jueves, 27 de agosto de 2015

Estampa


El hada con la que me topé aquel verano de mi infancia, tendría yo ocho o nueve años, se llamaba Lolita. Me asistió cuando me desmayé en la iglesia y con la caída me torcí el tabique nasal.  Veraneaba en la calle Derecha, en aquella época en la que los asturianos de la cuenca minera iban a secar los pulmones a Castilla (eran veranos de lecturas y deberes, de cocido y sienta; de comedias, previo pago de un duro, en el patio de Rosita; del juego al pañuelo o al escondite en medio de una gran algarabía, del temor a la mano negra, que se presentía, casi se tocaba, cuando la recua de chiquitos ya apaciguados nos reuníamos en el portalín de Maria “la Habanera”, y en medio de la noche cerrada contábamos historias de fantasmas y ultramundos).
Tenía Lolita un hijo como de mi edad y rescato entre las penumbras de mi memoria su atuendo de lunares blancos sobre fondo negro.
Un día vino a nuestra casa. A mi hermana le regaló unos pendientes de plata en forma de aro, a mí me trajo una caja redonda de bombones con el dibujo de unos niños desnudos nadando en la orilla de la playa. El recuerdo de esa caja ha permanecido imborrable en mi cabeza todos estos años. La misma que entonces sufría súbitos síncopes cuando hacía sol o había mucha gente a mi alrededor o permanecía mucho rato de pie. “Inicio de epilepsia”, dijo el médico de León tras ponerme en el cuero cabelludo una especie de rulos que dejaban una pasta pegajosa y densa y un olor indefinible a desvalimiento. “Cuando sea mayor se le pasará” como así fue. Las crisis remitieron con los años pero el recuerdo de los niños desnudos nadando en la orilla de la playa no se ha ido nunca. Este año visitando el Prado vi el poster de los niños en la tienda de souvenirs y lo compré. Mi hermana me regalo el marco sencillo, sin barnizar, que los contiene. Mientras los miró, mientras les busco un sitio, me acuerdo de ella, el hada madrina que un día me socorrió, me regaló la caja de los niños y, hecha su labor, como ocurre siempre con las hadas, desapareció un día, dejando a su paso una estela de espuma y bondad.
Se llamaba Lolita, Lolita Eguren. Mi hada. 

jueves, 13 de agosto de 2015


Los tres de la Salgada





Iban ya de retirada cuando vieron tres siluetas a lo lejos. La furgoneta de la que los tres hombres se acababan de bajar apenas era una mancha entre el polvo y los rayos del sol ya atemperados de ese atardecer de primeros de septiembre.
Ese verano del 36 estaba resultando de lo más criminal. Criminal por el intenso calor que hacía el trabajo más penoso si cabe, criminal por el hambre, que acuciaba sin tregua, pero criminal, sobre todo, por la guerra, que se había llevado detenidos, primero a Benavente, luego a Astorga y a León, a un tercio de los obreros. Un día más habían trabajado de lo lindo, arrancando con movimientos rítmicos y certeros de hoz los últimos tallos de la cebada mientras el sudor corría pegajoso por sus frentes. Apenas habían parado para comer un cacho de pan con un trozo de tocino de hebra, y en ese tránsito, entre trago de agua y frugal alimento, habían bromeado con Gelito, un chaval de quince años y mirada azul y confiada, al que querían ennoviar con una muchacha con la que un día le vieron conversando en la puerta del baile.  “Esa es buena pa ti, con unos meneos que la des te la llevas al huerto”,  y el chaval, esquivo, les decía que le dejarán en paz, que el novias no quería, que se las echaran ellos. “Como me la voy a echar yo, si estoy casao y recasao”, había dicho Dionisio entre risas. “Pues Julián, que se la eche Julián”.
Lo cierto es que Gelito mientras avanza con sus dos compañeros por el camino de polvo piensa en la chica de las trenzas a la que el sábado por la noche, ya aseado y curiosín, verá de nuevo en la puerta del baile, donde se juntan los chavales y chavalas que pese a llevar media vida trabajando, no han alcanzado aún la edad de entrar. Dionisio, por su parte, se concentra en el cigarro de liar,  es el mejor momento del día, que fumará tras la cena, mirando a su mujer, más taciturna y más mayor y como con más pena, repasando la ropa mientras los niños duermen. Julián lo hace pensando que dentro de unas horas podrá resarcirse de la dura jornada con la perra de vino que se pedirá en la taberna acompañada, si se tercia, de una cola de escabeche, y unos cánticos, antes  espontáneos, alegres, hoy apenas audibles.      
 No se dan cuenta de los tres hombres hasta que casi los tienen delante. Van armados, con pistola al cinto y tienen la mirada altiva, tan frecuente en esos días, de los vencedores. Los tres son del pueblo.
–Vosotros, no deis ni un paso atrás.
Dionisio, tal vez por su condición de padre de familia, dice en voz baja, prediciendo el peligro:
–No os encaréis, vienen bravos.
Los hombres se les acercan. El más joven rodea a Julián.
–¿Tú no eras de los que ibas a la Casa del Pueblo a cantar y bailar y te ufanabas diciendo que la tierra era para el que la trabajaba? –habla con desprecio y un brillo criminal en la mirada.
–Yo no me meto con nadie, no he hecho otra cosa que trabajar, ahora volvíamos…
–Calla, perro –saca la pistola y con ella le acaricia la sien –todavía te recuerdo el uno de mayo con la mano alzada, pero ya no lo harás más.
Suena un disparo, Julián cae al suelo fulminado.
–¿Que habéis hecho? –Dionisio va a agacharse, pero otro de los hombres, también joven, le sujeta por la espalda impidiéndoselo. El que ha disparado contra Julián descarga ahora en la cara y el estómago de Dionisio varios tiros seguidos.
El chico de mirada azul contempla la escena con horror, los ojos inundados de agua.
–Y este chico tan joven –habla un hombre mayor y menudo, que hasta ahora no se ha pronunciado –. ¿Cómo te llamas? 
–Angel, señor.
–¿Le conocéis?
–Me suena que un tal Ángel llevó tejas a la Casa del Pueblo.
–Mi padre no fue, señor, él no hizo nada eso.
–Calla, joder, ¿quién te ha preguntado? –uno de los jóvenes le asesta un golpe seco con el dorso de la mano en el rostro.
–¿Qué hacemos?
El hombre menudo asiente con la cabeza.
–No, por favor, yo no he hecho nada.
–A ti por mirar.  
Un nuevo disparó detona el aire atormentado mientras la bola de fuego se oculta en el horizonte de ese cuatro de septiembre de 1936.   
El hombre menudo que da las órdenes decide que los expongan en la plaza para escarnio público y así lo hacen ante las miradas de la gente que no da crédito al horror, como si el pequeño mundo en el que están inmersos se hubiera imantado de una extraña locura. Las voces se corren, unos avisan a otros, es fulanito, hay que decírselo a la esposa, a la hermana, a la madre, como es posible, Jesús, María y José, y la madre se acerca, puede ver los ojos limpios pero sin brillo de su hijo, ellos apagaron el brillo, aunque no se atreve a agacharse y cerrarlos, y se va y vuelve y vuelve a irse, “que te han hecho Angelito, que te han hecho”, hasta que amparados por la llegada de la noche, uno detrás de otro, los tres cadáveres desaparecen para ser velados en silencio y dolor contenido y miedo, esa cosa oscura que se ha instalado de forma inexorable en el interior de las casas, en las cocinas, en los jergones de paja, en los ladridos de los perros que rasgan el silencio al amanecer.
Habían demostrado que tenían vara alta para matar y lo seguirían demostrando cuantas veces hiciera falta, y había algunas vidas, como la de los dos conejos y un gazapo que habían cazado, eso dijeron vanagloriándose, que no valían nada.

Esos hombres que durante setenta y nueve años se conocieron en Valderas como los “los tres de la Salgada”, también como “los dos conejos y un gazapo” hoy tienen  nombre y apellidos.
Son:
Julián Rodríguez Sastre, 28 años de edad, jornalero, soltero.
Dionisio García Ugidos, 27 años, apodado “paramés”, jornalero, casado, con tres hijos.
Ángel Castaño Vega, 15 años, soltero, jornalero.
En su memoria.
                                           
Nota: Relato que me publica el 30 de mayo de 2015 el periódico digital Astorga-Redacción, sección de cultura Contexto-Global.                                           

Árbol-Duende también llamado Apego.




Cogí la rutina, cada vez que iba a esa playa, de capturar con mi cámara el árbol que estaba en la margen derecha del riachuelo que converge en el mar.
Me interesaba la perspectiva en la que el árbol, las ramas-manos alzadas a modo de saludo, parecía un duende. (Los que hacemos fotos sabemos que hay una sola posición y solo una, desde los que la captura de un objeto es más atrayente, tiene “alma”, y esa captura es todo menos casual).
De ser un elemento más del paisaje, el árbol-duende se fue convirtiendo poco a poco en algo singular y propio.
De ser un árbol cualquiera pasó a ser mi arbol-duende que saludaba impertérrito a la sucesión de momentos y de días, unas veces azules, otras grises, que me vienen regalando los siempre ansiados períodos vacacionales.
Un día, seguramente arrastrado por las olas, se había depositado cerca de la base del árbol un plástico duro y pesado. Lo desplacé unos metros, ante la mirada atónita de unos chicos que pasaban por mi lado y que pensaron que iba definitivamente a retirarlo. “Yo alucinó”, dijeron al comprobar que solo lo cambiaba de sitio. Sentí vergüenza y culpa por mi falta de implicación con el medio ambiente, pero ahora me doy cuenta de que en ese momento mi interés era única e inexcusablemente el árbol que tenía delante. El árbol y su captura más óptima era lo único que me importaban.
Este invierno su tronco quebró y un día de los que viajé al Norte lo descubrí, derrumbado y roto sobre la arena, donde sigue, cada vez más seco, cada vez más consumido sobre sí mismo, como un cadáver en proceso de descomposición y de ruina.
Nadie, me parece, echa en falta su apariencia fantástica ni sus ramas-manos festejando el paso de días y estaciones.
Yo sí, yo lo hago.
Yo sí, yo me duelo.
El árbol-duende, por razones que me son desconocidas, se convirtió en un elemento de referencia para mí y su muerte me hizo morir un poco, como pasa siempre con las cosas que amamos, hasta el momento de la muerte verdadera, propia, ineludible y común.
Sirva este pequeño homenaje al árbol-duende al que reservo, las ramas-manos alzadas a modo de saludo, un sitio imaginario en mi cabeza.
Y ahora, tal vez en la de ustedes.