Los
cinco de Trasrey
En memoria de Pacífico Villar Pastor,
Teófilo Alvárez García,
Vicente Rodríguez González,
Germelino de Lera Caballero,
José Gómez Chamorro.
Cuando la tarde del
diecisiete de septiembre de mil novecientos treinta y seis el juez de labio
leporino le puso delante de la mesa que los separaba las dos hojas escritas por
ambos lados con la letra ordenada del Chico y le preguntó si sabía qué era
aquello, Andrés, pese a haber sido advertido poco antes por Florencio, negó con
la cabeza.
“Nos han pillado la
clave”, le había dicho este último al pasar, blanco como la cera, en la galería
de presos. “¿Cómo ha sido…?”. “Al intentar meterlos en el bolso de Águeda
mientras me despedía”. “Pero…”. “No te puedo contar más”. Y siguió para
adelante. Luego habían sacado a Gildo y a Julián y al Chico. Y el último en
salir había sido él.
El sargento de la
guardia le había conducido a través de un oscuro pasillo hasta llegar a un
despacho en el que, sentado tras la mesa de escritorio, estaba su señoría que,
ocupado en limpiar sus lentes con un pico de la guerrera, apenas levantó la
vista cuando llegó él y, mucho menos, le mandó sentar.
Fue el secretario,
sentado en un pupitre escolar, muy tieso, quien tomó la palabra y le preguntó
su nombre y apellidos, edad, estado civil, profesión y estudios, mientras en
una Olivetti de teclas nacaradas iba trascribiendo las respuestas de Andrés, de
treinta y cuatro años de edad, casado, de profesión panadero, que sí sabía leer
y escribir.
Entonces el juez, muy
despacio, se caló sus lentes, sacó del cajón de su escritorio las dos hojas y,
arrojándolas sobre la mesa, le preguntó qué eran. La negativa de Andrés hizo
que el juez, ahora sí, le mirara detenidamente, para decir al cabo de un rato:
–Pues a ver cómo se
come eso si Hermenegildo, Hermenegildo se llama –el juez desvió la mirada hacia
el secretario que hizo un gesto afirmativo con la cabeza–, ha declarado que tú
estabas entre los que redactaste el borrador.
–Eso no es verdad.
–Al juez se le dice
señoría –corrigió el secretario.
–Eso no es verdad,
señoría.
–¿Ah, no?
–No… señoría. Yo pasaba
por allí y me detuve un momento donde los otros, que estaban escribiendo con
lápiz en unos papeles. Luego, cuando acabaron, me pidieron que se los llevara
al Chico, quiero decir a Agustín, para que, como es dependiente de comercio y
tiene buena letra y tinta, los pasara a limpio.
–Vaya –dijo el juez
levantándose y poniéndose frente a él–, esto ya es otra cosa. ¿Y quiénes son
esos otros que, según tú, estaban escribiendo?
El juez y el secretario
le miraron sin pestañear mientras Andrés, bajando la cabeza, dijo, tras un
largo silencio:
–Florencio y Gildo,
quiero decir, Hermenegildo, y Julián.
Andrés oyó, como un eco
ominoso, las pesadas teclas de la máquina trascribiendo el nombre de sus
paisanos.
–Ya –dijo el juez
triunfal moviendo las dos hojas en el aire hasta casi rozarle el rostro–, y
puesto que las transportaste no me vas a joder ahora y decir, después de la
tarde que llevamos, que desconoces su contenido.
Andrés miró una de las
hojas que tenía a un palmo de los ojos reconociendo en el acto la letra regular
del Chico.
–No…, señoría.
–Ni me negarás que
sabías que hoy Florencio iba a intentar sacarlas de la prisión para mantener
contactos con el enemigo y enterarse de las operaciones de la guerra.
–No, eso no. Eso lo
desconocía. Desde que llevé los papeles al Chico no volví a saber nada más de
ellos ni tampoco a quién iban dirigidos.
Andrés bajó la vista
sobre sus manos enlazadas y las apretó con fuerza, deseando que el
interrogatorio se acabara de una vez. Y añadió, con voz apenas audible:
–No sé más que lo que
le he contado, se lo juro.
Y cuando oyó al juez
decir: “Está bien, con éste hemos terminado por el momento, dame que firmo”,
casi no se lo pudo creer.
Tras firmar su
declaración sin darle tiempo a leerla, ni tan siquiera por encima, fue
conducido por el mismo pasillo hasta la galería, más silenciosa y vigilada que
de costumbre. Buscó con la mirada, entre los centenares de presos que a su vez
le miraban, a los de su pueblo. Y se topó, lo primero, con la del Chico. Luego
fue viendo, bastantes distanciados entre sí, a los otros. Esa tarde a los cinco
de Nava les habían prohibido juntarse y, cuando de nuevo sacaron a Florencio y
Gildo, esta vez juntos, y trajeron a Florencio solo y se llevaron al Chico, los
que habían sido devueltos a la galería intercambiaron miradas en la distancia
con gravedad, y se hicieron leves gestos con la cabeza o los hombros. Para un
careo, sabría más tarde, a la hora de la cena, cuando por fin la vigilancia se
relajó. Mientras cogían sus escudillas y hacían cola pudieron juntarse un
momento y cambiar impresiones sobre lo acontecido durante la tarde. Entonces
Andrés se dio cuenta, se dieron cuenta todos, de las contradicciones en que
habían caído. Florencio declaró que había recibido los papeles doblados de
Gildo, para que en la visita de su novia, se los entregara, sin que nadie le
viera, a su madre y hermana. Gildo dijo que los papeles los había cogido
Florencio de una maleta que compartía con el Chico y que él no le había dicho
que lo entregara a ningún familiar suyo.
El Chico, por su parte,
dijo que la maleta sólo contenía chocolate y tabaco y desconocía que hubiera
ningún papel, aunque reconoció que Florencio tenía la llave.
La tensión había
aflorado entre ellos durante el careo. Y de nuevo volvía a aflorar.
–No sé cómo pudiste
mentir y meter a mi madre y mi hermana en esto.
–Ni cómo tú dijiste que
no sabías el contenido del escrito.
–Tranquilos,
compañeros, tenemos que estar más unidos que nunca –sentenció Julián.
Pero de los cinco
Florencio era el que peor estaba de ánimos.
–Cagüen San Dios, nos
han pillado como gazapos –no hacía más que repetir– en qué hora se me ocurriría
sacar la clave.
–No digas eso.
–Cómo no voy a decir. Y
lo peor es que tienen detenida a Águeda. Ella, que no tiene culpa alguna.
Cuando se sentaron a la
mesa, delante de un sopicaldo sin sustancia, ninguno de los cinco probó bocado.
Sí, Andrés había sabido
de la existencia de la clave puesto que la llevó donde estaba sentado el Chico,
leyendo su libro, siempre el mismo, que quizá por estar medio comido por las
ratas había escapado a la censura.
Y también les dijo a sus
paisanos de Nava, cuando se acercó a ellos y le preguntaron, algunos de los
términos del campo, él que lo conocía tan bien. Les dijo Trasrey, sí, ese
fue el primer nombre que les dijo, y el Zumaco y la Grulla y Valvacas, todos
ellos situados al Este de Nava, y ellos lo apuntaron y al lado pusieron Soria y
Teruel y Cuenca y Vitoria. También les dijo Camino Largo que equivalía a
Zaragoza y Palomares que era Sevilla y Cuernico
que era Córdoba y Zangiles que era Mallorca y Vanduro que era Las Palmas y Poblado Chico que era Cáceres y así hasta
tener todas las capitales de España. Pero eso, pensó Andrés mientras intentaba
dormirse, no podía ser delito.
En la segunda hoja, sus
paisanos escribieron las instrucciones y, mientras lo hacían, ya veían las
cartas de vuelta de los compañeros de Nava diciéndoles cómo iban las cosas en
el exterior. “Compañeros, cualquier información favorable para las faenas del
campo significa un avance de las tropas amigas, cualquier información
desfavorable un retroceso”. Y hasta habían puesto ejemplos: “Si en Soria
avanzan nuestras tropas debéis decir que ya se puede cortar uva del majuelo
Trasrey, en cambio, si Teruel está tomada por el enemigo diréis este año el majuelo el Zumaco
viene con poca carga”.
Se habían despedido manifestando
lo importante que era para ellos tener noticias del exterior y que la
información la enviaran cada vez a uno para no levantar sospechas.
Pero al barajar cómo
sacar la clave fuera de la prisión había venido el desánimo y los días habían
pasado y la cosa había quedado ahí, en un punto muerto, o eso pensó Andrés
hasta que hoy le llamaron a declarar y también pensó o deseó, o pensó y deseó a
un tiempo, mientras permanecía tumbado en el jergón de paja sin poder pegar
ojo, que ojalá lo ocurrido fuera un mal sueño.
El nombre de los cinco
fue pronunciado en voz alta por el sargento de guardia a primera hora del día
siguiente, mientras los presos hacían labores de limpieza de la galería en
medio de un vocerío colectivo, que fue bajando de volumen a medida que el
sargento iba diciendo sus nombres hasta acabar en un silencio tenso y triste.
Los cinco fueron conducidos hasta el despacho del juez de labio partido que los
recibió de pie y, sin mirarlos siquiera, les leyó rápidamente las conclusiones
a las que, tras las declaraciones del día anterior, habían llegado. Dado que la
clave había sido confeccionada para mantener relaciones con el enemigo sobre
las operaciones de la guerra, se les acusaba de un delito de traición, previsto
en el artículo 222, nº 7 del Código de Justicia Militar y se decretaba para
todos ellos su procesamiento y prisión preventiva. El juez levantó la vista de
los folios, los miró y, tras una dilatada pausa, anunció que la mujer a la que
el día antes habían incautado la carta, quedaba libre de cargos.
Florencio entonces suspiró
aliviado.
El secretario, sentado
en el mismo pupitre escolar que el día anterior, les fue nombrando uno a uno y,
tras comprobar de nuevo sus datos de filiación y hacer una reseña a sus rasgos
físicos e indumentaria, les hizo firmar la notificación de su procesamiento, al
tiempo que les preguntaba si tenían algo que añadir.
Cuando le tocó el turno
a Andrés dijo que sí.
–¿Que sí qué?
–Quiero añadir –empezó
a decir con voz quebrada, pero segura, más segura a medida que hablaba– que,
como ya expliqué ayer, no me encontraba en el grupo de los que estaban
escribiendo, sino que pasaba por allí, y luego le llevé el escrito a Agustín.
El secretario, sin
saber qué hacer ni qué decir, miró a su señoría esperando instrucciones.
–Hazlo constar,
cojones, y que firme de una vez.
Andrés firmó y de nuevo
fueron conducidos a la galería. Allí, en medio de un gran desconcierto,
expresaron en voz alta sus dudas. “¿Qué significaba eso de procesamiento y
prisión preventiva?”. “¿No era el cuartel de Santocildes ya una prisión?”.
“¿Qué artículo, que les acusaba de traición, había dicho el juez?”. “¿Traición
a quién?”. Un preso enteco, de mediana edad, al parecer sindicalista de la zona
minera, se les acercó y les dijo que eso significa que en breve les juzgarían y
les aconsejó que, cuando les llamasen para elegir abogado defensor, eligieran a
un tal Pablo Gutiérrez. “Lo que no consigue él no lo consigue nadie”. “Además,
es de fiar”. “¿Pablo Gutiérrez, dices?”. “¿Y de segundo apellido?”. “No sé,
sólo sé Pablo Gutiérrez”. “Bien, gracias, intentaremos recordarlo”, “Pablo
Gutiérrez. Es fácil”. “Acuérdate tú también”. “Sí, sí, que no se nos olvide,
memoricémoslo todos”.
Al ver el corrillo que
se había formado en torno a los cinco, el sargento de la guardia los dispersó
de inmediato bajo la amenaza de incomunicarlos en una celda.
Algo más tarde, en las
letrinas, Andrés coincidió con el Chico que preguntó:
–¿Tú qué crees de todo
esto?
–Yo no sé, pero no es
tan grave, creo yo, lo que hemos hecho.
–Tampoco lo habíamos
hecho al llegar aquí y mira.
Andrés no contestó pero
mientras esparcía agua por el suelo y con un cepillo de púas barría, pensó que el
Chico llevaba razón. Al Chico nunca le había visto demasiado destacado en nada
y ahí estaba. Además ni siquiera era del pueblo. Había caído en Nava por
casualidad, porque un paisano suyo le había recomendado para trabajar en la
tienda de ultramarinos del señor Demetrio. Ahora le veía agachado, de espaldas, limpiando el agujero
donde los presos hacían sus necesidades. El hedor era insoportable. Se fijó en
el libro que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón.
–Siempre te veo con ese
libro a cuestas.
–Eh, ah, sí –el Chico
se incorporó, sacó el libro del bolsillo y se lo mostró–Es un libro de versos
que encontré tirado en el almacén donde guardamos las mercancías. Estaba debajo
de unas latas de aceite, medio comido por las ratas.
Andrés se fijó en el
libro, raído en los bordes. “Poemario de Juan Ramón Jiménez”, leyó.
–¿Y está bien?
–¿Que si está bien?
Bien es poco. Cuanto más lo leo, más me gusta. Me lo sé de memoria –el Chico
rebosaba entusiasmo–.Y aunque al libro le faltan algunos trozos, lo que no está me lo
invento.
Tras esta declaración
el Chico, como si de pronto hubiera caído en la cuenta de que había hablado
demasiado, se tapó la boca.
–Pero esto que no salga
de aquí, eh, Andrés, esto sólo entre tú y yo.
Andrés desconocía que
Agustín fuese un poco poeta. Y le sorprendió. Nunca había conocido a nadie
aficionado a la poesía. En realidad el Chico era bastante distinto del resto de
sus paisanos de Nava, también el que más indefenso le parecía. Quizá por su
baja estatura, pero también por su corta edad. En abril, les había dicho hacía
unos días, había cumplido veintitrés años.
–No te preocupes. Seré
una tumba.
El Chico, agradecido,
dijo:
–Cuando quieras te lo
dejo.
–Vale –dijo Andrés
saliendo de la zona de letrinas con el caldero vacío.
La verdad, pensó
Andrés, es nunca había tenido en sus manos un libro de poesía. Ni siquiera tan
roto que no se pudiera leer entero.
A Andrés le sacaron de
la panadería el tres de agosto de mil novecientos treinta y seis. Colocaba unos
panes en un canasto de mimbre cuando oyó unas voces que le resultaron extrañas.
A las voces le siguieron unos pasos. Al darse la vuelta los vio, cuatro
forasteros flanqueados por la señora Pura. Pudo fijarse en las pistolas que les
colgaban de la cintura. No tuvo tiempo de preguntar lo que pasaba porque uno de
ellos, el de más edad, dijo:
–Tú, deja eso y te vienes
con nosotros.
Sabía que se llevaban a
la gente. Una semana antes se habían llevado a la prisión de San Marcos a su
suegro y a otros veintidós hombres de Nava que, entre los días dieciocho al
veinticinco de julio, se habían parapetado en el Altanar y organizado la
guardia roja, oponiéndose a la entrada en el pueblo de los nacionales, mientras
esperaban refuerzos de León y Asturias que nunca llegaron.
Andrés miró a la señora
Pura, esperando un gesto de apoyo. La mujer permaneció callada, los brazos cruzados
sobre el regazo, el semblante serio.
–Usted, señora Pura,
puede decirles que yo no he participado. Que no he hecho otra cosa que trabajar
en su casa. Sabe que…
–Los tiempos mandan,
hijo.
–Pero si quisiera
podría…
–Yo no puedo nada –le
interrumpió con una voz que no le conocía hasta entonces, distante y seca– parlasteis
mucho los vuestros…tu mismo llegaste a decir que la panadería algún día sería
de los obreros.
–Pero eso era cuando
discutíamos medio en broma…
La señora Pura no le
dejó acabar:
–E hicisteis demasiadas
bravuconadas.
Andrés, desconcertado por
las respuestas de la señora Pura, quedó callado. Hasta ese momento había creído
que la dueña de la panadería le tenía aprecio, ése era al menos el sentimiento
que él albergaba hacia ella y hacia su esposo, el señor Juan. Estaba claro que
se equivocaba.
Al salir, escoltado por
los hombres, se fijó en la imagen policromada de un Sagrado Corazón de Jesús
que estaba encima de una ménsula en la pared del pasillo. El rostro del Cristo
era sereno, hermoso, y Andrés se preguntó si aprobaría este acto que desde su
altar doméstico bendecía. Cogió su americana de paño negro de un perchero de la
entrada y se la puso mientras alcanzaba la calle. De camino a la plaza pensó
decirles a los cuatro desconocidos que le dejarán subir un momento hasta casa
para despedirse de su mujer y de sus hijos, pero esa idea se le fue de un
plumazo al llegar a la
Plaza Mayor y ver la camioneta llena de hombres. Le obligaron
a subirse a la parte de atrás y, mientras lo hacía, bajo un sol que abrasaba,
le pareció que lo que estaba viviendo no era real, no podía ser real o, si lo
era, tenía el color extraño de las pesadillas. El camión arrancó y Andrés tardó
en darse cuenta de que no iban por la carretera que los conduciría a León, sino
por otra. ¿No vamos a San Marcos?, acertó a preguntar. “No”, le dijo un muchacho
joven que estaba a su lado, “nos llevan a Astorga, a un cuartel militar que han
habilitado como prisión, Santocildes, se llama”. Santocildes. Era la primera
vez que oía ese nombre. Cuando ya llevaban avanzado un buen trecho, distinguió
a sus cuatro paisanos.
Los siguientes días en
prisión habían pasado con relativa calma, tanta, que los cinco llegaron a pensar que, por una de
esas casualidades buenas del destino, tal vez se hubiera traspapelado la clave
y las declaraciones esas que firmaron y se habían olvidado de ellos. Y como lo
pensaron, se aferraron a la posibilidad remota, pero posibilidad al fin y al
cabo, de que algo así pudiera ocurrir. Y hasta lo habían comentado. “Igual lo
nuestro queda en saco roto”, dijo uno de ellos, “¿Por qué no?”, dijo otro,
“Eso, ¿por qué no?”, alimentó un tercero.
E incluso hubo un
momento que habían bajado la guardia y olvidado por completo el juicio que
pesaba sobre ellos como una losa. Fue el día que un chaval lampiño, que estaba
descompuesto, se hizo sus necesidades encima, un puré que se deslizó por la
pernera del pantalón mientras caminaba raudo a las letrinas, dejando a su paso
un reguero líquido y marrón que hizo reír a los presos en su totalidad y hasta
al propio chaval, una vez pasados el asombro y vergüenza iniciales.
Pero ese transcurso de
días calmo y sin noticias, que representaba para ellos una batalla ganada al
tiempo, se había roto el uno de septiembre. Ese día los volvieron a llamar y
fueron conducidos al mismo despacho, frío, exento de adornos, que ya conocían.
–Vais a ser juzgados
por el procedimiento sumarísimo –el juez de labio leporino les habló con
desdén, sin mirarlos realmente–, así que os voy a leer una lista de oficiales
del ejército con destino a esta plaza y tenéis que elegir uno que os defenderá
en el juicio.
Los cinco se miraron
expectantes, mientras el juez se calaba, con total parsimonia, las lentes de
montura dorada, sabiendo que tenían que estar muy atentos a que el nombre que
el sindicalista minero les había dicho fuera pronunciado.
–Don Teófilo García
López –leyó el juez–, don Gervasio Pastor Vidal, don Pascual Ordoñez Téllez,
don Pablo…
–Ese ese –interrumpió
Julián.
–Shhhhh –mandó callar
el secretario–. Dejad que su señoría termine.
El juez levantó la
vista de sus gafas y, después de lanzar a Julián una mirada atroz, repitió:
–Don Pablo Gutiérrez
Cuesta, don Pascasio Ozores Sánchez y don Simón Suárez Taboada.
–Queremos que nos
defienda don Pablo Gutiérrez Cuesta, a ese queremos –dijo de inmediato
Florencio.
–¿Y los demás? ¿Pensáis
lo mismo?
–Sííííííííííí…
–contestaron los cinco al unísono.
El juez los miró de uno
en uno y vio los gestos de asentimiento que hacían con la cabeza. Debió sentirse
sorprendido de que, sin necesidad de reunirse a deliberar, todos estuvieran de
acuerdo, pero sólo dijo, dirigiéndose al
secretario:
–Está bien, toma nota.
Mientras el secretario
tecleaba en la máquina de teclas nacaradas el nombre y apellidos del abogado
defensor, ellos se sonrieron esperanzados recordando las palabras del
sindicalista minero. “Lo que él no haga no lo va a hacer nadie”.
–Pero no os vayáis a
pensar que todo es así de fácil. Todavía hay que pasarle al alférez la petición
de nombramiento que hacéis a su favor y falta que acepte. Y ahora retiraros.
Esto último cayó sobre
los cinco como un jarro de agua fría.
–Un momento, espere…
¿Cómo sabremos si acepta o no ser nuestro abogado? –acertó a preguntar Julián
cuando ya el juez se había dado la vuelta.
El juez de labio
partido se quedó un rato de espaldas, mirando por la ventana el patio de la
improvisada prisión. Al fin se giró y, como si hubiera adivinado sus miedos, dijo:
–Lo sabréis, no penséis
que vamos a olvidarnos de vosotros.
Andrés visualizó, en
medio de la oscuridad de la celda, un grupo de niñas jugando a la comba en la
plaza del pueblo. Niñas con vestidos de domingo y trenzas rematadas por lazos
que combinaban con los colores de sus vestidos, verdes, si el vestido era verde,
azules si el vestido era azul, amarillos si el vestido era blanco y rosa y
amarillo.
Había terminado su
jornada de trabajo en la panadería e iba en bici a comer a casa. Hacía un sol
resplandeciente en un día festivo de agosto de mil novecientos treinta y cuatro.
Se bajó de la bici y con las manos en el manillar y el pie izquierdo apoyado
sobre el pedal, se detuvo un momento a mirar a las niñas que al son de una
canción infantil, “Al pasar la barca me dijo el barquero”, saltaban la soga,
que hacía un sonido seco y regular al chocar contra los adoquines. Una de ellas
al saltar se enrató la soga entre las
piernas y el juego se detuvo un instante, el tiempo justo para acercarse la niña
y amarrar, entre risas y afectado fastidio, uno de los extremos de la cuerda,
liberando así a su compañera de juegos. Y de nuevo la cuerda, al son de la
canción infantil, volvió a chocar contra los adoquines, “Las niñas bonitas no
pagan dinero”.
De pronto apareció un
grupo formado por cuatro o cinco niñas, más sucias y peor vestidas, sus trenzas
al menos, con algún mechón suelto, carecían de lazos de colores. Las niñas
recién llegadas se quedaron muy quietas contemplando, lo mismo que él, el juego.
Súbitamente una de ellas entonó: “UHP. No queremos catecismo” y las otras le
siguieron a coro “Que queremos comunismo”. Iban provistas de pequeños guijarros
que lanzaron al aire. Él iba a decir algo, a parar la pelea, pero no le dio
tiempo porque las niñas que saltaban a la comba dejaron bruscamente de jugar y
se enfrentaron a las otras que echaron a correr calle arriba. Se quedó un rato
contemplando la soga abandonada en el suelo, mientras a lo lejos oía las voces
mezcladas de unas y otras. “No queremos comunismo que queremos catecismo”. “No
queremos catecismo que queremos comunismo. UHP”.
Al llegar a casa le
contó a su mujer la pelea que acababa de presenciar entre las niñas. Los dos rieron
de buena gana, pero no volvieron a mencionarla más y Andrés lo olvidó.
Dos años más tarde, en
la penumbra de la celda y el silencio apenas roto por una tos o un gemido, la visión
de las niñas jugando a la comba y persiguiéndose,
volvió a su mente con una nitidez extraordinaria. Se incorporó en su lecho y así estuvo mucho rato,
dándole vueltas a los extraños hilos que gobiernan las cosas.
–Precisamente los días
pasados sin noticias estaban recabando informes vuestros.
Los cinco y el abogado,
un hombre joven, de mirada despierta, que tenía apoyada en sus piernas una
carpeta granate, estaban sentados en corro, en un cuarto sórdido, sin ventanas,
anexo a la celda colectiva. El sargento vigilaba tras la puerta entornada.
–¿Informes? –A Julián,
que hasta entonces había permanecido tranquilo le cambió la cara.
–Sí, al alcalde de Nava
y al Gobierno Civil de León.
Entonces se puso en
pie, salió del corro y empezó a andar dando grandes zancadas por el cuarto.
Todos le miraron aunque nadie dijo nada.
–¿Qué dicen? –esta vez
fue Florencio el que habló.
–La verdad es que no
son muy buenos.
–¿Pero que dicen?
–preguntó Julián, parándose en seco, casi gritando.
El sargento abrió la
puerta de par en par, avanzó unos pasos, pero el abogado le indicó con la mano
que se detuviera.
–No hace falta su intervención,
gracias, déjenos solos.
–Lo siento, yo no
quería… –se disculpó Julián en voz baja, mirando a don Pablo y al sargento y,
de nuevo, a don Pablo.
El sargento volvió a
salir, aunque quedó apostado en la puerta, abierta ya de par en par.
–Aquí lo tengo –el
abogado extrajo unos papeles de la carpeta granate escritos a mano. Algunos de
ellos aparecían subrayados.
–De ti, Julián, dice
que fuiste condenado a dos años, dos meses y un día por desorden público.
–Esos cabrones –Julián
volvió a exaltarse pero enseguida bajó la voz– bien que me buscaron las vueltas
con lo de la placa.
–¿Qué es eso de la
placa?
–Hará cosa de tres años
en Nava cambiamos el nombre de la calle San Tirso por la de Lenin. Yo ayudé el
día que pusimos la placa nueva y hubo fiesta en la calle y hasta verbena. Pero
ellos, los de las JAC, no hacían más que meterse con el alcalde de entonces,
don Aniano, y faltarle siempre que tenían ocasión. Hasta le sacaron cantares.
¿Os acordáis ese que decía “Ay, Aniano, Anianín, nunca podrás conseguir, tener
a Nava contenta, con el nombre de Lenin”? Un día estaban varios de Acción Cultural
apostados en los soportales, esos siempre van en tropa, y al pasar a su lado,
uno de ellos me llamó “perro del alcalde”, llegamos a las manos y casi le dejo
en el sitio. Secundino fue… Y aunque el que empezó fue él, los otros en el
juicio testificaron a su favor.
–Es verdad –dijo
Florencio–, el incidente salió en la prensa.
–Sí, y hasta llegó a
oídos del Gobernador Civil que ordenó se volviera a poner la placa inicial. Y
lo peor de todo –añade Julián con tristeza–, es que la calle vuelve a llamarse San
Tirso.
Hubo un silencio en el
que todos parecieron rememorar los hechos ocurridos tres años atrás. El abogado
tomó la palabra:
–De vosotros tres –se dirigió a Florencio y Gildo y otra vez a
Julián y leyó lo que tenía escrito– el alcalde dice que sois individuos de pésimos
antecedentes, dirigentes de cuantos movimientos revolucionarios han tenido
lugar en la villa, y que tú, Florencio, ocupaste el cargo de tesorero en la Casa del Pueblo. Respecto a
ti, Andrés, dice que si bien eres extremista y apoyaste el movimiento del
Frente Popular, lo hiciste sin duda obligado por tu suegro, hoy preso en San
Marcos. Sólo tú –levantó la vista de los papeles y se dirigió a Agustín– te
salvas por ser forastero. Pero un telegrama de tu pueblo informa que, aunque de
regular conducta, estabas afiliado al Partido Comunista. Y los informes del
Gobierno Civil de León no son más halagüeños, la verdad.
–Yo esos días de la
defensa de Nava –contestó el Chico– no me encontraba en el pueblo, pedí permiso para cuidar a mi madre
que estaba enferma.
–¿Tienes testigos de
eso?
–Todo el pueblo lo
sabe. Sabe que despacho en la tienda de ultramarinos del señor Demetrio, y que
esos días estaba ausente. A cualquiera puede preguntarle y le dirán que esto es
así, que lo que digo es la pura verdad.
–Pero eso, digo yo,
¿qué tiene que ver con lo que ahora se nos juzga?
–En estos tiempos que
corren todo tiene que ver con todo.
–Y yo –dijo Andrés–
estuve trabajando todo el tiempo en la panadería. Mi patrono puede dar cuenta
de ello.
El abogado escuchó
atentamente todo lo que le iban diciendo y tomó algunas notas.
–¿Usted cómo lo ve?
–Yo os puedo decir que
haré lo mejor que pueda mi papel. Pero respecto a las conclusiones no os puedo
garantizar nada. Ah, y acordaos, si las cosas se nos ponen mal en el juicio pedid
que alguien del pueblo, alguien afecto a las derechas se entiende, con quien os
llevéis bien, acredite vuestra personalidad. Y vosotros dos –dijo señalando a
Agustín y Andrés–, tú no estabas en el pueblo y tú no te moviste de la
panadería ¿Entendido? Aun así estad preparados para todo.
Los cuatro asintieron
con la cabeza. Los cuatro menos Julián que de nuevo había tomado asiento y se
había tapado la cara con las manos. De pronto alzó el rostro y preguntó:
–¿Qué nos puede pasar?
La pregunta quedó
suspendida en el aire. Porque justo en ese momento el abogado había alcanzado
la puerta.
–Nada –dijo Florencio
dándole una palmada en el hombro– no nos puede pasar nada.
Cuando la tarde del
veinte de julio de mil novecientos treinta y seis Andrés llegó a casa, un grupo
de ocho o diez hombres, entre los que estaba su suegro, comían sardinas
escabechadas de una lata que estaba en el centro de la mesa. Las sardinas las
pinchaban con la navaja, las ponían encima del pan y se las llevaban a la boca.
De cuando en cuando se pasaban el porrón de vino.
–¿Visteis la cara que
puso don Fernando cuando entramos y le requisamos las dos pistolas Astra y las
tres escopetas?
–Se cagó encima de los
pantalones.
–Todo el rato venga a
decir que no tocáramos nada, que nos daba lo que pidiéramos, pero que no
hiciéramos destrozos. “Por Dios os lo pido, son recuerdos de familia, por lo
que más queráis” –el que hablaba lo hacía con voz impostada.
Los demás rieron.
–Antes no nos trataba
con tanto miramiento.
–Antes ni nos miraba.
–¿Os fijasteis en la
colección de relojes antiguos de la vitrina? Había lo menos cincuenta o
sesenta. Nunca vi tantos relojes juntos. Todos relucientes y funcionando.
–Pues haber cogido uno.
Total ni se hubiera dado cuenta. Anda y pásame el vino.
–Déjate de hostias. Eso
es robar.
–Cuando esto se acabe
se acabarán los privilegios. Ricos y pobres seremos iguales y todo será de
todos. Un mundo nuevo nos espera a la vuelta de la esquina –dijo un hombre de
semblante serio y rasgos muy marcados, que estaba más alejado que el resto de
la mesa y apenas comía. Sus palabras dejaron a los demás unos instantes
pensativos.
–Cuando todo esto se
acabe nos van a tocar a cuatro por cabeza.
–¿A cuatro qué?
–Mujeres, que va a ser.
Todos miraron al que
había tenido la ocurrencia. Un hombre menudo, al que le faltaban varios
dientes. Les entró la risa.
–Anda, qué ibas a hacer
tú con cuatro. Confórmate con una y ya tienes bastante.
–Si fuera la
planchadora claro que me conformaría.
La planchadora, evocó Andrés, era la mujer más
guapa del pueblo, fanfarrona y bien hecha, toda curvas, como una actriz de
cine. Pero también era inaccesible, todos lo sabían. No había en el pueblo
hombre que se acercara a ella y no saliera
con cajas destempladas. Por eso tenía fama de orgullosa. De picar alto.
–Te crees que está
hecha la miel…
La frase quedó
suspendida en el aire cuando el que hablaba descubrió, apostada en la puerta, a
Rosario, la suegra de Andrés, vestida de negro, con un pañuelo también negro
cubriéndole la cabeza. La mujer portaba una bandeja de perucos en las manos.
Todos los ojos se volvieron hacia ella. A saber el tiempo que llevaba
allí.
–Mira que sois brutos
–terció su marido.
La mujer avanzó hacia
la mesa y puso encima la bandeja de perucos, sin decir palabra. Se situó al
lado de su yerno, que estaba de pie.
Los hombres se
sintieron cohibidos con su presencia. Uno de ellos cogió el arma que llevaba
colgada del cinto. La miró con admiración. Luego la besó.
–Es preciosa.
–Ahora es tuya.
–Sí, mía.
El hombre del semblante
serio se puso en pie.
–Bueno, es hora de
irse. Coged los perucos y los vamos comiendo por el camino. Hay que relevar a
los compañeros que están patrullando el pueblo hasta que lleguen los refuerzos
de León y Asturias.
Los ocho o diez hombres
fueron saliendo de uno en uno por el pasillo hacia la calle. Iban de buen
humor, tarareando una canción pegadiza. Dentro quedaron Andrés y su suegra.
Había migas de pan en la mesa y el suelo. Y dos sardinas en la lata que ocupaba el centro de
la mesa. La bandeja de los perucos estaba vacía. Se miraron. La mujer parecía
preocupada.
–Ay, estos hombres –sólo
dijo mirando muy fijo el par de sardinas dentro de la lata.
Una Águeda muy pálida y
demacrada, como si llevara muchas noches sin pegar ojo, contestó al fiscal con
la voz rota:
–No, señor, no sabía
que los papeles que introdujo Florencio en mi bolsillo fueran ninguna clave, ni
tampoco que a través de ellos se intentara mantener contacto con nadie.
El inicio del Consejo
de Guerra había empezado hacía escasos veinte minutos en la inmensa sala,
desprovista de adornos, del Hogar de Santocildes. Los inculpados estaban
sentados en un banco de madera frente a un tribunal compuesto por el presidente, el juez de labio partido y cinco vocales, todos
ellos perfectamente uniformados, lo que les daba un aire serio y marcial.
Primero habían interrogado al sargento de la guardia que explicó los pormenores
de la incautación de la clave el día de la visita de Águeda al Cuartel.
Después, se habían leído las declaraciones de cada uno de los encartados.
–Está bien, vuelva a su
sitio la testigo.
Mientras Águeda volvía
al banco habilitado para los testigos, sin atreverse a mirar a los procesados,
el juez instructor llamó a declarar al alcalde de Nava que pasó al lado de la
mujer sin rozarla, se situó frente al Consejo y con la mano en la Biblia, juró decir la
verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Los cinco acusados
permanecían atentos a cada una de las palabras y gestos del jurado, sin perder
detalle. Sólo Florencio, de cuando en cuando, desviaba la vista hacia la mujer
que tenía a su derecha y la miraba ávidamente, como si con ello fuera a
conseguir que la mujer le mirara. Pero Águeda permanecía con la vista baja.
El fiscal tomó la
palabra:
–¿Conoce usted a los
cinco inculpados?
–Sí, los conozco,
cuatro de ellos son nacidos en Nava y el otro sé que trabajaba de empleado en
la tienda de ultramarinos desde hace cosa de dos años, y que es de un pueblo
cercano.
–¿Los identifica como
personas que se significaron con el Frente Popular los días previos a la
llegada de las tropas aliadas al pueblo?
–Así es, señoría, los
días dieciocho al veinticinco del mes de junio, colaboraron activamente en las
requisas de armas que se hicieron en casa de los elementos de derechas y
patrullaron las calles con esas mismas armas, sembrando el terror entre sus
habitantes.
–Protesto, señoría
–dijo el abogado–, a Agustín de Lera no le pudo ver porque esos días estaba
ausente en el pueblo, cuidando de su madre enferma, y a Andrés González de Paz
tampoco, porque estaba trabajando en la panadería.
–Responda el testigo a
las declaraciones hechas por la defensa –dijo el presidente.
El alcalde se tomó unos
segundos y al final otorgó:
–No, señoría, a los dos
hombres mencionados no los vi.
–¿Puede proseguir el
testigo relatando los hechos ocurridos los días antes y después de la toma del
pueblo por las tropas del ejército de España? –pidió el fiscal.
–Sí, señoría, cuando
las tropas leales a España llegaron al pueblo para intentar liberarnos de los
desmanes a que estábamos sometidos se produjo una agresión a un Guardia Civil…
–Ruego al señor
presidente –cortó el abogado– no se tengan en cuenta los hechos que relata el
testigo por no afectar al presente procedimiento que es determinar la gravedad
de los papeles incautados dentro de esta prisión…
–El señor fiscal está
en su deber de comentar los hechos que tuvieron lugar en Nava. Prosiga, pues,
el testigo.
–Como decía, hubo una
agresión a un Guardia Civil que resultó muerto en el acto y dos civiles fueron
heridos. Según me han hecho saber esta misma mañana sus familiares, antes de
llegar aquí, en estos momentos permanecen ingresados en el hospital de León y
su pronóstico es grave.
–Puede volver a su
sitio el testigo.
–Señorías –intervino el
fiscal mirando a los miembros del jurado– el escrito clave y las declaraciones
contradictorias de los cinco hombres en el momento en que fue requisado,
muestran de manera clara y contundente que su objetivo era mantener relaciones
con los elementos de su pueblo enemigos al movimiento Nacional del Ejército
Salvador de España.
–Apreciación incorrecta
–cortó la defensa– puesto que el papel clave jamás llegó a salir de los muros
de la prisión.
–Deje a este Consejo
valorar los hechos y siga la
Fiscalía con sus conclusiones.
–Es verdad que el papel
clave –razonó el fiscal– no salió del Cuartel ni llegó al punto de destino que
era Nava, pero la mera tentativa, en aras de los altos intereses de la patria,
se considera como consumación de dicho acto, calificado de delito de traición
en el artículo 222.7 del Código de Justicia Militar. Además, sobre los
procesados pesa el agravante de peligrosidad social según se ha constatado en
los informes enviados por la
Guardia Civil de León y la valiosa información que hoy nos ha
desvelado la máxima autoridad de Nava, aquí presente.
El fiscal hizo una
pausa, se giró levemente y mirando, ahora sí, a los cinco hombres sentados en
el banco, concluyó:
–Es por esto que pido
para todos y cada uno de ellos la pena de muerte.
Se hizo un silencio
roto por el gemido desgarrado que procedía del banco de los testigos. Todas las
miradas se dirigieron hacia el lugar donde se hallaba la única mujer de la
sala. Ella escondió su rostro entre las manos y siguió llorando. Florencio no
dejaba de mirarla, esperando que ella levantara la cabeza, que a su vez le
mirara.
El abogado, al cabo de
unos instantes, tomó la palabra:
–Señorías, esta defensa
no estima los hechos como encuadrados en el artículo 222 nº7 del Código de
Justicia Militar que condena a un delito de traición a quien directa o
indirectamente mantenga relaciones con el enemigo sobre las operaciones de la
guerra por no darse ninguno de los dos requisitos que el artículo exige,
mantener relaciones no podían mantenerlas porque nada sabían y lo único que
pretendían era enterarse, supliendo así la carencia de prensa, y que estas
relaciones fuesen con el enemigo, siendo forzoso en este caso se considerase
como tal a la mujer, hoy aquí presente, y libre de cargos.
Quiero señalar además
que la peligrosidad de los procesados es nula, toda vez que han llegado a este
acto del Consejo cuatro de ellos sin antecedentes penales y otro condenado por
un simple delito de desordenes públicos, detalle no digno de tener en cuenta
dado que la localidad de Nava destaca desde hace años por su continua
turbulencia, como de todos es conocido por la prensa local.
Por último quiero
llamar la atención a los señores del Consejo sobre la irreparabilidad de la
sanción solicitada en caso de que se cumpla, pidiendo para todos los inculpados
la absolución de los mismos o en su defecto una multa de trescientas cincuenta pesetas,
según establece el vigente bando de guerra para aquellos que infligen por
primera vez.
–Pónganse en pie los
procesados –ordenó el presidente– y digan si tienen algo que añadir a la
presente causa antes de que este Consejo se reúna en sesión secreta y a puerta
cerrada para dictar el fallo.
Florencio, sentado a la
izquierda en el banquillo, fue el primero que habló.
–Don Atanasio
Fernández, dueño de la fábrica de harinas de Nava, para quien trabajé hace dos
años me conoce muy bien, y él podría acreditar que no soy ningún delincuente.
Gildo negó con la
cabeza indicando con ello que no tenía nada que añadir y otro tanto hizo
Julián.
Cuando le tocó el turno
a Andrés manifestó:
–Los días previos a la
llegada de los nacionales al pueblo estuve trabajando en le panadería sin
moverme.
–Yo –dijo el chico–
esos días me encontraba cuidando de mi madre enferma de unas fiebres que la
tenían postrada en cama. Y no me moví de su lado.
–Este Consejo da por
finalizada la sesión. Pueden desalojar la sala.
Pero en ese momento la
mujer corrió a acercarse a los cinco sin que nadie pudiera detenerla. Agarró el
brazo de Florencio y tiró fuerte de él.
–Lo siento, lo siento muchísimo.
Si lo hubiera sabido no habría venido ese día a visitarte.
–No te preocupes,
Águeda, tú no tienes culpa.
Uno de los sargentos
que los custodiaban tiró de la mujer de forma ruda, desprendiendo su mano del
brazo de Florencio.
–Venga, manos.
Aún así a Florencio le
dio tiempo a añadir:
–Recuérdalo siempre,
pase lo que pase.
Y mientras conducían a
la mujer hacia la salida uno y otra no dejaron de mirarse.
En la zona de letrinas
el olor, mezcla a heces y humanidad, era insoportable, más insoportable que
otros días o eso le pareció a Andrés cuando le sobrevino una arcada. Entonces
dejó de barrer y miró al Chico, que estaba sentado en el suelo, la espalda
apoyada en la pared, absorto en su libro de poesía. El Chico levantó la vista,
miró un punto indefinido de la pared y, como hablando para sí, susurró unas
palabras que Andrés no comprendió. El Chico, al verse sorprendido hablando
solo, se puso rojo como la grana. Entonces se incorporó de un salto, dejando el
libro en el suelo.
–Deja que te relevo,
descansa un rato.
Si no hubiera sido por
las ganas de vomitar no se hubiera dejado quitar la escoba de las manos. Pero
la hediondez insoportable y el revuelto que sentía en el estómago le hicieron
claudicar. Fue a sentarse en el mismo sitio que ocupaba el Chico momentos
antes. Cogió el libro entre las manos.
–¿Qué opinas del
juicio?
–No sé, es la primera
vez que me pasa algo así. Pero lo que dijo el alcalde me dejó helado.
–A mí también me dejó
helado.
–Sólo espero que al
final nos absuelvan o como mucho todo quede en una multa que ni sé cómo vamos a
pagar.
–Estuvo bien, me
parece, el abogado, la defensa.
–Si, estuvo bien.
Quedaron en silencio.
Sólo se oía la escoba de terrado al friccionar contra el suelo.
Andrés abrió, por una
página cualquiera, el libro comido por las ratas que el Chico había encontrado
en el almacén de don Demetrio. No estaba acostumbrado a leer y lo hizo muy
despacio, intentando asimilar cada una de las palabras. Y mientras leía “Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando y
se quedará mi huerto con su verde árbol y su pozo blanco” un nudo le oprimió la
garganta y se sintió trasportado al único sitio que había conocido, que le vio
nacer, “Y tocarán como están tocando las campanas del campanario”, que quizá no
viera más. Entonces se incorporó y
guiado por una necesidad incontrolada se llegó al agujero donde los presos
hacían sus necesidades. Y entonces lo hizo. Vomitó.
El chico se acercó por
detrás. Le sujetó los hombros.
–¿Te pasa?
–Es la poesía, es la
poesía –acertó a decir.
El atentado contra el
alcalde el sábado dieciséis de septiembre de mil novecientos treinta y tres, a
la salida del Café Central, cayó sobre los habitantes de Nava como el peor de
los presagios.
Al oscurecido estaba
sentado Andrés a la puerta de su casa viendo corretear a un grupo de chavales,
entre ellos su hijo, cuando una vecina apareció en la calle. Iba sin resuello.
En el mandil oscuro y roto, que tenía recogido con una mano, llevaba unas
cuantas naranjas.
Cuando por fin pudo
hablar, el rostro desencajado, dijo:
–Le han disparado, le
han disparado… al alcalde, pero hay dos más.
En ese momento la
naranja que asomaba por el roto del mandil cayó al suelo y rodó, calle abajo.
Los chavales corrieron en su busca, a ver quién de ellos la cogía.
Una vecina de edad muy
avanzada, con un pañuelo negro en la cabeza, se acercó.
–¿Pero qué estás
diciendo?¿Dónde? ¿Cómo ha sido?
–En los soportales, se
los llevan a los dos a León, a don Jerónimo y a Pascualín, que al oír los
disparos salió en su ayuda. Dicen que don Jerónimo está muy grave. El otro, el
que disparó, está herido en el hombro. A ese le metieron rápido en casa. Es de
los de ellos.
–¿Quién?
–Secundino, que estaba
en el ajo.
–Secundino, no me digas
más.
–¿Qué pasa? –En esos
momentos la mujer de Andrés salió a la calle. Su estado de preñez era evidente.
–Que le han pegado un
tiro al nuevo alcalde, a don Jerónimo.
–Ay, Jesús –la mujer se
llevó la mano a la tripa–. Andresín, ven aquí. Vámonos p´adentro.
–Pero si no tengo sueño
–el chaval de tres años se llevaba un gajo de naranja a la boca.
La mujer le cogió
bruscamente del brazo y, sin atender a sus quejas, le metió dentro de casa.
–Bajemos –dijo Andrés.
–Dios María Santísima
–comentó la mujer mayor mientras bajaban la cuesta, rápido, para llegar cuanto
antes a la plaza–. Si no lleva ni quince días gobernando.
Diecisiete para ser
exactos. Desde que “de arriba” destituyeran al anterior alcalde, don Aniano, el
alcalde comunista, como el mismo se autodenominaba y no tenía tapujos en
divulgar, cuyas medidas anticlericales y de apoyo a los trabajadores no habían
gustado nada a la derecha ni al clero. Entre otras actuaciones había cedido el
terreno baldío llamado Arrabal para la construcción de una sociedad de
trabajadores, entregado en arriendo a dicha sociedad treinta y siete hectáreas
del Ayuntamiento para que los obreros las cultivaran, puesto el nombre de Lenin
a la calle principal del pueblo, prohibido en los entierros las imágenes de
Cristo.
De resultas el pueblo
estaba cada vez más revuelto y Nava, lo decía la prensa provincial un día sí y
otro también, se estaba convirtiendo en un lugar poco seguro.
La gota que colmó el
vaso fue una refriega, con tiros y todo, en el Paseo Nuevo, iniciada por las
JAC contra elementos de izquierdas. El alcalde dio orden de registrar la sede
de las Juventudes de Acción Cultural y de detener al cura del pueblo, promotor,
se pensaba, de la refriega. Las sospechas que recayeron sobre el cura no
pudieron ser comprobadas, pero su detención supuso un escándalo sin precedentes,
que la prensa de derechas no se cansó de airear y que acabó con la destitución,
decretada por el Gobernador Civil, de
don Aniano. Su lugar lo ocupó don Jerónimo, compañero de partido del alcalde
destituido y hasta entonces concejal en el Ayuntamiento. El cambio de alcalde
todos suponían, Andrés también, traería la tranquilidad al pueblo, el
apaciguamiento de los ánimos, una tregua a la tensión acumulada. Pero estaba
claro que no había sido así. O la tregua habían durado bien poco.
Cuando llegaron a la
plaza para ver cómo estaban las cosas, ya don Jerónimo había sido trasladado,
junto con Pascualín, a un sanatorio de la capital y los numerosos vecinos allí
congregados sólo pudieron comentar con indignación lo ocurrido. Y con
indignación y vivo interés, como si de la salud de un familiar muy allegado se
tratase, siguieron su evolución clínica, esperando unas noticias cada día más
desalentadoras, mientras en medio de una tensa calma se preparaban las
elecciones a nivel nacional, con la candidatura en la oposición de Gil Robles.
A Pascualín, le dieron el alta enseguida, pero don Jerónimo no llegó a conocer
unos resultados electorales que, sin duda, calibró Andrés, no le habrían
gustado, pues falleció el treinta y uno de octubre.
Su entierro se quedaría
grabado en la mente de Andrés como un mosaico imborrable de imágenes.
Fue a última hora de la
tarde cuando, después de dejar el trabajo y cambiarse la ropa de faena por otra
de riguroso luto, la mayoría de los obreros se dispuso a despedir a su
compañero y líder en un adiós profano. El cielo gris plomizo, sin una sola
nube, llevaba todo el día amenazando lluvia. Congregados en la puerta de la Casa del Pueblo vieron salir
el féretro, una caja de roble sin brillo, que fue llevado en andas camino del
cementerio. Una estela de hombres y mujeres, con el negro como color de fondo,
pero también algún que otro viso rojo y blanco, el rojo de los brazaletes, el
blanco de las camisas almidonadas de los hombres, recorrió el pueblo en el más
riguroso silencio. Por las calles por las que pasaba el cortejo fúnebre no se
veía un alma. Hasta los perros parecían haber desaparecido. O huido. O haberse
escondido entre las piedras. Pero el caso es que no estaban. Y los portones de
las casas de los agricultores ricos permanecían cerrados a cal y canto. Cuando
llegaron al cementerio, y el ataúd fue depositado en la fosa que por la mañana
habían cavado los compañeros, cada uno de los allí presentes cogió un puñado de
tierra amontonada a un lado y la echó en la fosa en un último intento de
acercamiento, en un homenaje improvisado, a ese amigo y vecino y representante
del pueblo. Cientos de puñados de tierra con algunas flores que al caer sobre
el ataúd producían un sonido hueco. Así hasta que no quedó ningún puño de
hombre o de mujer sin lanzar su tierra. Así hasta que dejó de sonar hueco. Ya
sólo la tierra sobre la tierra. Lo que quedaba hasta tapar la fosa lo cubrieron
con paladas. No hubo responso.
Don Aniano, el alcalde
destituido, tomó la palabra:
–El último homenaje que
podemos hacer a este compañero asesinado tan injustamente es no faltar el día
diecinueve a las urnas. A él, estad seguros, le habría gustado.
Y como puestos de común acuerdo, el alcalde
destituido y el Presidente de la
Sociedad de Trabajadores levantaron el brazo que exhibía el
lazo rojo y con el puño cerrado entonaron la Internacional, que
todos los presentes, también sin excepción, siguieron. Unas gotas gordas como
guijarros cayeron al suelo y el olor de la tierra lo inundó todo. Cuando
acabaron de cantar, la lluvia arreciaba y los hombres y mujeres abandonaron
apresurados el cementerio y se dirigieron hacia sus casas, pensando, Andrés al
menos lo hizo, en las palabras que acababa de pronunciar don Aniano.
Los obreros cumplieron.
El día diecinueve de noviembre de mil novecientos treinta y tres fueron en masa
a votar, con los mismos trajes que habían usado el día del entierro y el
brazalete rojo en el brazo, en recuerdo del alcalde asesinado. Las mujeres
también votaron ese día. En Nava ganó la izquierda. No sería así a nivel nacional.
Pero no terminaría el
año sin un nuevo incidente. Pues el treinta y uno de diciembre de mil
novecientos treinta y tres el cura, el mismo cura que desencadenó la
destitución de don Aniano, al salir del
pueblo a celebrar con su familia la noche de San Silvestre, fue emboscado y
atacado, aunque salió indemne, en un intento frustrado de sellar una venganza
que parecía no tener fin, que era un suma y sigue en una balanza imaginaria y
maldita, a la que ahora, tres años más tarde, también se sumaban los destinos
de Andrés y de Florencio y de Gildo y de Julián y el Chico.
Cuando Andrés supo que
a los cinco les habían condenado a la pena de muerte no entendió que unos
hombres a los que no había visto jamás decidieran arrebatarles la vida. Y no lo
entendió porque él quería vivir, tenía que vivir para hacer las cosas que sólo
él podía hacer, que sólo a él le correspondían: estar al lado de su mujer,
criar a sus hijos, los tres que había tenido, verlos crecer, hacerse mayor a su
lado.
Eso era lo natural, lo
que siempre pensó que sería la vida, lo que le habían dicho que sería. Y lloró.
Y sobre el jergón humedecido, ya muy avanzada la noche, se durmió y soñó con
atardeceres y tejados y mesas de billar y nubes y panes recién hechos y charcos
de lluvia sobre el suelo enfangado y campos de trigo y trajes metidos en los
arcones y molinos de viento y palabras hola adiós amor apto concordia que se
quedan pegadas al oído y un crisol de cosas juntas en una noche que parecía no
terminar nunca, sedienta de sueños, como anticipo de otra noche más larga, sin
sueños, ni nubes, sin charcos, sin
panes.
A las tres de la
madrugada del día nueve de octubre de mil novecientos treinta y seis un ruido
precipitado de pasos despertó a Andrés de su duermevela:
–Venga, vamos.
A pesar de que el
rostro hermético del sargento le pareció a Andrés poco proclive a
explicaciones, preguntó:
–¿Adónde?
–Vamos he dicho –el
sargento le zarandeó por el hombro obligándole a ponerse en pie.
Mientras se vestía
comprobó que a sus compañeros de Nava también les habían levantado y, como él,
se estaban vistiendo. Bajo las sombras que proyectaban las lámparas de carburo
los hombres se miraron. Sus ojos refulgían en la penumbra con un brillo extraño
y ominoso, pese a acabar de despertarse y lo prematuro de la hora. Ninguno dijo
nada. Escoltados por dos sargentos llegaron al despacho donde, de pie, el
pijama asomando por debajo de la guerrera, les esperaba el juez de labio
partido quien, con voz neutra, les dijo que antes de pasar a capilla donde el
cura castrense les prestaría los auxilios necesarios, debían firmar la
notificación de la sentencia. A su lado, también de pie, pero sin la tiesura de
otros días, como si se hubiera despertado de un mal sueño, estaba el
secretario. Llevaba un papel en la mano.
–¿Cuándo van a …?
–A las seis estará
preparado el pelotón en las tapias del cementerio –cortó el juez a Julián y,
como si tuviera prisa por perderlos de vista, le quitó al secretario el papel
de la mano y lo puso sobre la mesa–. Venga, vamos, no hay tiempo que perder.
El papel cayó al suelo,
y ambos, el juez y el secretario, se agacharon a cogerlo y lo sostuvieron un instante en el aire. Fue el
secretario quien lo soltó. El juez lo puso sobre la mesa y de nuevo les instó a
que firmaran.
A pesar de que desde
que les descubrieron la clave habían firmado más veces que en toda su vida,
ésta vez, conscientes de que sería la última, al fijar la pluma sobre el papel,
el pulso les tembló. Y la firma fue un remedo de firma.
Un sargento los acompañó
al lugar habilitado para capilla donde los estaba esperando el mismo capellán
castrense que daba misa los domingos, vestido con sotana negra y alzacuellos.
Les preguntó si querían confesarse. Ninguno de los cinco contestó. Entonces les
dijo que quizá primero quisieran escribir a sus familias. Y ellos dijeron que
sí. Que querían. Les entregó una hoja de papel y una pluma con tinta a cada
uno. Y de rodillas, con los bancos de la capilla como base de apoyo, ante la
escasa luz de las lámparas de carburo, se concentraron en la tarea. “Querida
esposa, en estos últimos momentos que son muy tristes lo único que te pido es
que mires por nuestros hijos; amadísimo hermano, cuando leas esta carta yo ya
no estaré aquí; cuídate mucho, madre, y haz caso de lo que nos dijo el médico;
lo que nos mata es la información de Nava; que los niños aprendan bien a leer y
escribir; a ver si tu padre tiene más suerte que yo, que la tuve mala; que todo lo que tengo sea de todos; sacas la
ropa al aire para que no se apolille; no maldigas a nadie, Águeda, y perdona a
todos; dile a tu hermano que recibí las veinticinco pesetas y la carta y dale
recuerdos; se me olvidaba decirte que no pegue nadie a nuestros hijos;
conservad todo lo que os mando para que el día de mañana podáis decir que nadie
lo borre; que aunque no he hecho nada muero inocente; esto os lo digo a las
cinco de la mañana y a las seis estoy muerto; no te puedo poner más; por última
vez os pido perdón; recuerdos a todos los compañeros de este buen amigo y
mártir de la libertad. Adiós. Adiós. Adiós. Adiós. Adiós”.
Cuando se les acabó el
papel quedaron en silencio. El cura recogió las cartas, hizo la señal de la
cruz.
Dijo:
–En estos momentos que
estamos viviendo nos disponemos a escuchar la palabra de Dios, testimonio de
quienes vivieron en su carne el dolor y la muerte y mantuvieron, a pesar de
todo, su confianza en Él.
En medio de la noche se
oyó un gemido ahogado. Florencio gritó:
–Cállese, hostias. Yo
sólo he visto que se haga la misa del entierro a los muertos, y nosotros
todavía no lo estamos.
Luego irrumpió en
sollozos. Sus compañeros se le acercaron. Le consolaron. Le abrazaron, al
tiempo que se abrazaron entre ellos. El cura entonces se retiró a un rincón.
Cuando los ánimos estuvieron más calmados, los llamó, de uno a uno, a su lado.
El último en acercarse fue Andrés. El cura le preguntó si tenía algo de lo que
arrepentirse. A Andrés no se le ocurrió nada que decirle al cura. Tenía la
mente en blanco.
–Yo, la verdad… –al
final dijo–, si es que algún mal he hecho me arrepiento de mis pecados.
–Esta bien, hijo –y
haciendo la señal de la cruz el cura le absolvió en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo.
Cuando los sacaron al
patio Andrés miró el cielo azul plomizo plagado de destellos rosas. Subidos en
la parte de atrás de la camioneta salieron al campo. Andrés vislumbró a lo
lejos los majuelos preñados de uva y pensó que hoy iba a hacer buen día para
los vendimiadores que dentro de nada empezarían la tarea. Y lo iba a decir.
Pero al ver los semblantes sombríos de sus compañeros, fijos en las tapias del
cementerio al que se iban acercando, se quedó callado.
Mientras los bajaban de
la camioneta oyó el canto de un pájaro, un jilguero, seguro. No supo si ese sonido era real o
producto de su imaginación hasta que lo oyó de nuevo. Y frente al pelotón de
fusilamiento se refugió en ese sonido que ahora, de forma casi continua, no
dejaba de oír en su cabeza. Y seguiría sonando todos los amaneceres, para los
que se quedaban y los que, como él y sus compañeros, ya no estuvieran.
Fotografía de mi abuelo José Gómez Chamorro.
"Los Cinco de Trasrey" es el primero de doce relatos que componen el libro que lleva el mismo título. Fue editado y presentado el 1º de Mayo por la Fundación "Fermín Carnero", Casa del Pueblo y sede del Archivo de la UGT de Castilla-León.
Basado en la Causa 6/36 narra las vivencias de cinco hombres presos en el cuartel de Santocildes de Astorga (León) y sometidos a juicio sumarísimo. Uno de ellos, José Gómez Chamorro, era mi abuelo.