Pan blanco, pan negro
Volvió a ver a la niña en la puerta de la casona y los ojos se le
fueron tras el trozo de pan que tenía en la mano, un pan del color de la leche
de las vacas, de las sábanas que lavadas con agua y ceniza su madre tendía al
verde, de la luna en las noches plagadas de estrellas. Aunque jamás había
cruzado palabra con ella, Inés se acercó y le mostró el suyo, impostando
seguridad.
–Te lo cambio.
–No –dijo la niña achicando mucho la boca, y protegiéndolo bajo el
brazo como un tesoro.
Inés siguió el recorrido del pan con la mirada e incapaz de renunciar
de primeras a su objeto de deseo, volvió a la carga:
–Es pan lo mismo, solo
cambia el color…
Mentía. Su pan, oscuro como el agua que su padre dejaba en la
palangana al volver de la mina, raspaba al paladar y era insípido, como las
patatas solas que cenaban a diario.
–He dicho que no.
En su obstinación la niña movió la cabeza y sus trenzas, rematadas
en lazos de raso de color rojo, titilaron de izquierda a derecha. Inés se fijó
en la cara plagada de pecas, en su vestido vaporoso de domingo, en sus zapatos
de charol. Ella, a pesar de su pelo corto y trasquilado, como de chico, de su ato deslucido de todos los días, le
sacaba media cabeza. Envalentonada, estiró su mano y le arrebató el pan. Iba a
echar a correr pero al advertir que la niña contraía el rostro, como a punto de
llorar, se detuvo en seco. La había visto esa misma mañana en misa doce al lado de sus padres, los
amos de la mina, desplazados desde León para zanjar el conflicto de los
mineros. Los tres en primera fila. También vio como la madre, vestida elegantemente
con un traje oscuro y tocada por un sombrerito del que graciosamente caía el velo,
se acercaba a comulgar con pasos cortos. Era tan distinta a las mujeres del
pueblo que todos los ojos estaban puestos en esos momentos en ella. Al final de
la liturgia el cura les dio las gracias por el donativo de trescientas pesetas que
habían entregado para arreglar el tejado de la iglesia y comprarle un ropaje nuevo
a la Virgen. Al
pensar en todo aquello, a Inés le entró un sentimiento de culpa y pensó
devolverle el pan. Entonces recordó la fuerte discusión que noches atrás había
presenciado en casa. Habían acabado de cenar y jugaba con sus hermanos pequeños
cerca de la lumbre. Sus padres estaban sentados a la mesa, hablando entre ellos,
interrumpiéndose en ocasiones. Su voz iba en aumento.
Oyó como su madre decía:
–No vayas a la huelga, no te destaques, no sea que luego tengamos
que lamentar.
–Cagüen ros… Desde el año
treinta y tres seguimos cobrando un jornal que no nos da ni para comer… Tenemos
que luchar por salir de estas condiciones de miseria. Si no lo hacemos
nosotros, ¿quién coño lo va a hacer? –su padre dio un fuerte golpe en la mesa
con el puño cerrado, salió en estampida y no regresó en una semana.
Durante ese tiempo su madre tenía un humor de perros y les reñía
por nada. Un día le mandó por agua a la fuente y, cuando llegó a casa y vio que
había derramado parte de ésta en el camino, le arreó un buen sopapo. A Inés le pareció injusto, hasta cinco veces
había tenido que posar el cántaro en el suelo para descansar, pero se tuvo que
callar, cualquiera le rechistaba cuando se enfadada. Su padre había regresado
ayer por la noche. Estaban todos en la cama cuando escuchó su voz. Se asomó a
la puerta, y a través de la rendija pudo ver su cara demacrada y sucia, los
ojos extraviados, pero con un brillo intenso. Le vio abrazar a su madre,
besarla, y oyó como le contaba que tras una semana de encierro en el pozo con
diecisiete compañeros más, habían conseguido un pequeño aumento de sueldo. No
el que pedían, pero algo era.
También dijo:
–Ves, mujer, si nos dejamos nos comen. Nunca hay que bajar la
guardia ni dejarse pisar.
Poco después se fueron a dormir. Un rato más estuvieron hablando en
voz baja, luego les oyó gemir de esa forma extraña que tanto le inquietaba. Su
padre lo hacía de una forma honda, mientras su madre daba largos suspiros. Adela,
tres años mayor que ella y más experimentada, le había explicado que eso pasaba
cuando su padre le ponía a su madre la cola entre las piernas. “Es la forma que
tienen los mayores de quererse, y de que nazcan los niños” había sentenciado
misteriosamente. Ella no sabía, pero si Adela lo decía seguro que era así. Adela
acertaba siempre.
Y aunque tampoco entendía bien el significado de las palabras de su
padre, “si nos dejamos nos comen, no hay que bajar la guardia ni dejarse pisar”,
dio un paso al frente y arrinconó a la niña frente a la pared de gran casona.
La tenía tan cerca que podía sentir su respiración en el cuello. Cogió un trozo
de su pan, se lo acercó a la boca.
–Cómelo y no se te ocurra llorar.
Como la niña no se movía, cogió un pellizco de pan y se lo metió en
la boca. La niña lo masticó, mientras una lágrima discurría por su mejilla. Inés
le dio otro trozo. La niña tosió, y ella espero a que acabara no fuera a añusgarse. Le dio otro trozo más. Cuando
solo quedaba el currusco se lo puso
en la mano, mientras le advertía:
–Es un cambio, ¿oíste?
La niña afirmó con la cabeza y sus trenzas titilaron de arriba
abajo. A Inés le pareció entonces que podía irse. Y girándose sobre sí misma metió
el alimento en la boca, que le supo a nube blanca, a cielo derretido en el
paladar.
NOTA: Relato publicado por el periódico digital Astorga-Redacción, sección Contexto Global, agosto 2015.
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