AGUA
MILAGROSA
Llevar a Fátima a ese centenar de beatas encabezadas por Biges le
pareció un calvario e hizo lo posible por esquivar la excursión, pero su
compañero estaba en cama con gripe y Nino, que por tener carnet de primera a
veces hacía algún servicio extra, justo ese sábado asistía a una carrera de
motos, así que no le quedó otra que pencar.
Por eso al regreso, nada más pasar la frontera, pensó que lo peor
ya había pasado, y en esa manía de hablarse a sí mismo, fruto tal vez de los
muchos años que llevaba viviendo solo, se felicitó: “Eres grande, Mariano, has
podido con ellas, así que cuando lleguemos al Caruli te invito a un orujo, y
quien dice a uno dice a dos o tres, que lo tienes bien merecido”. Pero nada más decirlo, en un repecho
de la carretera, como si el diablo bribón estuviera al acecho, la aguja de la
temperatura se inclinó hacia el rojo y una nube de humo le impidió la
visibilidad. Como pudo aparcó en un lateral de la carretera, y con la excusa de
estirar las piernas, bajó del autocar. Las beatas, atentas a los cantos
dirigidos por Biges, “A tres pastorcitos la madre de Dios descubre el misterio
de su corazón”, no prestaron atención. Tras abrir el capó del autocar comprobó que
se había quedado sin agua en el radiador. Buscó la garrafa en el maletero pero
estaba vacía. Era la primera vez en cuarenta años de profesión que le pasaba
algo así. Y achacando el fatal descuido a la poca gracia que le hacía la
dichosa excursión de meapilas, maldijo a toda la corte celestial, pues según
sus cálculos aún quedaba una treintena de kilómetros para llegar al pueblo más
cercano y por esa carretera no pasaba ni Dios. Entonces vio asomar un botellín de
plástico azul con la silueta de la Virgen. Sin pensarlo dos veces, lo descargó
sobre la garrafa y siguió, uno a uno, con el resto de botellines. Cuando hubo
terminado, subió al autocar y continuó el trayecto, mientras las beatas
entonaban por quinta vez “Haced penitencia, haced oración, por los pecadores,
implorad perdón”. Poco antes de llegar al pueblo, se detuvo en una gasolinera y
aprovechando que las mujeres tomaban un refrigerio, rellenó en el retrete la
garrafa con agua del grifo y se dispuso a depositarla en cada una de las
botellinas.
En plena faena le pilló Biges.
–Pero… ¿Qué hace usté?
–Calle, calle, que si no es por el agua nos quedamos tirados.
–Esto que ha hecho no tiene nombre –el rostro de la mujer estaba rojo
de ira– ¡Reírse de la fe de personas piadosas! ¡Es usté un demonio y un hereje,
eso es lo que es! ¡Y se lo voy a contar a todo el mundo, no se crea que la cosa
va a quedar así!
Biges, desaforada, el cabello despeinado, con su vestido marrón estampado
en flores que, a pesar de lo recatado marcaba sus descomunales pechos, le
miraba con odio antiguo. Un odio que tenía su razón y origen en dos caracteres
y en dos formas de ver la vida irreconciliables. La mujer era tenaz, obsesiva, ferviente, mientras que él, tranquilo
y vividor, amaba la juerga y el trasnoche por encima de todas las cosas. Se dio
cuenta de que cualquier intento de que la mujer entrara en razón era inútil. Entonces
recordó que hacía cuatro o cinco años, entabló conversación en el Húmedo con un
anticuario que le dijo que había cambiado a una mujer de su pueblo unos
candelabros de bronce muy antiguos y de extraordinario valor, por un exvoto de San
Sebastián, uno de esos miembros, añadió el anticuario, que tanta grima dan y
que solo Dios sabe a quién pertenecen. Enseguida pensó en Biges, quien unos meses antes,
coincidiendo con una menor afluencia de gente a misa, anunció la aparición de
un dedo milagroso en el altar mayor. Al asunto se le había dado mucho bombo y
platillo, hasta habían sacado el dedo en procesión. De los candelabros que
desaparecieron del museo parroquial, en cambio, se habló poco. Él, a falta de
pruebas, se había reservado para sí la información. Era el momento de echar el
órdago.
–Si lo hace mañana todo el mundo sabrá lo del cambiazo de los
candelabros por el exvoto de San Sebastián –la mujer se puso blanca como la
cera y él, animado, continuó– ése que tan ufanas llevan ustedes en andas, pero
a mí no me la dan con el rollo ése del dedo embalsamado.
Biges no rechistó y con la cabeza gacha subió al autocar. Mariano recorrió
triunfal el último tramo que quedaba hasta llegar al pueblo diciéndose, en esa
manía de hablarse a sí mismo: “Un fenómeno, Mariano, eso es lo que eres”. Tan
feliz se sentía por el pulso que acababa de ganar a Biges que hasta le pareció que
el autocar marchaba solo, mientras observaba a través del espejo el semblante
mohíno de su adversaria y escuchaba a la corte de beatas repetir como en una
cantinela: ¡Qué llena de encanto se ofrece María! ¡Qué bella y que pura en Cova
de Iría!
Cuando llegaron al pueblo una de las mujeres le obsequió con un botellín. “Es usté un conductor de primera”, le
dijo. E iba a rechazar el agua falsa cuando se topó con la mirada severa de Biges
y cambió de opinión.
–Que Dios se lo pague.
–Nada, hijo, nada, a ti por llevarnos tan bien.
–Si piensa –escuchó al oído– que esto va a quedar así, está muy
equivocado. Algún día saldrá a la luz la verdad de su agua falsa. Rezaré día
tras día para que eso ocurra. Y lo celebraré.
Mariano se dirigió al bar Caruli y pidió un orujo. Pero en vez de
tomarlo con alegría, le invadió un cierto desasosiego. Biges era peligrosa,
dominanta a más no poder, y estaba claro que sus últimas palabras suponían una
amenaza velada. No las tenía todas consigo. Pidió dos orujos más antes de
volver a casa y durmió intranquilo. A la mañana siguiente le despertaron unos
gritos:
–Milagro, milagro, mi madre se ha curado. Es el agua de Fátima.
Mariano asomado al balcón comprobó que la que gritaba era Pascua, hija
de la tía Pasique, de ciento dos años, que desde hacía una semana agonizaba en
cama. La gente se arremolinó en la plaza para escuchar cómo la anciana, que llevaba
cinco días sin probar bocado, tras beber el agua milagrosa se había incorporado
del lecho y pedido que le prepararan unos calamares en su tinta. Las tardes siguientes
asistió escéptico desde la barra del bar a las noticias de mejoría ostensible
de la centenaria: Un día dijeron que si se había levantado de la cama, otro que
si caminaba tan pichi, otro que si había recuperado la memoria y era capaz de
decir de mayor a menor y de corrido los nombres de sus diez nietos. Hasta vino
la prensa a entrevistarla. Cuando vio la noticia en el periódico, ilustrada por
una foto de la anciana exultante y rodeada de una corte de beatas entre las que
estaba la propia Biges, se dio cuenta de que de nuevo la religiosidad local iba
miel sobre hojuelas para gloria y disfrute de esa panda de piadosas
capitaneadas por la odiosa mujer. Si hasta ese sábado habían fletado una
excursión para visitar al nuevo icono de la fe.
Este estado de euforia fue interrumpido de súbito una mañana a los
gritos de:
–Mi madre ha muerto.
Y la noticia cayó en el pueblo como un nubarrón ominoso. Pero el
milagro del agua ya estaba hecho. La tía Pasique fue despedida con poco menos
que honores de santa. Ocho curas se desplazaron de la capital para participar
en el sepelio. Él, desde la puerta del bar Caruli, vio pasar la caja presidida
por los ocho curas más el párroco y una comitiva de mujeres vestidas de riguroso
negro entre las que estaba Biges. Espero
su vuelta.
–¿Y ahora qué? ¿Sigue queriendo que salga a la luz la verdad del
agua falsa?
–No hay peor cosa que Dios dé ojos al que no quiere ver, deje creer
a la gente, son felices creyendo.
–No se salga por la tangente ni me hable de Dios, manipuladora.
–¿Manipuladora, dice? Creo que los dos tenemos porqué callar.
–Unos más que otros, Biges, unos más que otros. No se le olvide
nunca.
Y dejándola con la palabra en la boca se fue a casa. Cogió la
botella con la efigie de la Virgen que tenía encima de la chimenea y volcó
parte de su contenido en un vaso. Bebió un trago. Mientras lo hacía sintió,
después de muchos días de run run interno, una inmensa tranquilidad, pues
estaba seguro, ahora sí, de que los
labios de Biges se mantendrían sellados para siempre. Pero no había ni rastro
del triunfalismo que en su guerra con la mujer a veces, como si de un licor
dulce se tratara, había paladeado. Era consciente de que la batalla y cualquier
batalla estaban perdidas en este campo. Y volcando en el vaso lo que quedaba de
la botella, en esa manía de hablarse a sí mismo, se dijo: “Con la iglesia hemos
topado, Mariano, con la iglesia hemos topado”.
Nota: Relato que me publica en noviembre de 2015 Astorga-Redacción en su sección Contexto Global.