Cuento de Navidad
A mi amigo Tello cuando era niño.
A Sebas la Navidad le volvía irremediablemente
niño. Y las luces de colores parpadeando en las calles, las risas atropelladas
de la gente, el sonido de fondo de los villancicos, los escaparates adornados
por espumillón y bolas doradas, le despertaban continuos aleteos de mariposas
en el estómago.
Ese veinticuatro de diciembre terminó la jornada laboral más temprano que
otros días, recogió a Marisa y al niño, y salieron apresuradamente de la ciudad para
llegar a buena hora a cenar con los suyos. Mientras conducía evocó lo mucho que
había disfrutado eligiendo los regalos que esa noche pondrían bajo el árbol: una
hermosa pashmina de cachemir y colores tornasolados para su mujer, el perfume
con olor a flor de naranjo que usaba su madre, la caja de herramientas que
había pedido su hermano Quique, un jersey blanco de angora para su cuñada Nines,
la última guía de aves de los cinco continentes y más de trescientas fotografías
a todo color con la que había decidido agasajarse…, pero sin duda el regalo estrella
era el Ipad que Luis llevaba pidiendo desde hace casi un año.
A pesar de la insistencia del chaval, Marisa y él, criados en una época
en la que Papa Noel no existía y los Reyes Magos eran más austeros que mágicos,
habían acordado comprárselo al término del curso escolar. Pero al verlo en el
escaparate de unos grandes almacenes, Sebas se había dejado llevar por la
euforia del momento arrastrando a Marisa al interior del local. Una vez dentro,
las explicaciones detalladas del amable vendedor y el descuento del quince por
cierto sobre el precio inicial les había incitado, más a él que a Marisa, a dar
el siguiente paso y comprarlo: “¿No es Navidad? Ya verás que sorpresa se lleva,
además si dijéramos que el chico va mal en los estudios…”. Aunque solo les quedaba en blanco y el chaval lo quería negro este
pequeño inconveniente, una vez tomada la decisión, no les pareció relevante.
Sebas pidió al vendedor que lo envolviera bonito y con ilusión pueril observó
como lo empaquetaba, le ponía un lazo verde y una reluciente pegatina de felices
fiestas.
II
Poco antes de llegar a la curva vio a la perdiz intentando cruzar la
carretera, y unas décimas de segundo más tarde notó un vaivén casi imperceptible
en la rueda delantera del coche. Detuvo el vehículo en el arcén con los
intermitentes puestos, se acercó corriendo al animal que yacía de lado en medio
de la carretera y lo cogió en sus manos. Al auscultar con el arco de los dedos
índice y pulgar su pecho le pareció oír los latidos de su corazón, pero poco a
poco el animal se fue quedando rígido, frío, y sus ojillos como de cristal se vaciaron
de expresión. Acercó su rostro al del ave, le sopló al oído como insuflándole
vida, le susurró: “boba, boba, porque no te has quitado, yo no quería hacerte
daño, boba, boba”.
No se dio cuenta de que su mujer le apartaba de la carretera, le retiraba
la perdiz de las manos, la lanzaba al monte de encinas que tenían a su derecha,
se sentaba al volante, recorría los veinticinco kilómetros que quedaban hasta
llegar al pueblo.
Sebas desde pequeño amaba a todos los animales y de un modo muy especial a
las aves, a las que por su capacidad para volar atribuía cualidades
extraordinarias, casi mágicas. De ahí que el pequeño incidente le causara enorme
consternación y viviera el resto de la tarde como a través de una nebulosa. Abrazó a los suyos y escuchó las
novedades acontecidas en el pueblo sin verdadero interés. También sin demasiado
apetito probó los entrantes y los vinos especiales que esa noche había dispuestos
sobre la mesa, pero cuando su madre colocó en el centro una fuente con el
pavo adornado por castañas y nísperos, rechazó la comida y salió al corral. La
helada se cebaba inexorable sobre el tejado del caedizo, sobre los plásticos
que cubrían los geranios, sobre el lilar desprotegido y pelado. Pese a la extrema
temperatura agradeció el frío en el rostro, cerró los ojos, respiró varias
veces profundamente. Al abrirlos le pareció vislumbrar sobre el tendal tamizado
de escarcha la silueta de una golondrina. Rechazó la visión, volvió a la mesa.
Mientras servían el cava y tomaban los turrones intentó sobreponerse a su
malestar, hasta entonó villancicos, “la noche buena se viene, la noche buena se
va”, “a Belén pastores, a Belén chiquillos, “ande, ande”…, que Quique acompañaba
con el sonido de una botella de anís rasgueada
por un tenedor. A medida que se acercaba el momento de abrir los regalos todo
parecía volver a la normalidad, ser como siempre había sido, pero la queja de Luis
al desenvolver su regalo: “Es genial, papá, mamá, aunque yo lo quería negro”,
le produjo un aguijonazo en el estómago similar al pinchazo de una espina, y todo
el malestar de la tarde volvió sobre él.
Dando un golpe de rabia en la mesa, dijo alterado:
–Antes no teníamos de nada y no nos quejábamos.
Este gesto, impropio en él, produjo
un tenso silencio.
–Bueno, Sebas, –terció Marisa– no creo que sea para ponerse así, además el
Ipad se puede cambiar.
–Ése es el problema –dijo levantándose– que hoy creemos que todo es sustituible, y no es verdad.
Se retiró a su cuarto sin un ápice de ese sentimiento de Navidad que le
embriagaba cada veinticuatro de diciembre. Lamentaba profundamente haber
perdido los papeles pero no podía hacer nada en esos momentos para remediarlo.
Lo mejor era descansar. Se fue quedando dormido y no se dio cuenta de la
llegada de Marisa.
Despertó en medio de la noche y se vio a sí mismo, un niño de seis años, escuchando
al maestro explicar que las golondrinas,
esas aves de bondad, le quitaban a Cristo las espinas de la corona para aliviar
su dolor.
Días después de esa clase había matado sin querer a una golondrina con el
tirachinas, y ese pequeño incidente lo vivió Sebas como un gran pecado. Lleno
de pesar la enterró en las eras, cubriéndola con un trozo de botella que
encontró tirado. La puso encima unas flores silvestres y una cruz hecha con dos
palitos. Por supuesto no dijo nada a nadie. Era su secreto. Luego lo olvido, hasta
la llegada de la Navidad
que esperaba con ansia la llegada de los Reyes Magos. Les había pedido el
camión cisterna que a diario contemplaba en el escaparate del estanco, un
camión cisterna de color butano que destacaba entre las tiras verticales de
espumillón, las cajas de puros selladas por elegantes vitolas, las postales
navideñas, los librillos de papel de fumar y algunos útiles para la escuela. Pero a pesar de la
caligrafía cuidada con que escribió la carta, a pesar de su deseo, ese camión
nunca llegó. En su lugar los Reyes le trajeron media docena de pinturas Alpino envueltas
en un papel de estraza arrugado. A su hermano Quique le echaron la media docena que faltaba, dentro de una caja demasiado holgada.
Lloró amargamente, se lamentó.
–Será que no has sido bueno– dijo su madre con displicencia.
Sus palabras le dejaron desarmado. ¿Cómo era posible que dijera eso si muchos
días de invierno traía pesados brazados de leña del monte, si ordeñaba las
vacas al volver de la escuela si, a diferencia de otros niños criados con ambos
progenitores, la ayudaba siempre en todo lo que le pedía? Llegó a la conclusión
de que era por la golondrina y nunca se perdonó haberla matado.
Sebas reflexionó la noche del veinticinco de diciembre acerca de todo
aquello y llegó a la conclusión de que era el momento de perdonarse. Se levantó
con las primeras luces y después de dar un largo paseo irrumpió en la cocina.
El agradable olor a chocolate con picatostes que su madre preparaba siempre el
día de Navidad le devolvió las mariposas en el estómago. Después del incidente todos le miraron expectantes. Revolvió el pelo a su hijo.
–Siento lo ocurrido, no debí hablarte como lo hice, pero anoche no me
encontraba muy bien. Si quieres cuando volvamos cambiamos el Ipad.
–No papá, no importa, me lo quedo.
Su respuesta le gustó y no insistió. Miró a Marisa que le sonrió discretamente.
Luego miró a su madre, que les observaba a los tres con la jarra de chocolate en
la mano.
Pensó decirle algo acerca de las pinturas Alpino, algo acerca de aquellos
tiempos en los que las cosas no eran fáciles ni tan accesibles y su madre, viuda, tuvo que trabajar duro para darles un porvenir, pero luego lo pensó mejor y solo dijo:
–A ver, madre, vamos a probar ese chocolate tan bueno que nos has preparado.
Sol
Gómez Arteaga
NOTA: Publicado en diciembre de 2013 en la revista anual que edita el Ayuntamiento de Gordoncillo.
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