sábado, 20 de septiembre de 2014



De dinosaurios y de elefantes





En un taller de escritura oí que Cortázar había dicho que siempre que  en un relato aparecía un animal, seguidamente aparecía otro. Probadlo, veréis como se  cumple con rigurosidad cartesiana.


Martín Expósito Expósito espera sentado frente a la puerta del eminente psiquiatra. Es la primera vez que acude a la cita y no deja de morderse los pellejos que recubren sus uñas. Está muy preocupado porque desde hace dos  meses y medio, a la hora exacta en que se pone el sol, ve dinosaurios en las paredes y hasta en el techo de su casa. Los dinosaurios le saludan con las patas delanteras, le sonríen, le hacen guiños, le hablan de una forma tan rápida que es incapaz de entenderles, ¿o será que hablan en otro idioma? Son grandes, pequeños, verdes, parlanchines e inquietos. A veces se desplazan en manada de una pared a otra o se los encuentra solitarios debajo del armario. Con todo el trajín que se traen le tienen las paredes hechas un asco. Ya ha llamado a cinco pintores para que las adecenten, y cada uno de ellos al entrar en su casa niega la existencia de huellas. Cuando él insiste “pero fíjese en ese rincón, ahí, justo ahí, están las marcas de dos patas enormes”, le observan con recelo y seguidamente ponen pies en polvorosa. El último llegó más lejos, le dijo que se lo tenía que hacer mirar, que nunca antes había visto a nadie tan mal de la cabeza. Por poco llegan a las manos. Después de reflexionar ha decidido consultarlo.
Aunque faltan diez minutos para la hora de la cita un hombre menudo con una bata blanca le abre la puerta del despacho, le sonríe con sonrisa cariada, le invita a pasar.
Lo primero que llama la atención de Martín Expósito Expósito nada más entrar, es el colmillo de marfil de un elefante, justo encima del sillón del insigne médico.  Al ver el colmillo no puede evitar pensar en sus dinosauros.   
–¿Le gusta? –pregunta el psiquiatra señalando el cuerno.  
–Sí, mucho.
–¿Mucho cuánto?
–Mucho bastante. Es…alucinante estar tan cerca de uno.
–Una. El cuerno pertenece a mi esposa Carolina. Pero siéntese.
Martín le mira perplejo. Toma asiento frente al doctor que le agasaja con otra de sus sonrisas cariadas y le muestra la foto encima de la mesa de un gran elefante adulto rodeado de tres crías en medio de la extensa sabana.
–Mírela aquí con los niños cuando vivíamos en Kenya. El de la derecha es Pablo, el menor de mis retoños, y estas dos mujercitas que ve aquí –las señala con el dedo índice– son Amalia y Amelia. ¿Usted ha estado alguna vez en Kenya?, ¿no? Pues no deje de ir, se lo recomiendo. Es…, como le explicaría, el reino de los elefantes.  
Martín Expósito Expósito escucha atentamente asintiendo a cada una de las explicaciones del doctor.
–En realidad ése fue el último verano que pasamos juntos y felices. Luego nos trasladamos a Madrid y la cosa cambió. Mi mujer decía que echaba de menos el campo, que no soportaba la cautividad y aunque yo tenía la esperanza de que con el tiempo y una caña se fuera acostumbrando a la gran urbe, un día, la muy ingrata, se fue de casa sin dejar una triste nota y lo peor de todo, llevándose con ella a nuestros vástagos, –una lágrima discurre por su mejilla–. Claro que yo la seguí… la inmortalicé. Y aquí encima la tengo. Bueno, no es ella al completo, ya lo sé, pero me conformo… a los muchachos, en cambio, no hubo manera de recuperarlos. Habían heredado el espíritu libre de su madre y huyeron, con la gracilidad que caracteriza a la juventud, sin dejar ni rastro. Aunque puse la correspondiente denuncia en comisaría, no hubo nada qué hacer. Ya eran mayores de edad, por otro lado. A propósito, ¿cómo se llama?
–Martín, Martín Expósito Expósito.
–Pues no es que yo lo diga, Martín, pero Carolina era una auténtica belleza, la reina de las elefantas, se lo digo yo.  Si usted la hubiera conocido en persona podría dar fe. Tenía esas formas tan…rotundas, sí, eso es, rotundas. Y éramos una familia tan compenetrada al principio –las lágrimas caen ahora sin rebozo por la cara del médico­–. Si había que llevar a nuestras elefantitas a clase de ballet íbamos juntos, si a Pablo al zoo a ver los leones, también. A Pablo, sabe, le encantaba el zoo. Y no es de extrañar, claro, dada su esencia animal. La verdad es que después de dos años me cuesta entender porqué me abandonó… yo siempre fui un buen marido, nunca la engañé…bueno, una vez sí lo hice… en un safari que hice a Botsuana, pero fue una aventurilla minúscula, un escarceo importancia, y pondría la mano en el fuego a que de ese “asuntillo” Carolina ni se enteró. Ella iba a lo suyo, y lo que más le gustaba era campar a sus anchas. Todavía me acuerdo de las siestas monumentales que se pegaba con esos ronquidos que eran música celestial para mis oídos y que por desgracia –el médico llora ahora a moco pelado–  ya no volveré a escuchar jamás. 
–No se apene, doctor. El pasado pasado está.
–Ya, ya, como a usted no le afecta.
El médico se suena con estridencia en la manga de la bata. Luego parece darse cuenta de la turbación que este gesto causa en su interlocutor, y añade:
–No está bien que me suene a la bata ¿Verdad?
Martín Expósito Expósito se encoge de hombros. Luego niega con la cabeza.
–Ya. Siempre me lo dicen, que cuide las formas, que tenga educación, pero a veces se me olvida. Es por el tiempo que pase en la sabana, ¿sabe? Allí todo es diferente, más salvaje y natural, ¿no tendrá un clínex?
Martín vuelve a negar.
–¿No? ¡Vaya!
El psiquiatra se dispone a abrir el cajón de la mesa del despacho, pero en el último instante, como si se le hubiera ocurrido una idea mejor, se pone en pie:
–Ah, ya sé, mejor voy a buscarlo a la planta. Allí siempre hay siempre montones. Espere un momento, enseguida bajo y le sigo contando de donde me viene está obsesión por los elefantes. Porque usted, como todo bicho viviente, también tendrá la suya. ¿A que sí, pillín?, ¿a que alguna obsesión tiene?
Martín Expósito Expósito va a contarle su reciente obsesión por los dinosaurios que ve en todas partes y que nadie más que él ve, pero el doctor Ripoll alcanza la puerta y sin dejarle hablar, hace mutis por el forro.  
Al quedarse solo en el despacho se fija detenidamente en la foto de la opulenta Carolina con sus retoños. Luego levanta la vista a su cuerno nasal ¡Cuánto debe sufrir el doctor con tamaña pérdida! A él eso no le va a pasar, no tiene familia, así que no tiene riesgo de perderla. Además, se está mejor solo. Bueno, él solo no está. Desde hace dos meses y medio le acompañan, a la hora exacta en que se pone el sol, esos inofensivos dinosaurios que no hay forma de despegar de las paredes ni del techo, ni de que dejen de parlotear y señalarle con sus patas o mover el rabo como si tuvieran que contarle algo, ¿algo qué? No sabe. Hasta ahora les ha ignorado. Pero desde hoy les mirará de frente. Escuchará lo que tengan que decirle. Y si lo que hablan es otro idioma intentará aprenderlo. Sí, aprenderá el lenguaje de los dinosaurios. Se hará su amigo y así no estará tan solo. Además, a él personalmente le gustan mucho más, sin punto de comparación, que los  elefantes. Son más arcaicos, tienen, como lo definiría, más solera. Al abandona la consulta ve sentadas a dos mujeres en dos asientos bajos. Seguro que son pacientes del doctor Ripoll. Que las atienda cuando vuelva porque a él ya no le hace falta. Él ya está curado. Justo a la salida del frenopático se choca con un hombre fornido, ataviado con un elegante abrigo de cachemir y un sombrero rematado con una pluma de faisán. Martín siente en su mejilla el roce de la lana del abrigo, y tras esbozar una torpe e ininteligible disculpa, alcanza la calle. Es por esto que no puede ver como el hombre se introduce en el despacho que acaba de abandonar para, sustituida la ropa de calle por una bata inmaculada, asomarse a la puerta y llamarle a él, a Martín Expósito Expósito, varias veces. Tampoco puede oír cómo las dos mujeres sentadas frente el despacho del eminente psiquiatra se deshacen en explicaciones acerca de un señor menudo con una bata blanca que subió en el ascensor, y de otro que salió hace unos segundos del despacho. Ni puede, tampoco puede, escuchar el comentario del psiquiatra: “Cayo Barroso, de la cama doscientos dos, seguro que la ha vuelto a armar escenificando otro de sus floridos delirios de grandeza”, porque ya ha alcanzado la calle y, presa de una recuperada tranquilidad, se dirige a su casa dispuesto a entablar amistad con las manadas de dinosaurios verdes, grandes, pequeños, parlanchines e inquietos, que le esperan para recibirle con las patas delanteras bien abiertas.  


"De dinosaurios y de elefantes" fue uno de los veinte relatos finalistas del I Concurso convocado de este género por el café-libreria de Madrid "El dinosaurio todavía estaba allí" (2013).

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