jueves, 8 de octubre de 2020

 


Buenas tardes hoy, 23 de julio de 2020, en el cementerio de Astorga:

 

Desde el año 2014, qué rápido pasa el tiempo, llevo viniendo a este lugar de Memoria junto con mi familia, invitada por el Ateneo Republicano, en calidad de familiar de represaliados de Valderas. A mi abuelo, lo he dicho muchas veces, pero lo repito, no importa repetir, necesito repetirlo, le sacaron de la panadería en la que trabajaba un día de finales de julio de 1936 y sin poder despedirse de su esposa, que era lo que más quería, le subieron en una camioneta y le trajeron al cuartel de Santocildes. No fue el único. No. En mi pueblo sacaron a 178 hombres, 178, que trasladaron a las cárceles de Astorga y León. Muchos no volvieron. 

 

Mi abuelo, estando preso, tuvo la mala suerte de participar, junto con cuatro paisanos más de mi pueblo, su pueblo, en la confección de una carta clave que querían sacar al exterior para tener noticias sobre los avances de la guerra. La carta fue requisada a la novia de uno de ellos en una visita al cuartel, y los cinco hombres, que han pasado a la historia de Valderas con el nombre de “Los cinco de Trasderey”, fueron condenados a pena de muerte, ejecutada mediante fusilamiento el 9 de octubre a las seis y diez de la madrugada en las tapias de este mismo sitio donde nos hallamos.  

 

Estar este año 2020 aquí, sin embargo, tiene para mí connotaciones un poco distintas a los años anteriores por dos razones:

 

-Hoy, por fin, al fin, a esos cinco hombres de Valderas, junto con los nombres de 35 represaliados más, se les puede nombrar. Nombrar, nombrar, el primer oficio del ser humano, ponerle nombre a las cosas. Y ello es así porque sus nombres aparecen inscritos, bien visibles, en la placa de este humilde rincón, en este santuario de memoria para la Memoria colectiva.

 

Hoy, por fin, al fin, leemos entre los nombres de 35 represaliados más: Pacífico Villar Pastor, Teófilo Alvárez García, Vicente Rodríguez González, Germelino de Lera Caballero, José Gómez Chamorro. Y esto es muy importante, porque al nombrarles, a través del recuerdo emocionado, les devolvemos a la vida, aunque solo sea por unos instantes, lo que tardamos en leerlo, y de una menera simbólica.

 

-La segunda cosa que hace que este año sea distinto es que mi padre, Antidio Gómez Carriedo, que siempre nos acompañó en estos actos, y a quien tan feliz hacía encontrarse con todos vosotros, ya no está. Nos dejó, como muchos sabéis, la madrugada del uno de febrero de este año aciago y bisiesto que se está llevando en su discurrir de días, meses y estaciones, a los mejores.  

 

Mi padre, hombre de tierra, de cielos abiertos, portador de una sabiduría natural que no se aprende en las aulas, no hizo en su vida otra cosa que trabajar, como su hermano, como mi abuelo, esa era su razón de ser, su meta, su sentido: desde los once años atropando piedra hasta que las piernas le sangraban, luego como pastor ovejas que era lo que más le gustaba, sí, le gustaba, eso me decía, y lo que mejor sabía hacer, -conocía el ganado y sus necesidades como la palma de la mano- y cuando con 38 años una enfermedad del ganado le produjo una cardiopatía, trabajó cómo y en lo que pudo.  

Cuidar de su familia y procurarnos un futuro mejor fue también su prioridad; ello, junto con mi madre aquí presente (gracias, madre).

Y, por supuesto, trabajo por mantener viva la memoria de los suyos. Mi padre siempre alzó la voz para contar la historia de su familia represaliada y la suya propia. Y lo hizo sin pizca de rencor, sin odio, sin revancha, guiado simplemente por el afán de que se supiera lo que pasó, de que el asesinato de su padre, que era inocente, ¡era un panadero que amasaba el pan con sus propias manos! y el encarcelamiento injusto de sus abuelos maternos, no cayeran en saco roto, tuvieran algún sentido.

 Dejándonos en legado unas ideas y unos principios que tenía muy claros y que vamos a preservar.

 

Dice Emilio Lledó, filósofo, de 94 años de edad,  en una entrevista concedida a El País durante la fase dura de confinamiento que, a diferencia de lo que pasa en la naturaleza que resurge cada primavera, a los hombres, a las mujeres, a las personas, no nos es dada la continuidad -nacemos, crecemos, nos reproducimos, o no, morimos-; sin embargo, tenemos el consuelo de la continuidad de nuestros ideales, la continuidad futura de aspiraciones como la verdad, la justicia, la bondad, la belleza. Estas prosiguen en otros aunque nosotros no estemos. Y también es consolador, continuaba diciendo Lledó, mirar la vida de uno y encontrar en ella cierta coherencia desde el principio al final.

Así miro y así veo yo la vida y la trayectoria de mi padre: integra, coherente, digna. 

Hace algo más de dos años, ya muy malín, vino un retratista a nuestra casa de Madrid para hacerle unas fotos para la Memoria.

-No hay día que no pase… -empezó diciendo pero no pudo seguir porque un nudo le oprimía la garganta. Extendidos ante sí estaban los pocos objetos que consevaba de su padre: un reloj de cadena parado a las ocho menos diez, la cartera de piel, el lápiz con el que probablemente escribió la carta de despedida que sus nietos sí, pero mi padre nunca llegó a leer.  

La frase entera sería: “No hay día que no pase que no me acuerde de los míos”.

El retratista, que era José Camó, le contestó:

-Su emoción, ese sentimiento con el que trasmite las cosas, es muy importante, es con lo que van a conectar las generaciones futuras para que la historia no se olvide… Demasiados días me encuentro con gente que me cuenta historias parecidas. Pero sepa que hay personas que trabajamos, que trabajan, para que esto que pasó, que quisieron literalmente borrar como si no hubiera existido, no se pierda.

 

Luego se abrazaron fraternalmente, el retratista se fue.



 

Y ese justamente es el sentido de todo esto. Que la pizarra de la memoria siga escrita y se lea, como hoy aquí se pueden leer en esta placa los nombres de Miguel, de Ildefonso, de Bienvenido, de Gerardo, de Balbina de Paz y de tantos y tantos otros. Y que si se borran cogemos la tiza y los volvemos a escribir porque la vida es una pizarra y hay gente, ya lo hemos visto, que la borra.

 

Quiero terminar mi intervención leyendo junto con mi sobrina, Lucía Marcos Gómez, biznieta con Memoria, un poema que escribí durante el confinamiento pues creo que de alguna manera auna pasado, presente y futuro de mi memoria familiar.

 

De niños

a la hora de la comida,

oíamos cosas.

-mi padre sentado en el banco

de brazo mellado

que heredó de sus abuelos-.

 

Oíamos cosas como

“Le sacaron de la panadería en la que trabajaba,

y antes de que lo montaran en la camioneta,

antes de que se lo llevaran a un sitio donde nunca había estado

y del que jamás volvería,

mandó a buscar a su hijo mayor, once años,

un pañuelo blanco que se puso en el brazo”.

 

(Para qué, me pregunto yo hoy

cuando ya nadie me puede explicar,

el porqué de ese pañuelo).

 

Oíamos cosas…

Afirmaciones atravesadas por la vida como

“Le condenaron, ya ves tú,  por una carta

en la que preguntaban

qué majuelos iban más adelantados

si los de Valdelasvacas, situados a la derecha de Valderas,

o los de Trasderey, ay, a su izquierda”.

 

 

Oíamos cosas como

“Le hicieron la misa del entierro en vida”,

o “Esperábamos largas colas en el auxilio social”

y un día aquellos, acercándose, dijeron:

“¡Qué niño tan rico!”, “¿De quien eres, bonito?” ,

y luego…  tras un silencio…

ay los silencios,

ay los silencios,

“Ojalá hubiéramos acabado con la raza”.

 

 

Oíamos cosas íntimas, familiares y sencillas,

que a veces, es verdad,

“Se ve que doña Eloína no pudo hacer nada”

no entendíamos muy bien

 

 

Y exclamaciones oíamos,

“¡Que nunca paséis por lo que pasamos nosotros!”,

y lamentos oíamos,

“la herida que llevamos dentro dura toda la vida”

y confesiones oíamos,

“Mi madre sacaba del seno un cantero de pan

que lo había robado al amo y nos lo daba”,

también deseos,

¿Una naranja? Qué rica una naranja. Una naranja solo había en reyes, y a repartir con los hermanos.

 

Oíamos auxilio social, garbanzos,

misa en vida, pañuelo blanco,

carta de despedida, cantero de pan, seno, madre, doña Eloína,

naranja, qué niño tan rico, raza, acabar con la raza,

y era entonces, en ese instante preciso, acabar con la raza, cuando la sopa se nos hacía demasiado densa,

intragable.

 

A fuerza de oír esas cosas

-mi padre sentado en el mismo banco de brazo mellado

en el que antes se sentaron sus abuelos-,  

fuimos construyendo

pieza a pieza

el puzle  de la memoria familiar,

para que tú sepas,

hijo mío,

que tu libertad fue forjada con su lucha,

que no hay hoy sin ayer,

y nunca,

nunca,

olvides.  

 

Gracias, al Ayuntamiento de Astorga por hacer posible este acto, al Ateneo Republicano de Astorga por tenernos a mi familia y a mí siempre presentes, a Miguel García Bañales, por su trabajo de investigación y entrega siempre en pro de Ellos, a Isamil9, cantautora, compañera, por ser la voz de la Memoria y estar siempre ahí, a todos ustedes por acompañarnos este día.

 

No olvidar es nuestro compromiso. Porque se lo debemos. Porque es deber de Memoria.

Salud, Memoria, 23 de julio, 40 nombres al fin, por fin, al fin,  rehabilitados en un día para la verdad, la justicia, la reparación. La coherencia.




(Texto leído en el cementerio de Astorga el 23/julio/2020 en el contexto de la inauguración de la placa de los represaliados republicanos de Astorga en la Guerra Civil). 

 

 

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