El relato "Sol a la tinaja" que da título a mi blog está inspirado en la exhumación de diez restos, ocho cuerpos enteros y dos mitades, que la ARMH llevó a cabo en junio de 2012 en un paraje de la localidad de San Justo llamado "El grillo", que siempre se oyó a los vecinos de la zona que eran de Valderas.
Fue leído el 30/08/2013 en el Pº de Samotracia de Ponferrada, con motivo del día Internacional del Desaparecido en un acto organizado por la ARMH.
Fue publicado el 21/12/2014 en la sección cultural del periódico digital "Astorga Redacción".
Pretende ser un homenaje a los miles de hombres y mujeres que a fecha de hoy yacen en las cunetas de nuestro país y a la encomiable labor que desde hace catorce años lleva realizando la ARMH.
(Fotografía realizada por Miguel A. Paramio Rodriguez)
Sol a la tinaja
Madre, ¿ya llega el sol a la tinaja?”.
La madre cose los zancajos de los calcetines de los hombres ayudada por un
huevo de madera e, inmutable, responde: “No, hijo, todavía no”. El niño se
levanta, entra en la cocina y abre el cajón, pero las últimas migas de pan que
quedaban se las ha llevado él con el dedo humedecido a la boca hace unos días.
Cierra y abre el cajón varias veces hasta que harto de tan estéril juego vuelve
al corral y se instala de nuevo en el suelo, mirando la línea de sombra que no
se ha movido un ápice. Está así un buen rato y cuando nota un pinchazo, como
una picadura de serpiente, azuzándole el estómago, vuelve a decir: “Madre, ¿ya
llega el sol a la tinaja?”, pero la madre inmutable, casi despiadada, sin
levantar la vista de la labor, responde: “No hijo, todavía no”. El niño,
debilitado, concentra sus sentidos todos en la línea que separa el sol de la
sombra, sabiendo que solo el tiempo y su tenacidad, “Venga, vamos, avanza,
avanza un poco más”, podrán ganarle la
batalla al hambre.
A las cinco de la tarde el sol llega a
la tinaja. Y el niño, solemne, sin mediar palabra, se acerca a la madre, que
saca del pecho el cantero del pan y se lo entrega. Lo come con ansia, casi de
un bocado, feliz de poder dar tregua unos instantes a su particular
guerra.
Es difícil expresar con palabras todo el
hambre que sintió el niño el caluroso y azarado mes de agosto de 1936, todo el
hambre de los sucesivos meses, ese oscuro e insondable pozo, ese hueco dejado
por el mordisco voraz, esa carencia.
Sabía
de sobra lo de la exhumación en San Justo, lo vi anunciado en la Casa del Pueblo, y me apunté
el móvil de la asociación cuando nadie me veía, pero pasé de ir, alegando una
de mis crisis de vértigo. Estaba cavando el huerto para sembrar patatas cuando
vino Ventura tocando los cojones. Que si habían descubierto al lado de una
encina dos fosas de apenas un metro de profundidad con diez cuerpos, que si
llevaban ya tres días trabajando, que era digno de ver cómo lo hacían: primero
numeraban los restos, y con ayuda de una espátula de madera iban quitando la
tierra y los hierbajos que les habían nacido a los huesos, y cuando ya los
tenían bien limpios los sacaban con sumo cuidado y los colocaban en cajas de
cartón para llevarlos al laboratorio. Iban a investigar la identidad de cada
uno de ellos, hasta harían pruebas de ADN si era necesario… “¿Te das cuenta,
Andrés?, después de tantos años se va a hacer justicia, descansarán junto a los
suyos, donde siempre tenían que haber estado ¡Si mi madre levantara la cabeza!
Por cierto, uno de los restos era de un chico muy joven, como de dieciséis o
diecisiete años, ¿no tenía Rogelín esa edad?... También encontraron restos de
un cinturón trenzado y unas suelas de zapatos. Pero lo que más me admiró fue la
naturalidad con que le explicaban a la gente que llegaba a la fosa, hasta niños
había, que su trabajo era devolver la dignidad a los hombres que murieron por
defender el gobierno elegido en las urnas. Y es verdad, Andrés, cada vez que lo
pienso, más cuenta me doy de lo confundidos que nos tuvieron, haciéndonos creer
que éramos los equivocados, los parias, los torcidos, y ellos los que iban por
el camino recto, y así hemos vivido, como seres inferiores, de segunda clase,
acomplejados, cuando lo que pasó fue un atraco… todo su delito, lo sabes bien,
fue pertenecer a una sociedad de trabajadores de la tierra adscrita a la U.G.
T. Y el vicepresidente, un chaval de no más de treinta años, sabía con pelos y
señales todo lo que pasó en Valderas, no solo los nombres y apellidos de los
asesinados, sino los de los criminales, los había sacado, dijo, de una Causa
que encontró en un archivo del Ferrol. ¡Que alguien tan joven y preparado se
preocupe por lo que pasamos pues da alegría, la verdad! Cagüen diez, tenías que
haber venido, te habría gustado… No veas qué sitio más bonito aquel monte, mis
chicos también estuvieron y vinimos encantados, si hasta firmamos en un libro
de visitas para un álbum de fotos que dijeron que nos mandarían, por eso nos
pidieron el correo electrónico, yo de eso no tengo, Lici sí, Lici lo enciende,
así que igual les llama y se lo da. Bueno, di algo, ¿no te alegras?”.
Seguí
removiendo la tierra con el azadón, mientras la cabeza me bullía como una
locomotora. Pasado un rato, levanté la vista e intentando disimular la desazón
le dije:
“¿Qué
quieres que diga?”
Ventura
pareció contrariado con mi respuesta. Se quitó la visera, se rascó la frente.
“No
sé… lo que piensas, lo que te parece todo esto”
“Creo,
eso creo, que ha pasado demasiado tiempo”.
A la hora de la siesta el niño contempla
la tinaja, esperando un día más ganarle la batalla al hambre, pero la madre no
está sentada en un poyo del corral, zurciendo los zancajos de los calcetines de
los hombres, sino en la cocina, acompañada por otras mujeres. De pronto un
aguijón traicionero, como una picadura de serpiente, le azuza el estómago,
obligándole a levantarse como una exhalación. En el zaguán escucha: “Les
sacaron a la hora del gallo”, y cuando entra en la cocina las mujeres
súbitamente callan y le miran con ojos de garza. El niño se acerca a la madre,
extiende su mano y ésta, extrañamente piadosa, saca de su pecho el mendrugo de
pan y se lo da, le abraza un momento, le dice vete.
El niño sale al corral y, antes de que
el sol llegue a la tinaja, se llena la boca con el pan, pero en vez de sentirse
orgulloso por burlarle la batalla al hambre, no lo está, y el pan no le sabe
como otras tardes.
Desde ese día, veinticinco de agosto de
1936, la madre viste siempre de negro. Y los únicos calcetines de lana que
remienda son los suyos, infantiles, que poco a poco va sustituyendo por otros
de mayor tamaño.
Se
acercó de lo más misterioso con el periódico en la mano y guiñándome un ojo me
dijo: “Viene en Comarcas, página 36… Ésos”, añadió mirando de soslayo a la mesa
de la esquina, “también la han leído, y aunque callan como putas están que
arden. No les gusta nada que salga a la luz todo esto, pero que se jodan, antes
nos jodimos los demás”. Luego se fue. Sin acabar de tomar el café, busqué la
página que Ventura decía. Allí estaban las dos fosas, abiertas de par en par:
una tenía forma de cruz, la otra era un rectángulo.
Arqueólogos
de la ARMH
trabajan estos días en la exhumación de dos enterramientos en el monte de San
Justo, a dos kilómetros de la Prisión Central de Astorga, donde estuvieron
recluidos miles de republicanos durante la Guerra Civil
española. Pese al tiempo transcurrido y a ser un paraje lleno de encinas y de
complicado acceso, uno de los vecinos señaló el lugar concreto donde se
encontraban las fosas, en la que se han hallado los restos de diez hombres,
ocho de ellos intactos y dos incompletos, que se cree podrían pertenecer a diez
republicanos de Valderas, localidad situada a setenta kilómetros del lugar del
hallazgo. El vicepresidente de la
ARMH estima que en un par de días habrán finalizado los
trabajos en este enterramiento, y será el momento de comenzar en el laboratorio
y determinar la identidad de los cuerpos”.
Cerré
el periódico bruscamente y salí del bar. De pronto sentí que todo me daba
vueltas, como cuando me sobreviene el vértigo, y caminé hacia el polideportivo
para tomar un poco de aire. Por la noche cené solo unas sopas de ajo y,
profundamente cansado, como si hubiera estado cavando el huerto durante horas,
me metí en la cama. Me quedé dormido enseguida. Soñé que era pequeño, que estaba
caído en el suelo de mi habitación, y que una culebra pequeña y fina reptaba a
mi alrededor. En el sueño intentaba despertar y no podía. Desperté
sobresaltado, me acerqué a la ventana y estuve mucho rato mirando, con la tibia
claridad de la luna, la base del ciruelo mientras los recuerdos, como un sinfín
de diapositivas en blanco y negro, se sucedían sin tregua en mi mente.
La madre ha estado fuera desde muy
temprano y por la noche, mientras cenan las lentejas que sobraron del mediodía,
le dice al niño, que ya no es un niño, sino un joven de diecisiete años: “Un
secreto, hijo, óyeme bien, es para guardarlo, porque si lo cuentas a alguien,
por muy de confianza que creas que es esa persona, deja de ser secreto”. Luego
le cuenta que a su padre y a su hermano Rogelio les mataron la noche del
veinticinco de agosto de 1936. El joven lo sabe desde hace mucho tiempo por la
gente de la calle, sin embargo, es la primera vez que la madre le habla de
ello. Quizás por eso posa la cuchara y se queda absorto mirando las lentejas,
mientras la madre le sigue contando que ese día ha estado en el cementerio de
Turia, preguntando al enterrador por los restos de sus muertos, que también son
los del joven. “Al principio el enterrador se mostró esquivo, me dijo que era
muy difícil averiguar lo que yo le preguntaba, habida cuenta de que aquellos
días mataron a cientos de hombres, a miles de hombres, pero cuando le dije que
venía de muy lejos, de Valderas, y que toda mi vida, por amor de Dios, no había
esperado otra cosa que la llegada de este día, se ablandó y acabó confesándome
que a unos cuantos de Valderas les sacaron de la cárcel una noche de finales de
agosto y les pegaron un tiro cerca del caserío donde vive el curandero. Busqué
el lugar, llamé a la puerta y cuando el hombre dijo adelante, no pude seguir”.
Esto la madre lo cuenta con pena e
impotencia de mujer que lo ha pasado casi todo, que lo puede casi todo en esta
vida, pero que es incapaz de entrar sola en la casa de un extraño por muy
importante que sea lo que va a buscar allí. “Ya ves, hijo, a dos pasos estuve
de la verdad”.
Al niño le hubiera gustado saber más
detalles de lo ocurrido hace años y del viaje que su madre ha emprendido ese
día. Pero no se atreve a preguntar.
Son cosas de mayores y en las cosas de
mayores es mejor no hurgar.
Acababa
de echar las migas de pan en la cazuela cuando sonó el teléfono. Bajé el fuego
y me dirigí al pasillo. Era Ventura, lo reconocí al instante, pese al
nerviosismo y la precipitación con la que hablaba. “Esta noche a las diez sale
en el programa Actualidad”. También sabía a qué se refería, en realidad
aquellos días no pensaba en otra cosa, pero le pregunté, supongo que para
retrasar la respuesta que llevaba barruntando: “¿Sale qué?”. “Lo de la
exhumación, qué va a ser”. Era el momento de acabar con aquello, no lo podía
dilatar más, a si que le dije: “¿Sabes lo que te digo? Que si lo quieres ver,
velo, pero a mí deja de calentarme la cabeza, porque lo que quiero es olvidar”.
Ventura se quedó callado, yo oía al otro lado de la línea su respiración, e
imaginaba su desconcierto. Pensé incluso que iba a colgar, pero no. Cuando al
fin habló lo hizo con voz grave, dolida: “Yo en cambio lo que quiero es saber,
llevo años queriendo saber, y no voy a parar hasta llegar al final, lo que me
extraña…”, hizo una pausa y luego continuó, “es ese comportamiento tuyo, nunca
lo hubiera esperado, la verdad, pero no te preocupes, ya no te molesto más.
Adiós”. “Adiós”. Después de la llamada volví a la cocina y me quedé mirando las
sopas de ajo que borbotaban en el fuego. No sé el tiempo que estuve así, con la
vista clavada en el espeso manto naranja que se iba formado en la superficie de
la cazuela. Luego las apagué, sabiendo que esa noche no cenaría.
Un día el niño que ya no es niño, sino
un hombre de cuarenta y seis años, sube a su Dyane 6 y se encamina al monte de San
Justo. Busca el caserío donde vive el curandero y cuando lo encuentra, llama a
la puerta. El curandero le invita a pasar y, como si le hubiera estado
esperando toda su vida, le cuenta con pelos y señales que una noche de finales
de agosto de 1936 arrastraron a diez presos de Valderas bajo la encina
obligándoles a cavar su propia tumba a punta de pistola. Cuenta que lo vio y lo
oyó todo -los pasos precipitados y torpes, las lamentaciones, el sonido de
pistolas encasquilladas, los gritos, la detonación final y prolongada, los
cuerpos desplomándose en la tierra- escondido en el pajar, y que lo que más le
conmovió de todo lo que vio y oyó aquella noche, fueron las suplicas de un
chaval muy joven, casi un niño, de ojos enormes y rostro lampiño pidiendo
clemencia.
“Era mi hermano”, confiesa el hombre con
voz quebrada.
El curandero le lleva bajo la encina y
con el extremo de una vara de castaño que le sirve de apoyo, le señala el punto
exacto donde arrojaron los cuerpos. “Aquí y aquí”, dice con exactitud de
zahorí. “¿Y el joven?”. “Aquí”, dice sin
vacilar.
El hombre se va, pero días después
regresa al lugar de la encina. Amparado por la oscuridad de la noche cava sin
tregua hasta dar con algunos restos que introduce en un saco y se lleva
consigo. Al llegar al pueblo, ya de madrugada y exhausto, se los muestra a su
madre, que no es una mujer sin edad y curtida, sino una anciana que al igual que el curandero pertenece a un mundo que se
extingue. Ambos saben, aunque no lo dicen -un secreto, hijo, es para
guardarlo-, que tal vez esos restos no son de sus seres queridos, pero con
manos amorosas deciden enterrarlos lo mismo bajo el ciruelo del corral donde
plantan aromáticas hierbas que cuidan con esmero de hortelanos. Así trascurren
unos años hasta que la madre enferma sin remedio. Antes de que abandone el
mundo, el hijo le pregunta si quiere que traslade los restos a su tumba. “No,
hijo, donde están, están bien”. Luego ya no dice nada más. Expira serena, o eso
le parece al hijo, y también le parece que es la mejor forma de morir.
A
las diez encendí la tele. Estaba nervioso, lo reconozco, lo mismo que el día
que fui al especialista a recoger el resultado de las pruebas que me hicieron
para ver de dónde me venían los mareos, y como la noticia no salió al
principio, cuanto más tiempo pasaba más nervioso me ponía. A la mitad del
programa o así, salió el vicepresidente de la Asociación , un chico
joven y campechano, que empezó hablando de los 113.000 desaparecidos que
quedaban todavía en las cunetas.
Habló
bien y dio muchos detalles. Dijo que la lucha de la asociación era una lucha
contrarreloj, pues muchos familiares y testigos que podían dar testimonio de lo
que pasó entonces eran ya muy mayores o habían muerto. También dijo que con las
exhumaciones se conseguía que los familiares vivos que quedaban pudiesen
elaborar un duelo negado, sí, esa palabra empleó, durante años. De las fosas de
San Justo contó que habían encontrado diez restos, ocho enteros y dos mitades,
y que su localización había sido muy fácil gracias a la ayuda de un testigo que
vio y conoció los hechos casi de primera mano. Cuando el locutor le preguntó
por el misterio de los dos cuerpos incompletos dijo que no era tan
extraordinario como a simple vista parecía, ya que con la llegada de la
democracia algunas personas se habían atrevido a buscar los restos de sus
familiares tirados en cunetas y se los habían llevado. Aclaró que no era ningún
delito y que si alguien quería revelar alguna cuestión relativa al
enterramiento podía hacerlo, sin miedo, llamando al teléfono que aparecía en
pantalla. El miedo, recalcó, es muchas veces la mayor traba con la que nos
encontramos, más que la carencia de ayudas estatales o el tiempo transcurrido.
No quise escuchar más. Apagué la tele y sentado en el sillón de enea me quedé
mirando la pantalla negra que tenía enfrente.
Es difícil expresar con palabras todo el
miedo que sintió el niño, luego hombre y hoy viejo, a lo largo de su vida. Lo
mismo que el hambre el miedo es un pozo oscuro e insondable al que nunca se ve
el fin. Pero a diferencia del hambre, localizada en la boca del estómago, el
miedo está en el aire. Y se expande como una epidemia. No hablar, no decir, sé
discreto, esto que no salga de aquí, esto entre nosotros, que no se sepa, medir
las palabras, chist, chitón, silencio, las paredes oyen, un secreto, hijo, es
para guardarlo.
Estoy cansado de no hablar, de no decir,
de ser discreto, de medir las palabras, de tantas advertencias y admoniciones. Porque
cuando un secreto deja de ser secreto se convierte en algo tan transparente y
nítido que permite ver, madre, la luz al final del túnel.
Debía
de ser muy tarde cuando llamé al teléfono que desde el día que vi la noticia en
la Casa del Pueblo llevaba guardado. “Diga”, dijo una voz extraña y
somnolienta. “Soy Andrés García Robles, de Valderas, acabo de escuchar el
programa. “Espere un momento, voy a encender la luz, a buscar un boli, espere,
no se vaya…Ya está, ¿sigue ahí?”. Tras un silencio dije con precipitación: “Mi
padre y mi hermano estaban allí enterrados. Yo fui quien les saqué. No pretendí
causar daño a nadie, lo hice por mi madre que toda su vida no hizo otra cosa
que esperar. Cuando quieran venir les contaré los detalles”. Luego colgué. Me
dirigí a la ventana. Miré el ciruelo, las hierbas aromáticas crecidas a su
sombra. Lo miré mucho rato, horas incluso, hasta que del tronco del árbol
emergió una luz amarilla y vi al niño contemplando la tinaja una tarde de sol.
El niño giró la cabeza. Y alargué mi mano, nudosa y áspera, entregándole un
mendrugo de pan.
“Gracias,
señor”, dijo el niño sonriendo y se lo llevó a la boca.
“No
hay de qué”.
Entonces
pude llorar.
Sol
Gómez Arteaga
No hay palabras que puedan comentar un texto tan profundo y doliente como este.
ResponderEliminarAbrazo grande, Sol, tienes un nombre que ilumina, como tus letras.