“Aniversario”
Ella se
venga con el monólogo. G.Flaubert.
No sabes cómo me alegra que me
digas que no falta detalle. Sí, he puesto el mantel de hilo bordado que nos
regaló la tía Alfonsa cuando nos casamos y la vajilla azul cobalto de los
días de fiesta, pero es que hoy es un gran día. Me acuerdo lo que dijo la tía
cuando, envuelto cuidadosamente en papel de seda, nos lo trajo: “Lo he
bordado con tanto esmero como felicidad os deseo”, eso dijo. ¿Qué crees, que
he exagerado al abrir las dos alas de la mesa y haberla dispuesto a la larga
como para las grandes ocasiones? Claro, precisamente por eso, es que hoy es
una gran ocasión. El champagne, con el cóctel de gambas, tiene que estar
buenísimo ¿Que lo abra yo? Bueno. Acerca la copa antes de que se me derrame
entero sobre el mantel, aunque dicen que trae buena suerte. Brindo por
nuestro amor. Un sorbito más y voy por el marisco. ¿Qué me he gastado un
dineral? Sí... bueno... pero un día es un día. Come tú, ya sabes que a mí no
me sienta bien, no quiero probarlo, de verdad, que me salen sarpullidos por
todas partes, en cambio tomaré una copita de champagne. A mí lo que de verdad
me gusta del marisco son los caparazones, como la caracola de la estantería
que nos regaló el mar Cantábrico cuando buscábamos percebes y almejas entre
las rocas. Después de cuatro veranos cada vez que la pongo al oído puedo oler
el arroz con gambas y pimientos que salía del chiringuito mientras
esperábamos a que nos sirvieran la paella ¡El hambre que teníamos! ¡Y lo que
nos gustaba ir al puerto al atardecer y ver a los marineros recoger las redes
mientras el pescado se movía todavía vivo dentro de las cajas! Pero lo que no
olvidaré fue el día que tumbados en la playa se puso a llover, unas gotas así
de gordas, y corrimos al coche, pero cuando llegamos ya estábamos calados y
las toallas todas mojadas y tú tuviste ese gesto de envolverme con tu cuerpo
y pretendías secarme y hacer que entrara en calor... ¿Que te gusta la salsa
del bogavante? Esta hecha con zumo de naranja y nata. La receta la he sacado
del libro de cocina que compré en la feria de libro al mes o así de casarnos.
Un tragito más y voy por el plato fuerte ¡Uy, cómo quema! Yo sólo quiero un
trozo de carne. No, no estoy con uno de mis regímenes. Tiene gracia la cosa,
precisamente ahora que, quiera o no, voy a engordar ¿Que qué quiero decir?
Necesito una copita de champagne. No, otra no, una, antes de decirte... Pero
deja de mirarme de esa manera. ¿Que no me miras de ninguna manera? Bueno,
vale, te estaba diciendo, decía... Que estoy embarazada ¿Qué no puede ser? No
sé de qué te extrañas, sabiendo como sabes que yo un hijo quería tener, que
no me quiero morir sin la experiencia de ser madre, que me parece una de las
experiencias más hermosas de la vida... No, ya sé que tú no, pero entonces no
lo sabía. Y tenía la esperanza de que algún día cambiarías de idea, y porque
creía que a fuerza de insistir te convencería, aprovechaba cualquier ocasión
para sacarlo a relucir... Claro, que así pasaron siete años... Por eso,
cuando aquel sábado vimos en la tele el documental de los cangrejos-hembra, los
cientos de miles de cangrejos-hembra que en el último cuarto de luna
menguante iban a desovar al mar en marea muerta, sentí una frustración enorme
—hasta los seres vivos más insignificantes tenían derechos que a mí se me
negaban—, y no me pude contener. Te dije, ahora me doy cuenta que a medida
que hablaba iba elevando la voz, que la naturaleza era sabia y las cosas más
sencillas de lo nos parecían, que ya tenía treinta y siete años y no podía
esperar mucho más. Tú callaste, bajaste la mirada, frunciste mucho los labios
¿No oyes lo que te estoy diciendo? Y gritaba cuando te solté que si no
pensabas tener hijos no sabía ni para qué te casaste conmigo y me hiciste
perder así el tiempo. Y que si no podías hacer eso por mí es que no me
querías, y que si no me querías no sabía qué hacíamos juntos. Luego ya no
dije nada más. Tú tampoco. Apenas hablamos los siguientes días. Lo justo
entre quienes no tienen más remedio que compartir un espacio común, pero de
sobra se notaba que algo se había roto entre nosotros. Así que el miércoles,
cuando dijiste “Voy a echar la bonoloto”, eso dijiste, “Voy a echar la
bonoloto”, como quien dice “Voy a buscar una coca-cola al frigorífico” o “a
destender la ropa”, quizá pensaste, debiste pensar, que la vida, la nuestra,
la tuya y la mía, ni con una bonoloto se arreglaba. Eso debiste pensar. Eso
pienso yo que pensaste, porque te fuiste y no volviste, aunque podías haberlo
advertido. Pero no. No tuviste el detalle de dejar, con letra apresurada e
ilegible, ni una nota en la libreta de la consola de la entrada, ni de llamar
por teléfono, ni de mandar una postal o enviar un emisario para que viniera a
recoger tus cosas —a quien yo, de paso, pudiera preguntar—, acaso las más
elementales, como tu puto cepillo de dientes. Ni el puto cepillo de dientes
cogiste cuando fuiste a echar la bonoloto, o esa colección de corbatas de las
que estaban tan orgulloso y que desde entonces se mueren de risa y de polvo
en el corbatero del armario y que no me he atrevido ni a mirar. Ahora sí,
ahora con una gotina de champagne me atrevo, de un sorbo... Ésta, la azul de
motitas blancas es la más bonita, la vimos juntos en un escaparate,
¿recuerdas?, una noche cuando volvíamos a casa. Aunque no me dijiste que la
querías, vi que te fijaste en ella. Por eso al día siguiente entré en la
tienda y la compré. Es tan sedosa... Al rozarme me parece que siento tus
manos. Tus manos avanzando entre mis muslos, acariciando mi sexo... ¿Por qué
tuviste que irte sin decir palabra? Tan sólo una palabra tuya habría bastado
para que cambiara el color de mi universo. Eso fue hace un año y desde
entonces sigo cocinando para dos, sigo poniendo en la mesa dos platos, dos
cubiertos, dos servilletas, la tuya a tu lado de la mesa con la inicial de tu
nombre; sigo durmiendo en el mismo lado de la cama, el más alejado de la
ventana, como buscando una protección inconsciente, sigo sentándome en el
mismo rincón del sofá para ver la tele, sigo comprando los bifidus de manzana
y nueces que tanto te gustaban y cada vez que voy al super siempre acabo
metiendo en la cesta de la compra las cuchillas de afeitar que usabas. Pero
ya no. A partir de hoy no. Ya ha pasado un año desde que te fuiste. Un año,
se dice pronto, pero un año, trescientos sesenta y cinco días con sus
trescientas sesenta y cinco noches dan mucho de sí cuando una se queda sola.
Por eso me he tomado mis precauciones y he buscado una clínica para quedarme
embarazada. No, no creo que sea la mejor manera, pero con treinta y siete
años que tengo no me quedaban muchas opciones. O buscaba una solución rápida
o me quedaba sola del todo y esa idea se me hacía insoportable. Ya ves, al
principio, cuando me dijeron que estaba embarazada, me sentía la mar de rara
por no saber quién era el padre, pero me he ido acostumbrando. Fíjate, hasta
he llegado a pensar que si no sé quién es el padre, no corro el riesgo de que
me haga sufrir ¿No dices nada? Oh, ya sólo queda un culín de champagne, pues
brindaré por el futuro. Espero que llegue un niño que, aunque no tenga tus
ojos, ni tus labios, ni el color de tu pelo, ni tu apellido, ocupe esta casa
y lo llene todo con su voz y su risa y el ruido de sus juegos. Que no se
parezca a nadie, y que sea mío, solo mío, para que nunca pueda irse. Para que
a partir de ahora ya no me quede sola nunca más... Sola, no quiero.
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martes, 15 de julio de 2014
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