martes, 29 de diciembre de 2015


MOMENTO I



Desde primeras horas de la mañana llueve. Al principio lo hacía avaramente, como si le costara, como si bajo un toldo gris y nebuloso tuviera todo el día y toda la noche y al día siguiente para seguir cayendo.
Yo oía desde mi atalaya ese tintineo de lluvia tenaz pero contenida, mezclada a veces con el fugaz silbido del tren a la entrada y a la salida del pueblo.
Ahora, en cambio, lo hace como si le hubiera cogido el gusto, afirmándose, reafirmándose en su tarea, con temeridad agrícola, ahogando en su chocar contra el tejado cualquier otro sonido que no sea el suyo propio, y no parece que vaya a pasar en horas, tal vez siga así todo el día, todo la noche, el día siguiente. Aunque también puede que abra… el tiempo aquí en tan variable.
Intento aprovechar este recogimiento obligado, tan escaso, para preparar el ejercicio para el taller de oralidad del fin de semana, para tomar notas, para poner en orden mis proyectos, para recopilar viejas canciones que no se deben perder cuando quien las cantaban ya no estén entre nosotros, para pensar…
El Cuera al fondo, apenas una fantasmagórica curva, parece esperar como yo a que escampe, aunque puede que a él, tan hecho ya a la meteorología del Norte, le dé más o menos lo mismo.
(12/10/15)







ELLA




Se lleva la mano al pómulo, amoratado e hinchado. Le duele, pero se siente súbitamente aliviada por la decisión que ha tomado. Hoy por primera vez a la entrada de urgencias ha contado todo, los golpes, los gritos, las amenazas si le dejaba, y espera a que llegue la policia y le acompañe a declarar. Hoy, después de todas las oportunidades que le ha dado a lo largo de los seis últimos años, la oportunidad se la da a ella misma. El camino que le espera no es de rosas, las que él le regalaba con cada reconciliación, ni de promesas, le prometió tanto..., lo último llevarla a París, pero es el suyo, su camino, y si alguna vez viaja a la ciudad de la luz, lo hará sola.

Mi madre,



su mano cogiendo el pan,
su entereza de generaciones de madres,
su reciedumbre de encina.
VARIACIONES CON REPETICION. VR=4×3/2.



Se habían citado en una habitación de hotel para vivir su pasión de vitales seres que se aman y desean. Después, Ella volvió a su casa y a sus cosas, Él a su oceánico universo de algas y olas.
Se habían citado en una habitación de hotel para vivir su pasión. Después, Ella volvió a ser sirena de acantilado azul. Él a sus ocupaciones cotidianas. 
Se habían citado en una habitación de hotel para vivir su pasión. Después, Ella volvió a ser sirena de acantilado azul, Ella a su casa y a sus cosas.
Se habían citado en una habitación de hotel para vivir la pasión. Después, Él volvió a sus ocupaciones cotidianas, Él a su oceánico universo de algas y olas.
Se habían citado en una habitación de hotel para vivir su pasión. Después Él volvió a sus ocupaciones citidianas, Ella a su casa y a sus cosas.
Se habían citado en una habitación de hotel para vivir su pasión. Después, Ella volvió a ser sirena de acantilado azul, Él a su oceánico universo de algas y olas.
(Quien sabe si algún día Él y Ella, Ella y Ella, El y Él, se encontrarán algún día buceando en oceánico mar o en cualquier esquina).
AGUA MILAGROSA



Llevar a Fátima a ese centenar de beatas encabezadas por Biges le pareció un calvario e hizo lo posible por esquivar la excursión, pero su compañero estaba en cama con gripe y Nino, que por tener carnet de primera a veces hacía algún servicio extra, justo ese sábado asistía a una carrera de motos, así que no le quedó otra que pencar.
Por eso al regreso, nada más pasar la frontera, pensó que lo peor ya había pasado, y en esa manía de hablarse a sí mismo, fruto tal vez de los muchos años que llevaba viviendo solo, se felicitó: “Eres grande, Mariano, has podido con ellas, así que cuando lleguemos al Caruli te invito a un orujo, y quien dice a uno dice a dos o tres, que lo tienes bien merecido”. Pero nada más decirlo, en un repecho de la carretera, como si el diablo bribón estuviera al acecho, la aguja de la temperatura se inclinó hacia el rojo y una nube de humo le impidió la visibilidad. Como pudo aparcó en un lateral de la carretera, y con la excusa de estirar las piernas, bajó del autocar. Las beatas, atentas a los cantos dirigidos por Biges, “A tres pastorcitos la madre de Dios descubre el misterio de su corazón”, no prestaron atención. Tras abrir el capó del autocar comprobó que se había quedado sin agua en el radiador. Buscó la garrafa en el maletero pero estaba vacía. Era la primera vez en cuarenta años de profesión que le pasaba algo así. Y achacando el fatal descuido a la poca gracia que le hacía la dichosa excursión de meapilas, maldijo a toda la corte celestial, pues según sus cálculos aún quedaba una treintena de kilómetros para llegar al pueblo más cercano y por esa carretera no pasaba ni Dios. Entonces vio asomar un botellín de plástico azul con la silueta de la Virgen. Sin pensarlo dos veces, lo descargó sobre la garrafa y siguió, uno a uno, con el resto de botellines. Cuando hubo terminado, subió al autocar y continuó el trayecto, mientras las beatas entonaban por quinta vez “Haced penitencia, haced oración, por los pecadores, implorad perdón”. Poco antes de llegar al pueblo, se detuvo en una gasolinera y aprovechando que las mujeres tomaban un refrigerio, rellenó en el retrete la garrafa con agua del grifo y se dispuso a depositarla en cada una de las botellinas.
En plena faena le pilló Biges.
–Pero… ¿Qué hace usté?  
–Calle, calle, que si no es por el agua nos quedamos tirados.
–Esto que ha hecho no tiene nombre –el rostro de la mujer estaba rojo de ira– ¡Reírse de la fe de personas piadosas! ¡Es usté un demonio y un hereje, eso es lo que es! ¡Y se lo voy a contar a todo el mundo, no se crea que la cosa va a quedar así!
Biges, desaforada, el cabello despeinado, con su vestido marrón estampado en flores que, a pesar de lo recatado marcaba sus descomunales pechos, le miraba con odio antiguo. Un odio que tenía su razón y origen en dos caracteres y en dos formas de ver la vida irreconciliables. La mujer era  tenaz, obsesiva, ferviente, mientras que él, tranquilo y vividor, amaba la juerga y el trasnoche por encima de todas las cosas. Se dio cuenta de que cualquier intento de que la mujer entrara en razón era inútil. Entonces recordó que hacía cuatro o cinco años, entabló conversación en el Húmedo con un anticuario que le dijo que había cambiado a una mujer de su pueblo unos candelabros de bronce muy antiguos y de extraordinario valor, por un exvoto de San Sebastián, uno de esos miembros, añadió el anticuario, que tanta grima dan y que solo Dios sabe a quién pertenecen. Enseguida pensó en Biges, quien unos meses antes, coincidiendo con una menor afluencia de gente a misa, anunció la aparición de un dedo milagroso en el altar mayor. Al asunto se le había dado mucho bombo y platillo, hasta habían sacado el dedo en procesión. De los candelabros que desaparecieron del museo parroquial, en cambio, se habló poco. Él, a falta de pruebas, se había reservado para sí la información. Era el momento de echar el órdago.
–Si lo hace mañana todo el mundo sabrá lo del cambiazo de los candelabros por el exvoto de San Sebastián –la mujer se puso blanca como la cera y él, animado, continuó– ése que tan ufanas llevan ustedes en andas, pero a mí no me la dan con el rollo ése del dedo embalsamado.  
Biges no rechistó y con la cabeza gacha subió al autocar. Mariano recorrió triunfal el último tramo que quedaba hasta llegar al pueblo diciéndose, en esa manía de hablarse a sí mismo: “Un fenómeno, Mariano, eso es lo que eres”. Tan feliz se sentía por el pulso que acababa de ganar a Biges que hasta le pareció que el autocar marchaba solo, mientras observaba a través del espejo el semblante mohíno de su adversaria y escuchaba a la corte de beatas repetir como en una cantinela: ¡Qué llena de encanto se ofrece María! ¡Qué bella y que pura en Cova de Iría!
Cuando llegaron al pueblo una de las mujeres le obsequió con un  botellín. “Es usté un conductor de primera”, le dijo. E iba a rechazar el agua falsa cuando se topó con la mirada severa de Biges y cambió de opinión.
–Que Dios se lo pague.
–Nada, hijo, nada, a ti por llevarnos tan bien.
–Si piensa –escuchó al oído– que esto va a quedar así, está muy equivocado. Algún día saldrá a la luz la verdad de su agua falsa. Rezaré día tras día para que eso ocurra. Y lo celebraré.
Mariano se dirigió al bar Caruli y pidió un orujo. Pero en vez de tomarlo con alegría, le invadió un cierto desasosiego. Biges era peligrosa, dominanta a más no poder, y estaba claro que sus últimas palabras suponían una amenaza velada. No las tenía todas consigo. Pidió dos orujos más antes de volver a casa y durmió intranquilo. A la mañana siguiente le despertaron unos gritos:
–Milagro, milagro, mi madre se ha curado. Es el agua de Fátima.
Mariano asomado al balcón comprobó que la que gritaba era Pascua, hija de la tía Pasique, de ciento dos años, que desde hacía una semana agonizaba en cama. La gente se arremolinó en la plaza para escuchar cómo la anciana, que llevaba cinco días sin probar bocado, tras beber el agua milagrosa se había incorporado del lecho y pedido que le prepararan unos calamares en su tinta. Las tardes siguientes asistió escéptico desde la barra del bar a las noticias de mejoría ostensible de la centenaria: Un día dijeron que si se había levantado de la cama, otro que si caminaba tan pichi, otro que si había recuperado la memoria y era capaz de decir de mayor a menor y de corrido los nombres de sus diez nietos. Hasta vino la prensa a entrevistarla. Cuando vio la noticia en el periódico, ilustrada por una foto de la anciana exultante y rodeada de una corte de beatas entre las que estaba la propia Biges, se dio cuenta de que de nuevo la religiosidad local iba miel sobre hojuelas para gloria y disfrute de esa panda de piadosas capitaneadas por la odiosa mujer. Si hasta ese sábado habían fletado una excursión para visitar al nuevo icono de la fe.   
Este estado de euforia fue interrumpido de súbito una mañana a los gritos de:
–Mi madre ha muerto.
Y la noticia cayó en el pueblo como un nubarrón ominoso. Pero el milagro del agua ya estaba hecho. La tía Pasique fue despedida con poco menos que honores de santa. Ocho curas se desplazaron de la capital para participar en el sepelio. Él, desde la puerta del bar Caruli, vio pasar la caja presidida por los ocho curas más el párroco y una comitiva de mujeres vestidas de riguroso negro entre las que estaba  Biges. Espero su vuelta.
–¿Y ahora qué? ¿Sigue queriendo que salga a la luz la verdad del agua falsa?
–No hay peor cosa que Dios dé ojos al que no quiere ver, deje creer a la gente, son felices creyendo.
–No se salga por la tangente ni me hable de Dios, manipuladora.  
–¿Manipuladora, dice? Creo que los dos tenemos porqué callar.
–Unos más que otros, Biges, unos más que otros. No se le olvide nunca.

Y dejándola con la palabra en la boca se fue a casa. Cogió la botella con la efigie de la Virgen que tenía encima de la chimenea y volcó parte de su contenido en un vaso. Bebió un trago. Mientras lo hacía sintió, después de muchos días de run run interno, una inmensa tranquilidad, pues estaba seguro, ahora sí, de  que los labios de Biges se mantendrían sellados para siempre. Pero no había ni rastro del triunfalismo que en su guerra con la mujer a veces, como si de un licor dulce se tratara, había paladeado. Era consciente de que la batalla y cualquier batalla estaban perdidas en este campo. Y volcando en el vaso lo que quedaba de la botella, en esa manía de hablarse a sí mismo, se dijo: “Con la iglesia hemos topado, Mariano, con la iglesia hemos topado”. 
 Nota: Relato que me publica en noviembre de 2015 Astorga-Redacción en su sección Contexto Global.

jueves, 26 de noviembre de 2015



Verbo y mar

                                                          














Lo bueno 
Es que cuando
Yo no esté,
Y tú no estés,
Y él no esté,
Cuando no estemos nosotros,
Ni estéis vosotros o ellos 
(Los que se fueron 
Hace ya cuarenta años
O un siglo), 
Él, 
Seguirá palpitando 
en su vaivén de olas,
de azules misterios
(Eso pienso mientras lo miro).

jueves, 19 de noviembre de 2015

El miedo




El miedo,
Blanco,
Insondable,
Se esconde a veces tras una pantalla en la pared
Que contiene
Una combinación de letras y de números
Que van cambiando con un sonido
(Aparentemente)
Inocuo.
SS776
RD917
TH35
AM05
Miras a la gente sentada 
En blancos sillones confortables.
Accionan con su móvil
O su tablet
Algunos bisbisean.
Todo parece muy correcto y normal,
Las siglas cambian.
SS777
RD917
TH36
AM05.
Querrías escapar,
Incluso piensas “¿y si me largara ahora?”
Pero sabes que de nada te vale salir corriendo,
Que todo lo que te concierne  
Se decide ahí
En las consultas de ese pabellón recién estrenado.
Aunque podrías permanecer de pie
Por alguna razón que desconoces
Decides sentarte.
La pantalla implacable suma y sigue,
SS779
RD920
TH36
AM06.
Los segundos parecen horas,
Es un tópico, ya lo sé, pero es que los segundos parecen horas.
Respiras hondo,
Has oído que eso ayuda
También lo has experimentado.
Y te aferras a una imagen bastante común
-Mallas blancas capturadas en la hierba hace unos meses-
La fijas en tu cerebro,
La aguantas,
La aguantas,
La aguantas,
La aguantas,
RD921.
Vas.

viernes, 16 de octubre de 2015

Pan blanco, pan negro









Volvió a ver a la niña en la puerta de la casona y los ojos se le fueron tras el trozo de pan que tenía en la mano, un pan del color de la leche de las vacas, de las sábanas que lavadas con agua y ceniza su madre tendía al verde, de la luna en las noches plagadas de estrellas. Aunque jamás había cruzado palabra con ella, Inés se acercó y le mostró el suyo, impostando seguridad.
­–Te lo cambio.
­–No –dijo la niña achicando mucho la boca, y protegiéndolo bajo el brazo como un tesoro.
Inés siguió el recorrido del pan con la mirada e incapaz de renunciar de primeras a su objeto de deseo, volvió a la carga:
–Es pan lo mismo, solo cambia el color…
Mentía. Su pan, oscuro como el agua que su padre dejaba en la palangana al volver de la mina, raspaba al paladar y era insípido, como las patatas solas que cenaban a diario.  
–He dicho que no.
En su obstinación la niña movió la cabeza y sus trenzas, rematadas en lazos de raso de color rojo, titilaron de izquierda a derecha. Inés se fijó en la cara plagada de pecas, en su vestido vaporoso de domingo, en sus zapatos de charol. Ella, a pesar de su pelo corto y trasquilado, como de chico, de su ato deslucido de todos los días, le sacaba media cabeza. Envalentonada, estiró su mano y le arrebató el pan. Iba a echar a correr pero al advertir que la niña contraía el rostro, como a punto de llorar, se detuvo en seco. La había visto esa misma mañana en misa doce al lado de sus padres, los amos de la mina, desplazados desde León para zanjar el conflicto de los mineros. Los tres en primera fila. También vio como la madre, vestida elegantemente con un traje oscuro y tocada por un sombrerito del que graciosamente caía el velo, se acercaba a comulgar con pasos cortos. Era tan distinta a las mujeres del pueblo que todos los ojos estaban puestos en esos momentos en ella. Al final de la liturgia el cura les dio las gracias por el donativo de trescientas pesetas que habían entregado para arreglar el tejado de la iglesia y comprarle un ropaje nuevo a la Virgen. Al pensar en todo aquello, a Inés le entró un sentimiento de culpa y pensó devolverle el pan. Entonces recordó la fuerte discusión que noches atrás había presenciado en casa. Habían acabado de cenar y jugaba con sus hermanos pequeños cerca de la lumbre. Sus padres estaban sentados a la mesa, hablando entre ellos, interrumpiéndose en ocasiones. Su voz iba en aumento.
Oyó como su madre decía:
–No vayas a la huelga, no te destaques, no sea que luego tengamos que lamentar.
Cagüen ros… Desde el año treinta y tres seguimos cobrando un jornal que no nos da ni para comer… Tenemos que luchar por salir de estas condiciones de miseria. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién coño lo va a hacer? –su padre dio un fuerte golpe en la mesa con el puño cerrado, salió en estampida y  no regresó en una semana.
Durante ese tiempo su madre tenía un humor de perros y les reñía por nada. Un día le mandó por agua a la fuente y, cuando llegó a casa y vio que había derramado parte de ésta en el camino, le arreó un buen sopapo. A Inés le pareció injusto, hasta cinco veces había tenido que posar el cántaro en el suelo para descansar, pero se tuvo que callar, cualquiera le rechistaba cuando se enfadada. Su padre había regresado ayer por la noche. Estaban todos en la cama cuando escuchó su voz. Se asomó a la puerta, y a través de la rendija pudo ver su cara demacrada y sucia, los ojos extraviados, pero con un brillo intenso. Le vio abrazar a su madre, besarla, y oyó como le contaba que tras una semana de encierro en el pozo con diecisiete compañeros más, habían conseguido un pequeño aumento de sueldo. No el que pedían, pero algo era.
También dijo:
–Ves, mujer, si nos dejamos nos comen. Nunca hay que bajar la guardia ni dejarse pisar.
Poco después se fueron a dormir. Un rato más estuvieron hablando en voz baja, luego les oyó gemir de esa forma extraña que tanto le inquietaba. Su padre lo hacía de una forma honda, mientras su madre daba largos suspiros. Adela, tres años mayor que ella y más experimentada, le había explicado que eso pasaba cuando su padre le ponía a su madre la cola entre las piernas. “Es la forma que tienen los mayores de quererse, y de que nazcan los niños” había sentenciado misteriosamente. Ella no sabía, pero si Adela lo decía seguro que era así. Adela acertaba siempre.     
Y aunque tampoco entendía bien el significado de las palabras de su padre, “si nos dejamos nos comen, no hay que bajar la guardia ni dejarse pisar”, dio un paso al frente y arrinconó a la niña frente a la pared de gran casona. La tenía tan cerca que podía sentir su respiración en el cuello. Cogió un trozo de su pan, se lo acercó a la boca. 
–Cómelo y no se te ocurra llorar.
Como la niña no se movía, cogió un pellizco de pan y se lo metió en la boca. La niña lo masticó, mientras una lágrima discurría por su mejilla. Inés le dio otro trozo. La niña tosió, y ella espero a que acabara no fuera a añusgarse. Le dio otro trozo más. Cuando solo quedaba el currusco se lo puso en la mano, mientras le advertía:      
–Es un cambio, ¿oíste? 

La niña afirmó con la cabeza y sus trenzas titilaron de arriba abajo. A Inés le pareció entonces que podía irse. Y girándose sobre sí misma metió el alimento en la boca, que le supo a nube blanca, a cielo derretido en el paladar. 


NOTA: Relato publicado por el periódico digital Astorga-Redacción, sección Contexto Global,  agosto 2015.

jueves, 8 de octubre de 2015



El TIEMPO DEL LÚPULO.







De pequeña algunas tardes de verano “bajábamos” a la huerta que cultivaban mis abuelos. “Bajar” o “subir” eran conceptos que en nuestro entorno familiar usábamos a nuestro arbitrio, de manera que salir de casa y recorrer por carretera los dos kilómetros que había hasta llegar a la huerta, lo llamábamos bajar, mientras que el tramo contrario era subir.
El hecho de bajar a la huerta constituía para nuestras mentes infantiles una suerte de fiesta menor o de diario.  
En la huerta, los pequeños transitábamos por un camino de tierra, situado a la izquierda de las plantaciones de verduras, hortalizas y árboles frutales, que como delimitado por una linea invisible, la linea que marcaba "esto se puede", "esto no se puede", no debíamos sobrepasar para no causar destrozos. Al final del camino, justo donde estaba el guindal y la poza, se abría un sendero más amplio que conducía a la plantación de lúpulo de Sena, -así se llamaba el dueño-, que la mayor parte de las veces contemplábamos en la lejanía. Pero cuando los mayores nos dejaban acompañarles a la plantación del vecino, y ver de cerca la caseta atípica, casi señorial, de dos plantas y curvada escalera que la flanqueaba, las matas del lúpulo suspendidas de alambres verticales que alcanzaban varios metros de altura, -la distorsión infantil hacía parecer mucho más altas-, cuando aspirábamos ese olor acre, denso, casi varonil que lo invadía todo, lo que había empezado como una fiesta menor o de diario, acababa convirtiéndose para nosotros en un festival de los sentidos.     

Ya no hay lúpulo en esta tierra del sur más sur de León. Por eso cuando hace unos días vi que una única rama había fructificado a un lado de la carretera, mimetizándose con la valla amarilla, pensé que había escapado, -huido más bien-, de un trozo de infancia, a fin de burlar, como si de una pueril travesura se tratara, eso que los mayores hemos dado en llamar tiempo. 



NOTA: Foto de caseta atípica, casi señorial de Isidoro Fernández. 

jueves, 1 de octubre de 2015


 Primer poema. 


El amor ha destrozado este alma mía,

soñándote en unas manos que 

jamás pude alcanzar.

Manos purísimas, 

sutilísimas manos 

que en la noche tiemblan

queriendo abarcar el infinito.

¿Dije amor?

Sí,

hubo un tiempo

que creí.

sábado, 5 de septiembre de 2015

VIVIR



Vivir para ver, para experimentar, para sorprenderse, para escuchar, para descubrir, para aprender, para contemplar y contemplarse, para despertarse cada mañana; vivir para respirar, para acariciar, para olfatear, para intuir, para paladear, para disfrutar de pequeños tesoros que producen las cosas simples como caminar entre álamos, escuchar el sonido del silencio, o ser testigo insomne del vaivén de las olas; vivir para reflexionar, para conocerse, para equivocarse, para aprender de errores y madurar a corros, para caer y acto seguido levantarse y seguir, para permitirse -cuando acecha el cansancio- un alto en el camino, para ser mejor. Vivir para buscar, para renovarse, para atrapar los sueños, para abrazar el chopo y, si te da permiso, tatuar un corazón en su piel centenaria, para aprehender el aire, para ver llover, para sentir el olor de la tierra húmeda tras la lluvia, para horadar la nieve, para gritar y gritar a los cuatro vientos, para andar el camino que hace al caminante; vivir para amar, para confraternizar, para comprender otros escenarios, para retornar, para descubrir que lo mejor que nos depara la vida es la propia vida, -el mayor de los misterios-; vivir para crear, para imaginar, para expresar las propias ideas, para dibujar palabras de aire, para contar historias –reales o no- en voz alta, para perpetuarse según tus anhelos; vivir para para darse cuenta de que si uno se cree grande es que es muy pequeño; vivir para no tomarse demasiado en serio y reírse de uno y caricaturizarse; vivir para contagiarse de la alegría de otro; vivir mirando siempre al frente; vivir para trasmitir lo que otros dijeron; vivir para hacer eso que tú y solo tú puedes hacer, cosas bien simples, como por ejemplo, mirar unas nubes, tocar las yemas de unos dedos, beber en el cuenco de unas manos o pisar la belleza inconsistente de las hojas secas y sin valor añadido que traerá el próximo otoño; vivir con el pensamiento alto y la idea puesta en que las cosas pueden ser mejores; vivir para elegir que camino escoger y si no hay elección -a veces ocurre- adaptarse a lo que venga como junco verde mecido por el viento; vivir para aprehender cada instante como si fuera el último instante; vivir para en el postrero momento de la vida saber que has vivido; vivir para contarlo; vivir, el caso es vivir. 

jueves, 27 de agosto de 2015

Estampa


El hada con la que me topé aquel verano de mi infancia, tendría yo ocho o nueve años, se llamaba Lolita. Me asistió cuando me desmayé en la iglesia y con la caída me torcí el tabique nasal.  Veraneaba en la calle Derecha, en aquella época en la que los asturianos de la cuenca minera iban a secar los pulmones a Castilla (eran veranos de lecturas y deberes, de cocido y sienta; de comedias, previo pago de un duro, en el patio de Rosita; del juego al pañuelo o al escondite en medio de una gran algarabía, del temor a la mano negra, que se presentía, casi se tocaba, cuando la recua de chiquitos ya apaciguados nos reuníamos en el portalín de Maria “la Habanera”, y en medio de la noche cerrada contábamos historias de fantasmas y ultramundos).
Tenía Lolita un hijo como de mi edad y rescato entre las penumbras de mi memoria su atuendo de lunares blancos sobre fondo negro.
Un día vino a nuestra casa. A mi hermana le regaló unos pendientes de plata en forma de aro, a mí me trajo una caja redonda de bombones con el dibujo de unos niños desnudos nadando en la orilla de la playa. El recuerdo de esa caja ha permanecido imborrable en mi cabeza todos estos años. La misma que entonces sufría súbitos síncopes cuando hacía sol o había mucha gente a mi alrededor o permanecía mucho rato de pie. “Inicio de epilepsia”, dijo el médico de León tras ponerme en el cuero cabelludo una especie de rulos que dejaban una pasta pegajosa y densa y un olor indefinible a desvalimiento. “Cuando sea mayor se le pasará” como así fue. Las crisis remitieron con los años pero el recuerdo de los niños desnudos nadando en la orilla de la playa no se ha ido nunca. Este año visitando el Prado vi el poster de los niños en la tienda de souvenirs y lo compré. Mi hermana me regalo el marco sencillo, sin barnizar, que los contiene. Mientras los miró, mientras les busco un sitio, me acuerdo de ella, el hada madrina que un día me socorrió, me regaló la caja de los niños y, hecha su labor, como ocurre siempre con las hadas, desapareció un día, dejando a su paso una estela de espuma y bondad.
Se llamaba Lolita, Lolita Eguren. Mi hada. 

jueves, 13 de agosto de 2015


Los tres de la Salgada





Iban ya de retirada cuando vieron tres siluetas a lo lejos. La furgoneta de la que los tres hombres se acababan de bajar apenas era una mancha entre el polvo y los rayos del sol ya atemperados de ese atardecer de primeros de septiembre.
Ese verano del 36 estaba resultando de lo más criminal. Criminal por el intenso calor que hacía el trabajo más penoso si cabe, criminal por el hambre, que acuciaba sin tregua, pero criminal, sobre todo, por la guerra, que se había llevado detenidos, primero a Benavente, luego a Astorga y a León, a un tercio de los obreros. Un día más habían trabajado de lo lindo, arrancando con movimientos rítmicos y certeros de hoz los últimos tallos de la cebada mientras el sudor corría pegajoso por sus frentes. Apenas habían parado para comer un cacho de pan con un trozo de tocino de hebra, y en ese tránsito, entre trago de agua y frugal alimento, habían bromeado con Gelito, un chaval de quince años y mirada azul y confiada, al que querían ennoviar con una muchacha con la que un día le vieron conversando en la puerta del baile.  “Esa es buena pa ti, con unos meneos que la des te la llevas al huerto”,  y el chaval, esquivo, les decía que le dejarán en paz, que el novias no quería, que se las echaran ellos. “Como me la voy a echar yo, si estoy casao y recasao”, había dicho Dionisio entre risas. “Pues Julián, que se la eche Julián”.
Lo cierto es que Gelito mientras avanza con sus dos compañeros por el camino de polvo piensa en la chica de las trenzas a la que el sábado por la noche, ya aseado y curiosín, verá de nuevo en la puerta del baile, donde se juntan los chavales y chavalas que pese a llevar media vida trabajando, no han alcanzado aún la edad de entrar. Dionisio, por su parte, se concentra en el cigarro de liar,  es el mejor momento del día, que fumará tras la cena, mirando a su mujer, más taciturna y más mayor y como con más pena, repasando la ropa mientras los niños duermen. Julián lo hace pensando que dentro de unas horas podrá resarcirse de la dura jornada con la perra de vino que se pedirá en la taberna acompañada, si se tercia, de una cola de escabeche, y unos cánticos, antes  espontáneos, alegres, hoy apenas audibles.      
 No se dan cuenta de los tres hombres hasta que casi los tienen delante. Van armados, con pistola al cinto y tienen la mirada altiva, tan frecuente en esos días, de los vencedores. Los tres son del pueblo.
–Vosotros, no deis ni un paso atrás.
Dionisio, tal vez por su condición de padre de familia, dice en voz baja, prediciendo el peligro:
–No os encaréis, vienen bravos.
Los hombres se les acercan. El más joven rodea a Julián.
–¿Tú no eras de los que ibas a la Casa del Pueblo a cantar y bailar y te ufanabas diciendo que la tierra era para el que la trabajaba? –habla con desprecio y un brillo criminal en la mirada.
–Yo no me meto con nadie, no he hecho otra cosa que trabajar, ahora volvíamos…
–Calla, perro –saca la pistola y con ella le acaricia la sien –todavía te recuerdo el uno de mayo con la mano alzada, pero ya no lo harás más.
Suena un disparo, Julián cae al suelo fulminado.
–¿Que habéis hecho? –Dionisio va a agacharse, pero otro de los hombres, también joven, le sujeta por la espalda impidiéndoselo. El que ha disparado contra Julián descarga ahora en la cara y el estómago de Dionisio varios tiros seguidos.
El chico de mirada azul contempla la escena con horror, los ojos inundados de agua.
–Y este chico tan joven –habla un hombre mayor y menudo, que hasta ahora no se ha pronunciado –. ¿Cómo te llamas? 
–Angel, señor.
–¿Le conocéis?
–Me suena que un tal Ángel llevó tejas a la Casa del Pueblo.
–Mi padre no fue, señor, él no hizo nada eso.
–Calla, joder, ¿quién te ha preguntado? –uno de los jóvenes le asesta un golpe seco con el dorso de la mano en el rostro.
–¿Qué hacemos?
El hombre menudo asiente con la cabeza.
–No, por favor, yo no he hecho nada.
–A ti por mirar.  
Un nuevo disparó detona el aire atormentado mientras la bola de fuego se oculta en el horizonte de ese cuatro de septiembre de 1936.   
El hombre menudo que da las órdenes decide que los expongan en la plaza para escarnio público y así lo hacen ante las miradas de la gente que no da crédito al horror, como si el pequeño mundo en el que están inmersos se hubiera imantado de una extraña locura. Las voces se corren, unos avisan a otros, es fulanito, hay que decírselo a la esposa, a la hermana, a la madre, como es posible, Jesús, María y José, y la madre se acerca, puede ver los ojos limpios pero sin brillo de su hijo, ellos apagaron el brillo, aunque no se atreve a agacharse y cerrarlos, y se va y vuelve y vuelve a irse, “que te han hecho Angelito, que te han hecho”, hasta que amparados por la llegada de la noche, uno detrás de otro, los tres cadáveres desaparecen para ser velados en silencio y dolor contenido y miedo, esa cosa oscura que se ha instalado de forma inexorable en el interior de las casas, en las cocinas, en los jergones de paja, en los ladridos de los perros que rasgan el silencio al amanecer.
Habían demostrado que tenían vara alta para matar y lo seguirían demostrando cuantas veces hiciera falta, y había algunas vidas, como la de los dos conejos y un gazapo que habían cazado, eso dijeron vanagloriándose, que no valían nada.

Esos hombres que durante setenta y nueve años se conocieron en Valderas como los “los tres de la Salgada”, también como “los dos conejos y un gazapo” hoy tienen  nombre y apellidos.
Son:
Julián Rodríguez Sastre, 28 años de edad, jornalero, soltero.
Dionisio García Ugidos, 27 años, apodado “paramés”, jornalero, casado, con tres hijos.
Ángel Castaño Vega, 15 años, soltero, jornalero.
En su memoria.
                                           
Nota: Relato que me publica el 30 de mayo de 2015 el periódico digital Astorga-Redacción, sección de cultura Contexto-Global.                                           

Árbol-Duende también llamado Apego.




Cogí la rutina, cada vez que iba a esa playa, de capturar con mi cámara el árbol que estaba en la margen derecha del riachuelo que converge en el mar.
Me interesaba la perspectiva en la que el árbol, las ramas-manos alzadas a modo de saludo, parecía un duende. (Los que hacemos fotos sabemos que hay una sola posición y solo una, desde los que la captura de un objeto es más atrayente, tiene “alma”, y esa captura es todo menos casual).
De ser un elemento más del paisaje, el árbol-duende se fue convirtiendo poco a poco en algo singular y propio.
De ser un árbol cualquiera pasó a ser mi arbol-duende que saludaba impertérrito a la sucesión de momentos y de días, unas veces azules, otras grises, que me vienen regalando los siempre ansiados períodos vacacionales.
Un día, seguramente arrastrado por las olas, se había depositado cerca de la base del árbol un plástico duro y pesado. Lo desplacé unos metros, ante la mirada atónita de unos chicos que pasaban por mi lado y que pensaron que iba definitivamente a retirarlo. “Yo alucinó”, dijeron al comprobar que solo lo cambiaba de sitio. Sentí vergüenza y culpa por mi falta de implicación con el medio ambiente, pero ahora me doy cuenta de que en ese momento mi interés era única e inexcusablemente el árbol que tenía delante. El árbol y su captura más óptima era lo único que me importaban.
Este invierno su tronco quebró y un día de los que viajé al Norte lo descubrí, derrumbado y roto sobre la arena, donde sigue, cada vez más seco, cada vez más consumido sobre sí mismo, como un cadáver en proceso de descomposición y de ruina.
Nadie, me parece, echa en falta su apariencia fantástica ni sus ramas-manos festejando el paso de días y estaciones.
Yo sí, yo lo hago.
Yo sí, yo me duelo.
El árbol-duende, por razones que me son desconocidas, se convirtió en un elemento de referencia para mí y su muerte me hizo morir un poco, como pasa siempre con las cosas que amamos, hasta el momento de la muerte verdadera, propia, ineludible y común.
Sirva este pequeño homenaje al árbol-duende al que reservo, las ramas-manos alzadas a modo de saludo, un sitio imaginario en mi cabeza.
Y ahora, tal vez en la de ustedes.