Árbol-Duende también llamado Apego.
Cogí la rutina, cada vez que iba a
esa playa, de capturar con mi cámara el árbol que estaba en la margen derecha
del riachuelo que converge en el mar.
Me interesaba la perspectiva en la
que el árbol, las ramas-manos alzadas a modo de saludo, parecía un duende. (Los
que hacemos fotos sabemos que hay una sola posición y solo una, desde los que la
captura de un objeto es más atrayente, tiene “alma”, y esa captura es todo
menos casual).
De ser un elemento más del paisaje, el
árbol-duende se fue convirtiendo poco a poco en algo singular y propio.
De ser un árbol cualquiera pasó a ser
mi arbol-duende que saludaba impertérrito a la sucesión de momentos y de días, unas
veces azules, otras grises, que me vienen regalando los siempre ansiados períodos
vacacionales.
Un día, seguramente arrastrado por
las olas, se había depositado cerca de
la base del árbol un plástico duro y pesado. Lo desplacé unos metros, ante la
mirada atónita de unos chicos que pasaban por mi lado y que pensaron que iba
definitivamente a retirarlo. “Yo alucinó”, dijeron al comprobar que solo lo
cambiaba de sitio. Sentí vergüenza y culpa por mi falta de implicación con el
medio ambiente, pero ahora me doy cuenta de que en ese momento mi interés era única
e inexcusablemente el árbol que tenía delante. El árbol y su captura más óptima era lo único que me importaban.
Este invierno su tronco quebró y un
día de los que viajé al Norte lo descubrí, derrumbado y roto sobre la arena, donde sigue, cada vez más seco, cada
vez más consumido sobre sí mismo, como un cadáver en proceso de descomposición
y de ruina.
Nadie, me parece, echa en falta su
apariencia fantástica ni sus ramas-manos festejando el paso de días y
estaciones.
Yo sí, yo lo hago.
Yo sí, yo me duelo.
El árbol-duende, por razones que me
son desconocidas, se convirtió en un elemento de referencia para mí y su muerte
me hizo morir un poco, como pasa siempre con las cosas que amamos, hasta el
momento de la muerte verdadera, propia, ineludible y común.
Sirva este pequeño homenaje al árbol-duende
al que reservo, las ramas-manos alzadas a modo de saludo, un sitio imaginario
en mi cabeza.
Y ahora, tal vez en la de ustedes.
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