesto, trabajo por mantener viva la memoria de los
suyos. Mi padre siempre alzó la voz para contar la historia de su familia
represaliada y la suya propia. Y lo hizo sin pizca de rencor, sin odio, sin
revancha, guiado simplemente por el afán de que se supiera lo que pasó, de que
el asesinato de su padre, que era inocente, ¡era un panadero que amasaba el pan
con sus propias manos! y el encarcelamiento injusto de sus abuelos maternos, no
cayeran en saco roto, tuvieran algún sentido.
Dejándonos en legado unas
ideas y unos principios que tenía muy claros y que vamos a preservar.
Dice Emilio Lledó, filósofo, de 94 años de edad, en una entrevista concedida a El País durante
la fase dura de confinamiento que, a diferencia de lo que pasa en la naturaleza
que resurge cada primavera, a los hombres, a las mujeres, a las personas, no
nos es dada la continuidad -nacemos, crecemos, nos reproducimos, o no, morimos-;
sin embargo, tenemos el consuelo de la continuidad de nuestros ideales, la
continuidad futura de aspiraciones como la verdad, la justicia, la bondad, la
belleza. Estas prosiguen en otros aunque nosotros no estemos. Y también es
consolador, continuaba diciendo Lledó, mirar la vida de uno y encontrar en ella
cierta coherencia desde el principio al final.
Así miro y así veo yo la vida y la trayectoria de mi padre: integra,
coherente, digna.
Hace algo más de dos años, ya muy malín, vino un retratista a
nuestra casa de Madrid para hacerle unas fotos para la Memoria.
-No hay día que no pase… -empezó
diciendo pero no pudo seguir porque un nudo le oprimía la garganta. Extendidos
ante sí estaban los pocos objetos que consevaba de su padre: un reloj de cadena
parado a las ocho menos diez, la cartera de piel, el lápiz con el que
probablemente escribió la carta de despedida que sus nietos sí, pero mi padre nunca
llegó a leer.
La frase entera sería: “No hay día que
no pase que no me acuerde de los míos”.
El retratista, que era José Camó, le
contestó:
-Su emoción, ese sentimiento con el que
trasmite las cosas, es muy importante, es con lo que van a conectar las
generaciones futuras para que la historia no se olvide… Demasiados días me
encuentro con gente que me cuenta historias parecidas. Pero sepa que hay
personas que trabajamos, que trabajan, para que esto que pasó, que quisieron
literalmente borrar como si no hubiera existido, no se pierda.
Luego se abrazaron fraternalmente, el
retratista se fue.
Y ese justamente es el sentido de todo
esto. Que la pizarra de la memoria siga escrita y se lea, como hoy aquí se
pueden leer en esta placa los nombres de Miguel, de Ildefonso, de Bienvenido,
de Gerardo, de Balbina de Paz y de tantos y tantos otros. Y que si se borran
cogemos la tiza y los volvemos a escribir porque la vida es una pizarra y hay
gente, ya lo hemos visto, que la borra.
Quiero terminar mi intervención leyendo junto con mi sobrina,
Lucía Marcos Gómez, biznieta con Memoria, un poema que escribí durante el confinamiento
pues creo que de alguna manera auna pasado, presente y futuro de mi memoria
familiar.
De niños
a la hora de la comida,
oíamos cosas.
-mi padre sentado en el
banco
de brazo mellado
que heredó de sus
abuelos-.
Oíamos cosas como
“Le sacaron de la
panadería en la que trabajaba,
y antes de que lo
montaran en la camioneta,
antes de que se lo
llevaran a un sitio donde nunca había estado
y del que jamás
volvería,
mandó a buscar a su
hijo mayor, once años,
un pañuelo blanco que
se puso en el brazo”.
(Para qué, me pregunto
yo hoy
cuando ya nadie me
puede explicar,
el porqué de ese
pañuelo).
Oíamos cosas…
Afirmaciones
atravesadas por la vida como
“Le condenaron, ya ves
tú, por una carta
en la que preguntaban
qué majuelos iban más
adelantados
si los de
Valdelasvacas, situados a la derecha de Valderas,
o los de Trasderey,
ay, a su izquierda”.
Oíamos cosas como
“Le hicieron la misa
del entierro en vida”,
o “Esperábamos largas
colas en el auxilio social”
y un día aquellos,
acercándose, dijeron:
“¡Qué niño tan rico!”,
“¿De quien eres, bonito?” ,
y luego… tras un silencio…
ay los silencios,
ay los silencios,
“Ojalá hubiéramos
acabado con la raza”.
Oíamos cosas íntimas,
familiares y sencillas,
que a veces, es
verdad,
“Se ve que doña Eloína
no pudo hacer nada”
no entendíamos muy
bien
Y exclamaciones
oíamos,
“¡Que nunca paséis por
lo que pasamos nosotros!”,
y lamentos oíamos,
“la herida que
llevamos dentro dura toda la vida”
y confesiones oíamos,
“Mi madre sacaba del
seno un cantero de pan
que lo había robado al
amo y nos lo daba”,
también deseos,
¿Una naranja? Qué rica
una naranja. Una naranja solo había en reyes, y a repartir con los hermanos.
Oíamos auxilio social,
garbanzos,
misa en vida, pañuelo
blanco,
carta de despedida,
cantero de pan, seno, madre, doña Eloína,
naranja, qué niño tan
rico, raza, acabar con la raza,
y era entonces, en ese
instante preciso, acabar con la raza, cuando la sopa se nos hacía demasiado
densa,
intragable.
A fuerza de oír esas
cosas
-mi padre sentado en
el mismo banco de brazo mellado
en el que antes se
sentaron sus abuelos-,
fuimos construyendo
pieza a pieza
el puzle de la memoria familiar,
para que tú sepas,
hijo mío,
que tu libertad fue
forjada con su lucha,
que no hay hoy sin
ayer,
y nunca,
nunca,
olvides.
Gracias, al Ayuntamiento
de Astorga por hacer posible este acto, al Ateneo Republicano de Astorga por
tenernos a mi familia y a mí siempre presentes, a Miguel García Bañales, por su
trabajo de investigación y entrega siempre en pro de Ellos, a Isamil9,
cantautora, compañera, por ser la voz de la Memoria y estar siempre ahí, a
todos ustedes por acompañarnos este día.
No olvidar es nuestro
compromiso. Porque se lo debemos. Porque es deber de Memoria.
Salud, Memoria, 23 de julio, 40 nombres al fin, por fin, al
fin, rehabilitados en un día para la
verdad, la justicia, la reparación. La coherencia.
(Texto leído en el cementerio de Astorga el 23/julio/2020 en el contexto de la inauguración de la placa de los represaliados republicanos de Astorga en la Guerra Civil).
No hay comentarios:
Publicar un comentario