martes, 29 de diciembre de 2015


MOMENTO I



Desde primeras horas de la mañana llueve. Al principio lo hacía avaramente, como si le costara, como si bajo un toldo gris y nebuloso tuviera todo el día y toda la noche y al día siguiente para seguir cayendo.
Yo oía desde mi atalaya ese tintineo de lluvia tenaz pero contenida, mezclada a veces con el fugaz silbido del tren a la entrada y a la salida del pueblo.
Ahora, en cambio, lo hace como si le hubiera cogido el gusto, afirmándose, reafirmándose en su tarea, con temeridad agrícola, ahogando en su chocar contra el tejado cualquier otro sonido que no sea el suyo propio, y no parece que vaya a pasar en horas, tal vez siga así todo el día, todo la noche, el día siguiente. Aunque también puede que abra… el tiempo aquí en tan variable.
Intento aprovechar este recogimiento obligado, tan escaso, para preparar el ejercicio para el taller de oralidad del fin de semana, para tomar notas, para poner en orden mis proyectos, para recopilar viejas canciones que no se deben perder cuando quien las cantaban ya no estén entre nosotros, para pensar…
El Cuera al fondo, apenas una fantasmagórica curva, parece esperar como yo a que escampe, aunque puede que a él, tan hecho ya a la meteorología del Norte, le dé más o menos lo mismo.
(12/10/15)







ELLA




Se lleva la mano al pómulo, amoratado e hinchado. Le duele, pero se siente súbitamente aliviada por la decisión que ha tomado. Hoy por primera vez a la entrada de urgencias ha contado todo, los golpes, los gritos, las amenazas si le dejaba, y espera a que llegue la policia y le acompañe a declarar. Hoy, después de todas las oportunidades que le ha dado a lo largo de los seis últimos años, la oportunidad se la da a ella misma. El camino que le espera no es de rosas, las que él le regalaba con cada reconciliación, ni de promesas, le prometió tanto..., lo último llevarla a París, pero es el suyo, su camino, y si alguna vez viaja a la ciudad de la luz, lo hará sola.

Mi madre,



su mano cogiendo el pan,
su entereza de generaciones de madres,
su reciedumbre de encina.
VARIACIONES CON REPETICION. VR=4×3/2.



Se habían citado en una habitación de hotel para vivir su pasión de vitales seres que se aman y desean. Después, Ella volvió a su casa y a sus cosas, Él a su oceánico universo de algas y olas.
Se habían citado en una habitación de hotel para vivir su pasión. Después, Ella volvió a ser sirena de acantilado azul. Él a sus ocupaciones cotidianas. 
Se habían citado en una habitación de hotel para vivir su pasión. Después, Ella volvió a ser sirena de acantilado azul, Ella a su casa y a sus cosas.
Se habían citado en una habitación de hotel para vivir la pasión. Después, Él volvió a sus ocupaciones cotidianas, Él a su oceánico universo de algas y olas.
Se habían citado en una habitación de hotel para vivir su pasión. Después Él volvió a sus ocupaciones citidianas, Ella a su casa y a sus cosas.
Se habían citado en una habitación de hotel para vivir su pasión. Después, Ella volvió a ser sirena de acantilado azul, Él a su oceánico universo de algas y olas.
(Quien sabe si algún día Él y Ella, Ella y Ella, El y Él, se encontrarán algún día buceando en oceánico mar o en cualquier esquina).
AGUA MILAGROSA



Llevar a Fátima a ese centenar de beatas encabezadas por Biges le pareció un calvario e hizo lo posible por esquivar la excursión, pero su compañero estaba en cama con gripe y Nino, que por tener carnet de primera a veces hacía algún servicio extra, justo ese sábado asistía a una carrera de motos, así que no le quedó otra que pencar.
Por eso al regreso, nada más pasar la frontera, pensó que lo peor ya había pasado, y en esa manía de hablarse a sí mismo, fruto tal vez de los muchos años que llevaba viviendo solo, se felicitó: “Eres grande, Mariano, has podido con ellas, así que cuando lleguemos al Caruli te invito a un orujo, y quien dice a uno dice a dos o tres, que lo tienes bien merecido”. Pero nada más decirlo, en un repecho de la carretera, como si el diablo bribón estuviera al acecho, la aguja de la temperatura se inclinó hacia el rojo y una nube de humo le impidió la visibilidad. Como pudo aparcó en un lateral de la carretera, y con la excusa de estirar las piernas, bajó del autocar. Las beatas, atentas a los cantos dirigidos por Biges, “A tres pastorcitos la madre de Dios descubre el misterio de su corazón”, no prestaron atención. Tras abrir el capó del autocar comprobó que se había quedado sin agua en el radiador. Buscó la garrafa en el maletero pero estaba vacía. Era la primera vez en cuarenta años de profesión que le pasaba algo así. Y achacando el fatal descuido a la poca gracia que le hacía la dichosa excursión de meapilas, maldijo a toda la corte celestial, pues según sus cálculos aún quedaba una treintena de kilómetros para llegar al pueblo más cercano y por esa carretera no pasaba ni Dios. Entonces vio asomar un botellín de plástico azul con la silueta de la Virgen. Sin pensarlo dos veces, lo descargó sobre la garrafa y siguió, uno a uno, con el resto de botellines. Cuando hubo terminado, subió al autocar y continuó el trayecto, mientras las beatas entonaban por quinta vez “Haced penitencia, haced oración, por los pecadores, implorad perdón”. Poco antes de llegar al pueblo, se detuvo en una gasolinera y aprovechando que las mujeres tomaban un refrigerio, rellenó en el retrete la garrafa con agua del grifo y se dispuso a depositarla en cada una de las botellinas.
En plena faena le pilló Biges.
–Pero… ¿Qué hace usté?  
–Calle, calle, que si no es por el agua nos quedamos tirados.
–Esto que ha hecho no tiene nombre –el rostro de la mujer estaba rojo de ira– ¡Reírse de la fe de personas piadosas! ¡Es usté un demonio y un hereje, eso es lo que es! ¡Y se lo voy a contar a todo el mundo, no se crea que la cosa va a quedar así!
Biges, desaforada, el cabello despeinado, con su vestido marrón estampado en flores que, a pesar de lo recatado marcaba sus descomunales pechos, le miraba con odio antiguo. Un odio que tenía su razón y origen en dos caracteres y en dos formas de ver la vida irreconciliables. La mujer era  tenaz, obsesiva, ferviente, mientras que él, tranquilo y vividor, amaba la juerga y el trasnoche por encima de todas las cosas. Se dio cuenta de que cualquier intento de que la mujer entrara en razón era inútil. Entonces recordó que hacía cuatro o cinco años, entabló conversación en el Húmedo con un anticuario que le dijo que había cambiado a una mujer de su pueblo unos candelabros de bronce muy antiguos y de extraordinario valor, por un exvoto de San Sebastián, uno de esos miembros, añadió el anticuario, que tanta grima dan y que solo Dios sabe a quién pertenecen. Enseguida pensó en Biges, quien unos meses antes, coincidiendo con una menor afluencia de gente a misa, anunció la aparición de un dedo milagroso en el altar mayor. Al asunto se le había dado mucho bombo y platillo, hasta habían sacado el dedo en procesión. De los candelabros que desaparecieron del museo parroquial, en cambio, se habló poco. Él, a falta de pruebas, se había reservado para sí la información. Era el momento de echar el órdago.
–Si lo hace mañana todo el mundo sabrá lo del cambiazo de los candelabros por el exvoto de San Sebastián –la mujer se puso blanca como la cera y él, animado, continuó– ése que tan ufanas llevan ustedes en andas, pero a mí no me la dan con el rollo ése del dedo embalsamado.  
Biges no rechistó y con la cabeza gacha subió al autocar. Mariano recorrió triunfal el último tramo que quedaba hasta llegar al pueblo diciéndose, en esa manía de hablarse a sí mismo: “Un fenómeno, Mariano, eso es lo que eres”. Tan feliz se sentía por el pulso que acababa de ganar a Biges que hasta le pareció que el autocar marchaba solo, mientras observaba a través del espejo el semblante mohíno de su adversaria y escuchaba a la corte de beatas repetir como en una cantinela: ¡Qué llena de encanto se ofrece María! ¡Qué bella y que pura en Cova de Iría!
Cuando llegaron al pueblo una de las mujeres le obsequió con un  botellín. “Es usté un conductor de primera”, le dijo. E iba a rechazar el agua falsa cuando se topó con la mirada severa de Biges y cambió de opinión.
–Que Dios se lo pague.
–Nada, hijo, nada, a ti por llevarnos tan bien.
–Si piensa –escuchó al oído– que esto va a quedar así, está muy equivocado. Algún día saldrá a la luz la verdad de su agua falsa. Rezaré día tras día para que eso ocurra. Y lo celebraré.
Mariano se dirigió al bar Caruli y pidió un orujo. Pero en vez de tomarlo con alegría, le invadió un cierto desasosiego. Biges era peligrosa, dominanta a más no poder, y estaba claro que sus últimas palabras suponían una amenaza velada. No las tenía todas consigo. Pidió dos orujos más antes de volver a casa y durmió intranquilo. A la mañana siguiente le despertaron unos gritos:
–Milagro, milagro, mi madre se ha curado. Es el agua de Fátima.
Mariano asomado al balcón comprobó que la que gritaba era Pascua, hija de la tía Pasique, de ciento dos años, que desde hacía una semana agonizaba en cama. La gente se arremolinó en la plaza para escuchar cómo la anciana, que llevaba cinco días sin probar bocado, tras beber el agua milagrosa se había incorporado del lecho y pedido que le prepararan unos calamares en su tinta. Las tardes siguientes asistió escéptico desde la barra del bar a las noticias de mejoría ostensible de la centenaria: Un día dijeron que si se había levantado de la cama, otro que si caminaba tan pichi, otro que si había recuperado la memoria y era capaz de decir de mayor a menor y de corrido los nombres de sus diez nietos. Hasta vino la prensa a entrevistarla. Cuando vio la noticia en el periódico, ilustrada por una foto de la anciana exultante y rodeada de una corte de beatas entre las que estaba la propia Biges, se dio cuenta de que de nuevo la religiosidad local iba miel sobre hojuelas para gloria y disfrute de esa panda de piadosas capitaneadas por la odiosa mujer. Si hasta ese sábado habían fletado una excursión para visitar al nuevo icono de la fe.   
Este estado de euforia fue interrumpido de súbito una mañana a los gritos de:
–Mi madre ha muerto.
Y la noticia cayó en el pueblo como un nubarrón ominoso. Pero el milagro del agua ya estaba hecho. La tía Pasique fue despedida con poco menos que honores de santa. Ocho curas se desplazaron de la capital para participar en el sepelio. Él, desde la puerta del bar Caruli, vio pasar la caja presidida por los ocho curas más el párroco y una comitiva de mujeres vestidas de riguroso negro entre las que estaba  Biges. Espero su vuelta.
–¿Y ahora qué? ¿Sigue queriendo que salga a la luz la verdad del agua falsa?
–No hay peor cosa que Dios dé ojos al que no quiere ver, deje creer a la gente, son felices creyendo.
–No se salga por la tangente ni me hable de Dios, manipuladora.  
–¿Manipuladora, dice? Creo que los dos tenemos porqué callar.
–Unos más que otros, Biges, unos más que otros. No se le olvide nunca.

Y dejándola con la palabra en la boca se fue a casa. Cogió la botella con la efigie de la Virgen que tenía encima de la chimenea y volcó parte de su contenido en un vaso. Bebió un trago. Mientras lo hacía sintió, después de muchos días de run run interno, una inmensa tranquilidad, pues estaba seguro, ahora sí, de  que los labios de Biges se mantendrían sellados para siempre. Pero no había ni rastro del triunfalismo que en su guerra con la mujer a veces, como si de un licor dulce se tratara, había paladeado. Era consciente de que la batalla y cualquier batalla estaban perdidas en este campo. Y volcando en el vaso lo que quedaba de la botella, en esa manía de hablarse a sí mismo, se dijo: “Con la iglesia hemos topado, Mariano, con la iglesia hemos topado”. 
 Nota: Relato que me publica en noviembre de 2015 Astorga-Redacción en su sección Contexto Global.