martes, 5 de agosto de 2014


El pescador de estrellas

 
                      
                       Como todas las tardes al oscurecer el pescador deja su vieja bicicleta en el puerto y se dirige a los acantilados de la costa para pescar estrellas. Tiene cientos de ellas –azules, rosas, fucsias, anaranjadas, con picos poco pronunciados y hasta con siete puntas­– en tarros de cristal bien sellados. Mira al cielo plagado de infinitos destellos que auguran una buena pesca y la ve, una estrella aparentemente normal, ni muy grande ni muy pequeña ni muy brillante, pero al extender el sedal y fijarse con detenimiento descubre que contiene todos los colores y formas. Entusiasmado lanza la caña al cielo seguro de que muy pronto ocupara el lugar principal de su estantería. La estrella se desvanece súbitamente, pasa el resto de la noche buscándola en vano, sin desear otro botín que no sea ése y por primera vez al amanecer regresa a su cabaña con las manos vacías. La noche siguiente vuelve a los acantilados portando un sedal más largo y más fuerte. La estrella sigue ahí, mas al intentar capturarla se disipa de nuevo en el cielo. Durante meses, presa de gran desasosiego, el pescador se dedica a inventar los más variados artilugios a fin de conseguir su objeto de deseo pero es tarea inútil. Un día mete en un saco enorme todos los tarros que lleva coleccionados durante años, los lleva en su bici hasta el puerto, los arrastra a duras penas por el abrupto camino del acantilado. Esa es la última imagen que se conserva de él. Desde entonces puede verse en el puerto su vieja bicicleta esperando impertérrita su llegada. Es posible que su dueño en algún momento recupere la cordura y regrese a su mundo y a sus cosas, pero también puede que se haya ido a vivir con su estrella y no vuelva jamás, o que esté en el fondo del mar y desde las aguas profundas e insondables vea reflejada todas las noches, cual infeliz Tántalo perdido de sí, su estrella misteriosa e inasible, aunque eso quien lo sabe…

 

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