viernes, 24 de abril de 2015


TRAMPANTOJO




     La playa reclamaba atención. Sentados sobre una toalla de flores, el hombre y la mujer miraban ensimismados el horizonte azul turquesa flanqueado de palmeras. A su lado había dos vasos llenos a rebosar de líquido color naranja aderezado con hielos.  
La mujer se levantó, corrió hacia el agua, saltó las olas, dijo al hombre “ven” y él corrió hacia ella. Juntos saltaron las olas, rieron, se tendieron boja abajo, nadaron, salieron del agua, hicieron el amor hasta quedar exangües. Él le dijo: “Me gusta estar así contigo. Es lo mejor de la semana, estos ratos, porque el resto la verdad…”. La mujer le impuso silencio: “shhhhhhhhh….”. Brindaron por su amor, por las tardes de verano, por la maravillosa playa que se prolongaba sin fin. La mujer miró la hora y mientras se vestía apresuradamente, dijo con la voz ahogada: “Me tengo que ir, Pepe y los niños están a punto de llegar. Asoma si le ves y me avisas”. Antes de irse acercó las puntas de sus dedos a la boca y le sopló un beso. El hombre, al quedarse solo, contempló los destellos morados y azules de ese atardecer de finales de julio en la tórrida ciudad, destendió, con cuidado de no romperlo, el póster de la pared, recogió la toalla, los vasos con el hielo ya derretido, entró en la cubierta del ático.

Nota: Serie de microrrelatos "mujeres".


viernes, 17 de abril de 2015

Club de poetas


                   

 “Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia, quería vivir a fondo y extraer todo el meollo a la vida, dejar de lado todo lo que no fuera vida, para no descubrir en el momento de la muerte que no había vivido”.
El club de los poetas muertos.
       
Nuestras reuniones en el mentidero se remontaban a los primeros años de la jubilación. El nombre se lo pusimos el día que Pascualín, el de la quesería, nos dijo al vernos a los cuatro camino del parque: “¿Qué, ya vais al mentidero?” Y Aniano contestó: “Sí, ya vamos”. Y cuando le perdimos de vista, añadió: “Qué mentidero ni qué narices, será bobo el tío”, y con ese apodo se quedaron tanto Pascualín, al que era verdad que faltaba un hervor, como el banco de madera del parque flaqueado por castaños donde nos juntábamos todas las tardes de marzo a noviembre.
Allí hablábamos de la vida, la de antaño y la de ahora, dando por supuesto, a excepción de Ventura que era el moderno del grupo, que cualquier tiempo pasado fue siempre mejor. Allí cantábamos canciones antiguas, que Aniano diligentemente se encargó de recopilar en un cuadernillo de espiral y pastas azules para que no se perdieran en un cajón polvoriento del olvido. Allí recitamos poesías, bueno las recitaba Aniano, al que yo que escribía en secreto envidiaba, no por los ripios y rimas imposibles de sus versos sino por el entusiasmo y la falta de pudor con que los entonaba. Allí Santos fumaba y guardaba el paquete de Ducados protegido por un plástico duro entre la sebe, pues su bronquitis crónica y, sobre todo, su falta de cuidados, le abocaban a ingresar en el hospital una y hasta dos veces en el año. “Te vas a ahogar”, le decíamos viéndole fumar con fruición, pero él no nos hacía caso hasta que poco después le venía la tos y el apuro. “Puto tabaco”, se quejaba. “Lo tienes fácil, déjalo y en paz”. Entonces nos miraba con sus ojillos marrones, inquietos, e invariablemente sentenciaba: “El día que lo deje estaré para el otro barrio”.
Así apurábamos el otoño. Otoño de nuestras vidas y de la estación que daba sus últimos coletazos sabiendo que dentro de poco, cuando las hojas amarillas empezaran a pudrirse con las primeras heladas, tendríamos que sustituir nuestro lugar de reuniones por el dichoso teleclub, donde nos acompañaríamos de esos otros viejos que, como perros guardianes de sí mismos, no levantaban en toda la tarde sus posaderas de la silla ni la vista de sus fichas de dominó.   
Por aquellos días precisamente llegó la modernidad al mentidero. Venía, como no podía ser de otra manera, de la mano de Ventura.
-Mirad lo que me ha traído mi nieto de Francia -dijo mostrándonos un pequeño ordenador  envuelto en una funda blanca.
Nuestra reacción no se hizo esperar:
-¿Dónde vas con ese cacharro, carcamal?
-A tus años inventando miedos nuevos ¡Lo que te faltaba!
Lejos de amilanarse descubrió la pantalla y con el dedo índice pulsado sobre la misma nos fue mostrando en imágenes la torre del campanario del pueblo, la plaza mayor en día de mercado, la fábrica de harinas restaurada, el cauce del río flaqueado por álamos, del palomar del tío Braulio medio derruido, los viñedos recién podados… Después de treinta o cuarenta fotografías seguidas, sentenció que dentro del “cacharro ése”, como no hacíamos más que llamarle, estaba el universo entero y que para nuestra información su nombre técnico era tablet.
Los días siguientes continuó trayéndolo y nos mostró fotografías de gente del pueblo, mucha ya desaparecida, que nos afanábamos en intentar reconocer. “Mira, ese es Garrafón”. “¿Qué dices? no tienes ni idea”. “Vaya, hombre, si lo sabré yo”, que nos despertaban la hilaridad y la risa floja, como cuando vimos aparecer en pantalla a Colás, el de fragua, con su  boca desdentada por la coz que le propino Ambrosia, una mula más mala que un dolor. También pasaron por nuestros asombrados ojos bandos antiguos como el de 1913 referido una plaga de parpaja, o el de 1923 que decretaba el cierre de tabernas a las nueve de la noche so pago de multa de quince pesetas, o el de la batida de lobos, el mismo año, para proteger al ganado… que nos devolvieron a tiempos pretéritos pero para nosotros, nostálgicos del pasado, siempre en alza. 
Quizá para quitar protagonismo al dichoso artilugio que había copado durante una semana el centro de atención, Aniano se arrancó una tarde con una nueva poesía. “Otoño” dijo que se llamaba, y con una mano sujetando el folio escrito de su puño y letra, y la otra elevada a la altura del pecho se fue arrancando, transformando. Era corta, pero a medida que la iba leyendo (“En el parque, yo solo…Han cerrado y olvidado, en el parque viejo, solo me han dejado…”) el gusanillo de la envidia agazapado en mi interior se iba despertando. Al terminar (“En el parque me han dejado olvidado,… y han cerrado”) tuve la extraña sensación de que iba a salirse por la garganta.
Ventura y Santos aplaudieron. Yo, en cambio, tragué saliva.  
-¿De verdad os gusta?
-Sí, mucho.
-¿Y a ti?
-Sí, sí.
Por fortuna la tos intermitente de Santos desvió la atención de la poesía.  
-No sé qué mierda le echan ahora al tabaco -dijo cuando por fin pudo hablar- Creo que voy a pasarme al cuarterón de antiguamente, dicen que hace menos daño y es más barato.
-Mi nieto todas las noches se lía sus cigarrillos. En Francia es la última moda -terció Ventura.
-En Francia y en el Rif -le cortó Aniano-, ahora ya todo es igual en todas partes.
Con gran desazón me fui para casa mientras me decía una y otra vez: “Es buena de narices la poesía”, y empecé a escribir una propia.
Tres días más tarde Aniano apareció con un nuevo poema bastante flojo, y aproveché para pedirle que recitara el anterior. Me sorprendió, él que se los aprendía de memoria, que no recordara más que la primera estrofa.  
Esa tarde, antes de volver a casa me pasé por la de mi hija. Mi nieto estaba estudiando en la cocina y tenía sobre la mesa camilla un aparato parecido al de Ventura.
-¿Me podrías buscar en ese trasto una poesía titulada “Otoño”?
-Claro, pero con ese título habrá miles. Necesito saber el autor.
Ahora el sorprendido era yo, y le iba a decir que lo dejara, que total daba igual, cuando de pronto se me ocurrió:
-Sé que empieza con “En el parque, yo solo”.
Tecleó. Allí estaba, me dijo que era de Manuel Machado y me la imprimió. Por el camino la fui leyendo una y otra vez con la sensación de haber descubierto un gran secreto. Esa misma sensación me acompañó toda la noche y el día siguiente, hasta la hora de ir al mentidero. Cuando estuvimos los cuatro recité la poesía de principio a fin. Al terminar hice una leve pausa mirando a Aniano sin pestañear:
-Manuel Machado.
Blanco como la cal y sin decir palabra abandonó el parque. Iba cabizbajo, con las manos en los bolsillos, como si súbitamente le hubieran echado diez años encima. No apareció ni al día siguiente ni al otro ni al otro. Ventura y Santos me recriminaban haberle puesto en evidencia.  
-Mira que eres -decía Ventura.
-No, soy no… la culpa la tiene él, no me toques los cojones. A que ton se atribuye la autoría de algo que no es suyo. Eso se llama robar.
-Vamos hombre, robar se roba dinero, joyas, hasta peras, pero palabras… Además, a ti qué te va en ello… -le defendía Santos entre toses cada vez más continuas.
-A mí nada -mentí.  
Pese a la indignación que me causaba todo aquello, en el fondo me sentía responsable de la marcha de Aniano. Por eso, cuando al cabo de una semana le vi aparecer de nuevo, respiré aliviado. Hablamos del frío que empezaba a hacer, de la veda recién abierta de caza, de la humedad matutina que anticipaba una buena recolección de setas de cardo. Pero yo no hacía más que darle vueltas a una cuestión que desde hacía días venía barruntando. A punto de marcharnos, anuncié con el alma en vilo:
-He escrito una poesía que quiero leeros. 
Se hizo un silencio. Saqué la cuartilla que llevaba en el bolso y empecé a recitar: “Cada vez que el cielo observo, poderoso ante nosotros, le admiro y me pregunto, ¿porqué partimos tan pronto? Nadie responde, todo permanece intacto, silencioso…” Al terminar levanté la vista del papel, esperé su veredicto. Me pareció que me miraban con una mezcla de asombro y admiración.
-¡Está muy bien, no sabíamos que escribieras, qué callado lo tenías!
-Ahora ya lo sabéis.
Súbitamente liviano no entendía porqué me había costado tanto confesar mi afición por la poesía. Además acababa de descubrir que recitar me producía un íntimo placer. Llegué a la conclusión de que por muy mayores que nos hiciéramos y mucha experiencia que creyéramos que teníamos, ciertas partes de nuestro ser permanecían vírgenes, inalterables.   
Al día siguiente Ventura apareció con una nueva propuesta.  
-Mi nieto me ha explicado que podríamos colgar en la red tanto las canciones aquellas que tú, Aniano, escribiste en el cuadernillo como las poesías que venís recitando, dice que siempre hay gente a la que le gustan esas cosas y es una forma de que no se pierdan. El nos echaría una mano, pero tenemos que decidirnos rápido porque en breve regresa a Francia.
Dimos nuestro consentimiento y al día siguiente el muchacho vino al parque y nos sacó más fotos que en toda nuestra vida. Fue la última tarde que pasamos en el mentidero pues empezaba a hacer un frío que pelaba y Santos tosía sin parar. Días después ingresó en el hospital. Un domingo le visitamos y le mostramos la página web “Club de poetas jubilados” que el nieto de Ventura había elaborado con nuestros textos y fotos. Le acompañaban su mujer y una hermana. Cuando nos dijo “Vamos fuera, que aquí no veo ni a jurar”, asentimos. En una de las puertas de salida, mientras Ventura iba pasando las fotos, Santos sacó el paquete de Ducados del calcetín, encendió un cigarro, lo inhaló con auténtico placer.
“Te vas a ahogar, coño”.
“El día que me quite este puto vicio estaré en el otro barrio… Claro que poco importa porque cuando eso ocurra ellos, los de la foto, seguirán estando”.
A pesar de nuestras diferencias en esa observación coincidimos todos.

                                                                   Sol Gómez Arteaga



NOTA: Relato publicado en la revista que edita anualmente el Ayuntamiento de Gordoncillo. Año 2015. 
Dedicado a todos aquellos que se reúnen en mentideros parecidos.