Gelín habla con su pierna
Gelín se recoge
con una pinza la pernera izquierda del pantalón del único traje que tiene con sumo
cuidado, casi con reverencia, plisando la tela como si cerrara un acordeón. En
la mesa están dispuestos los gladiolos que cortó la tarde anterior en la huerta,
poco después de enterarse de lo de Carlines. Con ellos en una bolsa, apoyado en
las muletas, más solemne y curiosín que otros días, se dirige al camposanto como
todos los sábados desde que aquel aciago quince de noviembre, hoy hace
dieciocho años, el tren de la FEVE
le arrollara la pierna.
En la cuesta se
encuentra con la tía Pascua, enterona y revieja, que vuelve del cementerio.
–¿Qué, Gelín, ya
vas?
–Sí, ya voy –contesta
él.
–¿Se sabe algo nuevo
de Carlines? –al oír la pregunta Gelín se para en seco.
–No, nada, yo al
menos no sé nada.
–Boniticas
flores llevas hoy… los tuyos te lo agradecerán.
–A ver –dice por
decir algo y continúa su trayectoria.
Pero lo cierto
es que Gelín no lleva las flores a los suyos, las lleva a su pierna, enterrada
también en el panteón familiar, a quien cuenta sus confidencias. Claro que de esto
ni media a nadie no le vayan a tomar por loco y encerrar como hicieron con Manolo
la temporada que le dio por decir que veía vacas en las paredes de su casa. Además,
conversar con su pierna no cree que sea ninguna rareza, sino algo de lo más
natural, algo que, desde luego, él tiene de lo más asumido. Hasta la ha puesto nombre
de mujer, Paca la llama por su semejanza con pata, y ella le contesta, le da
prudentes consejos, “Esto es lo que tienes que hacer Gelín, esto es lo que más
te conviene”, que unas veces sigue y otras no. En alguna ocasión también discuten,
como todo hijo de vecino, no todo va a ser miel sobre hojuelas. Pero en los
dieciocho años que llevan separados se puede decir que se llevan bien, o muy
bien. La pierna es su alter ego, le entiende, le comprende y sabe tanto de él,
a veces más, que él mismo. En todo caso,
Gelín está convencido de que esa conexión especial que tiene con su pierna
a él le hace bien, y que lo que es bueno para uno no puede ser malo en general.
Para festejar la
mayoría de edad de Paca, hoy Gelín, que es un adán para las plantas, le lleva unos
gladiolos que ha cuidado con esmero durante semanas, pero en vez de sentirse contento,
se nota raro, revuelto, “amurriau”, sin
ápice del entusiasmo que le ha acompañado estos días. Y no se lo explica. No
cree que se deba al recuerdo de aquel mediodía aciago en que la mula que acababa
de comprar se trabó inamovible en la vía, y allí quedaron la mula y la pierna, ni
a la evocación del entierro que días después le hicieron a ésta última y al que
asistió, todavía dolido de un miembro que no tenía, como si de un hermano menor
o un hijo se tratarse, pues ambos episodios los ha rememorado tantas veces que los
tiene como desgastados. Pero el run run no se le va.
Como no sabe de
disimulos posa las flores en la lápida sin decir palabra.
Es Paca la que le habla, le
pregunta.
–¿Qué te cuentas?
–Poca cosa, ya eres mayor de
edad.
–Sí, dieciocho años que han
pasado sin sentir.
–Pues a mí a veces me dan
ganas de dejarlo todo…, el huerto, la partida de dominó en el Carulo con esa panda de viejos gruñones,
los vinos de la tarde, y venirme de una vez por todas a descansar contigo.
–Uyyyy como estás hoy, esos nuberus…
–¡Qué nuberus ni que hostias! –contesta a la defensiva.
Cruza un silencio de ángel, secundado
por el sonido apaciguador de olas.
–Bueno… – Paca carraspea– ¿Alguna novedad?
–El Carlines, que le dio un flu. Le llevaron pa Oviedo. Los vientos del pueblo dicen que se recuperará, y ya
sabes que los vientos del pueblo siempre o casi siempre aciertan. Pero también
dicen que hay que esperar.
–¿Y no crees que ya va siendo
hora de que hagáis las paces? Os vais a morir y cada uno por vuestro lado.
–¿Con ese orgulloso y ruin? ¡Quita
por Dios! Mira que enemistarse por nada.
–¿Por nada, dices? Uhhhhh…
Gelín rememora el día del
enfado. De la misma quinta, Carlines y él habían ido a la escuela juntos, y
aunque en ocasiones se chinchaban y rivalizaban, habían compartido juegos y
deberes y algún que otro castigo. Y
vinos de mayores en la taberna, al finalizar la jornada, hasta el día de la
broma gorda que Carlines no le volvió a dirigir la palabra. Ocurrió en
ese mismo escenario una noche de finales de octubre y de recogida de ogle. Se
había tomado unos cuantos aguardientes en el bar Carulo y en vez de irse a dormir a casa decidió bajar a la playa para nada
más clarear ponerse a la faena. Esos días la mar era generosa como una madre y arrastraba
montones de algas a la costa. Pero al llegar al camposanto, situado en un recodo
de la playa, le entró sueño. Entonces decidió descansar un rato al abrigo de
las tumbas. Buscó la de su tío Chuchu, cerca de la tapia, a la que tenía apego,
y se echó encima, mirando las estrellas. Con el batir relajante de las olas se
fue quedando dormido. Hasta que oyó en medio de la noche y como una profanación
un crujido de la puerta. Se asustó al principio, pero al ver la silueta
inconfundible de Carlines, flaca como un fideo, purridera en mano, el miedo se
trasformó en indignación, “Ay que joderse este husmias que quiere atrapar las
algas para el solo”. Entonces se le ocurrió. Se coloco detrás de la tumba, puso
las manos a modo de embudo y dijo con voz profunda, gutural, impostada:
–Carliiiiiines,
que no has sido buenooooo….
En medio de
la noche cerrada su voz sonó como un eco ominoso y terrible. Carlines reculó asustado.
Y repitió de una forma más profunda y terrorífica si cabe:
–Carliiiiiines,
que no has sido bueeeeeeeeno….
Carlines
echó a correr, y al salir del cementerio quedó atrapado por una zarza, que le
sujetaba por detrás como una mano invisible.
Entonces
repitió con voz más horripilante.
–Carliiiiiiines,
arrepiéeeeeeentete.
–Ahhhhh– grito
Carlines aterrorizado– Perdón,
perdón, padre, por gastarme la paga en juergas y en mujeres de mal vivir. Ya sé
que no lo soportabas, pero no me martirices más y suéltame.
Gelín vio en
la penumbra el rostro inundado de sudor de Carlines mientras hacía denodados esfuerzos
por desasirse. Cuando por fin lo logró huyó cuesta abajo como si le llevaran todos
los demonios.
Gelín no
paró de reírse hasta que amaneció. Luego bajó a la playa y cogió el mayor
cargamento de algas de su vida. Cuando hubo terminado la faena, vio plantado
delante de él, purridera en mano, al Carlines.
–¿Te creerás tú
muy gracioso?
–¿Yo? ¿Por
qué?
Carlines le
mostró la purridera y se dio cuenta, por una mella que tenía en una punta, que
era la suya. Con el susto y la carrera, Carlines debió abandonar su herramienta
de trabajo y él, equivocadamente, la cogió dejando la de su propiedad en el
suelo, donde finalmente la encontró el amigo.
–No me vuelvas
a dirigir la palabra en la vida –y dándole la espalda se largó.
Hasta ahora
lo había cumplido.
Un tarareo irónico de la
pierna le devolvió al presente.
–Bueno, Paca, ¿qué culpa,
digo, tengo yo de que creyera que la zarza era la mano de su padre, con el que
siempre se llevó a matar?
–Pues bien que te mofaste.
–Tal vez un poco, pero no sé
qué quieres que haga ahora.
–Pues ir a verlo.
–No me recibiría.
–Sí lo haría. Llévale
rosquillas que ya sabes lo goloso que es. Las rosquillas le dejaran indefenso.
Y licorín casero. Y tabaco, rubio, dos cartones.
–Joder, ya podía fumar
cuarterón como los demás.
–El agravio tiene un precio.
–Bueno, ya veré, no te
garantizo nada.
Pero lo cierto es que Gelín ya
está calculando los horarios del coche de línea que sale mañana para Oviedo. Cogerá
el de primera hora. Aunque antes tiene que comprar el tabaco en el estanco y las
rosquillas en la panadería de Chelo. El licor lo tiene en casa. No le queda
mucho tiempo. Se despide con prisa.
–Bueno, Paca, entonces hasta
el sábado.
Antes de alcanzar la puerta
del camposanto escucha una voz como procedente del más allá que le hace dar un
bote.
–Geliiiiiiiiin…
Se gira buscando la procedencia de la voz. No
la encuentra. De pronto oye un sonido como de cascabel y se da cuenta. Regresa
a la tumba.
–Hostias, Paca, me has dado
un susto de muerte.
La pierna no cesa de reír.
–¡Te creerás tú muy graciosa!
¿Qué coño quieres?
Entonces se da cuenta de que
justo esas mismas fueron las que pronunció Carlines el día del enfado. Se echa
a reír, ríen los dos.
–Que gracias por los
gladiolos, hombre, ah, y que no quiero volver a escuchar eso de que vendrás aquí
conmigo, ya lo sabes, la eternidad es muy larga y a ver quien sino me da
novedades de lo que pasa en el pueblo.
Parco en palabras, Gelín no
contesta, pero abandona el camposanto con una media sonrisa y sin ápice del
peso inexplicable que traía.
Sol Gómez Arteaga
NOTA: Relato publicado en la revista anual que edita el Ayuntamiento de Gordoncillo. León. Junio 2016.
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