viernes, 19 de diciembre de 2014


Cuento de Navidad


A mi amigo Tello cuando era niño.
        
      A Sebas la Navidad le volvía irremediablemente niño. Y las luces de colores parpadeando en las calles, las risas atropelladas de la gente, el sonido de fondo de los villancicos, los escaparates adornados por espumillón y bolas doradas, le despertaban continuos aleteos de mariposas en el estómago.
Ese veinticuatro de diciembre terminó la jornada laboral más temprano que otros días, recogió a Marisa y al niño, y salieron apresuradamente de la ciudad para llegar a buena hora a cenar con los suyos. Mientras conducía evocó lo mucho que había disfrutado eligiendo los regalos que esa noche pondrían bajo el árbol: una hermosa pashmina de cachemir y colores tornasolados para su mujer, el perfume con olor a flor de naranjo que usaba su madre, la caja de herramientas que había pedido su hermano Quique, un jersey blanco de angora para su cuñada Nines, la última guía de aves de los cinco continentes y más de trescientas fotografías a todo color con la que había decidido agasajarse…, pero sin duda el regalo estrella era el Ipad que Luis llevaba pidiendo desde hace casi un año.
A pesar de la insistencia del chaval, Marisa y él, criados en una época en la que Papa Noel no existía y los Reyes Magos eran más austeros que mágicos, habían acordado comprárselo al término del curso escolar. Pero al verlo en el escaparate de unos grandes almacenes, Sebas se había dejado llevar por la euforia del momento arrastrando a Marisa al interior del local. Una vez dentro, las explicaciones detalladas del amable vendedor y el descuento del quince por cierto sobre el precio inicial les había incitado, más a él que a Marisa, a dar el siguiente paso y comprarlo: “¿No es Navidad? Ya verás que sorpresa se lleva, además si dijéramos que el chico va mal en los estudios…”.          Aunque solo les quedaba en blanco y el chaval lo quería negro este pequeño inconveniente, una vez tomada la decisión, no les pareció relevante. Sebas pidió al vendedor que lo envolviera bonito y con ilusión pueril observó como lo empaquetaba, le ponía un lazo verde y una reluciente pegatina de felices fiestas.      
                                 II                                              
                                               
Poco antes de llegar a la curva vio a la perdiz intentando cruzar la carretera, y unas décimas de segundo más tarde notó un vaivén casi imperceptible en la rueda delantera del coche. Detuvo el vehículo en el arcén con los intermitentes puestos, se acercó corriendo al animal que yacía de lado en medio de la carretera y lo cogió en sus manos. Al auscultar con el arco de los dedos índice y pulgar su pecho le pareció oír los latidos de su corazón, pero poco a poco el animal se fue quedando rígido, frío, y sus ojillos como de cristal se vaciaron de expresión. Acercó su rostro al del ave, le sopló al oído como insuflándole vida, le susurró: “boba, boba, porque no te has quitado, yo no quería hacerte daño, boba, boba”.
No se dio cuenta de que su mujer le apartaba de la carretera, le retiraba la perdiz de las manos, la lanzaba al monte de encinas que tenían a su derecha, se sentaba al volante, recorría los veinticinco kilómetros que quedaban hasta llegar al pueblo.
Sebas desde pequeño amaba a todos los animales y de un modo muy especial a las aves, a las que por su capacidad para volar atribuía cualidades extraordinarias, casi mágicas. De ahí que el pequeño incidente le causara enorme consternación y viviera el resto de la tarde como a través de una nebulosa. Abrazó a los suyos y escuchó las novedades acontecidas en el pueblo sin verdadero interés. También sin demasiado apetito probó los entrantes y los vinos especiales que esa noche había dispuestos sobre la mesa, pero cuando su madre colocó en el centro una fuente con el pavo adornado por castañas y nísperos, rechazó la comida y salió al corral. La helada se cebaba inexorable sobre el tejado del caedizo, sobre los plásticos que cubrían los geranios, sobre el lilar desprotegido y pelado. Pese a la extrema temperatura agradeció el frío en el rostro, cerró los ojos, respiró varias veces profundamente. Al abrirlos le pareció vislumbrar sobre el tendal tamizado de escarcha la silueta de una golondrina. Rechazó la visión, volvió a la mesa. Mientras servían el cava y tomaban los turrones intentó sobreponerse a su malestar, hasta entonó villancicos, “la noche buena se viene, la noche buena se va”, “a Belén pastores, a Belén chiquillos, “ande, ande”…, que Quique acompañaba con el sonido de una botella de anís rasgueada por un tenedor. A medida que se acercaba el momento de abrir los regalos todo parecía volver a la normalidad, ser como siempre había sido, pero la queja de Luis al desenvolver su regalo: “Es genial, papá, mamá, aunque yo lo quería negro”, le produjo un aguijonazo en el estómago similar al pinchazo de una espina, y todo el malestar de la tarde volvió sobre él.  
Dando un golpe de rabia en la mesa, dijo alterado:
–Antes no teníamos de nada y no nos quejábamos.
Este gesto, impropio en él, produjo un tenso silencio.  
–Bueno, Sebas, –terció Marisa– no creo que sea para ponerse así, además el Ipad se puede cambiar.
–Ése es el problema –dijo levantándose– que hoy creemos que todo es sustituible, y no es verdad.    
 Se retiró a su cuarto sin un ápice de ese sentimiento de Navidad que le embriagaba cada veinticuatro de diciembre. Lamentaba profundamente haber perdido los papeles pero no podía hacer nada en esos momentos para remediarlo. Lo mejor era descansar. Se fue quedando dormido y no se dio cuenta de la llegada de Marisa.
Despertó en medio de la noche y se vio a sí mismo, un niño de seis años, escuchando al maestro explicar que las golondrinas, esas aves de bondad, le quitaban a Cristo las espinas de la corona para aliviar su dolor.  
Días después de esa clase había matado sin querer a una golondrina con el tirachinas, y ese pequeño incidente lo vivió Sebas como un gran pecado. Lleno de pesar la enterró en las eras, cubriéndola con un trozo de botella que encontró tirado. La puso encima unas flores silvestres y una cruz hecha con dos palitos. Por supuesto no dijo nada a nadie. Era su secreto. Luego lo olvido, hasta la llegada de la Navidad que esperaba con ansia la llegada de los Reyes Magos. Les había pedido el camión cisterna que a diario contemplaba en el escaparate del estanco, un camión cisterna de color butano que destacaba entre las tiras verticales de espumillón, las cajas de puros selladas por elegantes vitolas, las postales navideñas, los librillos de papel de fumar y algunos útiles para la escuela. Pero a pesar de la caligrafía cuidada con que escribió la carta, a pesar de su deseo, ese camión nunca llegó. En su lugar los Reyes le trajeron media docena de pinturas Alpino envueltas en un papel de estraza arrugado. A su hermano Quique le echaron la media docena que faltaba, dentro de una caja demasiado holgada.  
Lloró amargamente, se lamentó.
–Será que no has sido bueno– dijo su madre con displicencia.
Sus palabras le dejaron desarmado. ¿Cómo era posible que dijera eso si muchos días de invierno traía pesados brazados de leña del monte, si ordeñaba las vacas al volver de la escuela si, a diferencia de otros niños criados con ambos progenitores, la ayudaba siempre en todo lo que le pedía? Llegó a la conclusión de que era por la golondrina y nunca se perdonó haberla matado.
Sebas reflexionó la noche del veinticinco de diciembre acerca de todo aquello y llegó a la conclusión de que era el momento de perdonarse. Se levantó con las primeras luces y después de dar un largo paseo irrumpió en la cocina. El agradable olor a chocolate con picatostes que su madre preparaba siempre el día de Navidad le devolvió las mariposas en el estómago. Después del incidente todos le miraron expectantes. Revolvió el pelo a su hijo.
–Siento lo ocurrido, no debí hablarte como lo hice, pero anoche no me encontraba muy bien. Si quieres cuando volvamos cambiamos el Ipad.
–No papá, no importa, me lo quedo.
Su respuesta le gustó y no insistió. Miró a Marisa que le sonrió discretamente. Luego miró a su madre, que les observaba a los tres con la jarra de chocolate en la mano.  
Pensó decirle algo acerca de las pinturas Alpino, algo acerca de aquellos tiempos en los que las cosas no eran fáciles ni tan accesibles y su madre, viuda, tuvo que trabajar duro para darles un porvenir, pero luego lo pensó mejor y solo dijo:
–A ver, madre, vamos a probar ese chocolate tan bueno que nos has preparado.    
                                             
               Sol Gómez Arteaga

NOTA: Publicado en diciembre de 2013 en la revista anual que edita el Ayuntamiento de Gordoncillo.





jueves, 11 de diciembre de 2014

Despertar.es




Desconfio de la mirada de los retratos,
de esos ojos que instigan
inquisitivamente.
Desconfio asimismo
de las máscaras
de circo,
de las gentes
y masas 
que aglutina esta ciudad.

Acaba de morir mi viejo mundo, 
acabo de nacer
envuelta en un llanto azul
de espuma
y algas.





















lunes, 17 de noviembre de 2014


Me gusta, no me gusta. 






Me gustan los puentes semihundidos en los que los personajes conversan acerca de la vida, lo más bello, lo más doloroso, lo único. No me gusta el ruido de los helicópteros sobrevolando el cielo de Madrid. Me gusta el arrullo suave, intermitente, de las palomas. No me gusta el olor a acetona ni el olor a “flis” para matar moscas ni el olor de la laca. Me gustan las casas abandonadas de principios del siglo pasado que sugieren una época que sin vivir añoro. No me gustan, los detesto, los gusanos. Me gusta el olor a leña que desprenden las chimeneas de los pueblos. No me gusta perder el tiempo en conversaciones inútiles ni cotilleos. Me gusta escuchar en el silencio. No me gusta el dulce. Me gustan las tormentas de verano y el olor a tierra mojada que las precede. No me gusta ver envejecer a los que quiero. Me gusta el mes de septiembre. No me gusta no dormir lo suficiente. Me gusta madrugar y sentir en la piel el relente de las mañanas. No me gusta el pimiento crudo. Lisboa, Lisboa me gusta. Me gusta el azul del mar. No me gustan las tardes de domingo en la ciudad. No me gustan las grandes superficies comerciales. Me gustan los tejidos, sus colores, sus texturas. Me gustan las ferreterías. Me gustan las revistas de figurines antiguas. Me gusta el tacto y el olor de los libros nuevos. Me gustan las bebidas amargas, especialmente la cerveza. Me gustan las mujeres  que se pintan los labios de rojo pasión al estilo de los años cincuenta. Me gustan los mercados de abasto. Me gustan las vías de ferrocarril. Me gustan los fardos de paja y las catenarias de la luz y los molinos de energía eólica dispuestos arquitectónicamente y convergiendo en la lejanía. Me gusta Albert Camus, me gusta Chagall, me gusta Luis Cernuda, me gusta Capa, me gusta Claude Chabrol. No tengo cantautor preferido. Me gusta el color amarillo. Me gusta el cielo azul rodeado de nubes algodonosas. Me gusta el perfume de Issey MiyaKe. No me gusta, me pone nerviosa, esperar. No me gusta la Navidad. No me gustan los bautizos ni las bodas ni las comuniones ni las procesiones ni las fiestas nacionales ni locales. No me gustan, he decidido que ya no me gustan, las corridas de toros. Me gustan los cascos históricos de cualquier cuidad. Me gustan los viernes. No me gusta el tacto áspero de la piedra pómez. Me gustan los grafitis. No me gustan las labores de la casa. No me gusta la estética de los cementerios. Me gusta coleccionar piedras de mi playa preferida. No me gustan los manuales de instrucciones, de hecho no he conseguido leer ninguno entero. Al hacer este ejercicio he descubierto que me cuesta más encontrar cosas que no me gustan que cosas que me gustan.



Química de los parques





El joven estudiante parecía pensativo cuando me ha abandonado a la intemperie de la noche cerrada. Se conocieron hace cinco meses. Él estaba sentado con su libro de química cuando ella se acercó exhausta, encendió su cigarro, lo aspiró con fruición sin quitar ojo al niño menudo que se balanceaba en el columpio. “No te apures”, la dijo, “no le va a pasar nada, a los niños hay que darles aire para que respiren y aprendan a crecer”. Por primera vez reparó en él, y poco a poco le fue contando sus temores de madre primeriza. Desde entonces cada miércoles se reúnen en el banco para hablar de sus vivencias de la semana, de sus preocupaciones, de sus miedos, de sus proyectos… aunque nunca hablan de ellos. Yo que soy testigo mudo de sus confesiones, he llegado a la conclusión de que tal vez sea eso lo que mantiene intacta su relación imposible.
Esta tarde se han reído por un chiste que contó él y estaban tan cerca que por un momento sus respiraciones se han juntado, entonces se han quedado callados, y muy juntos y muy quietos, como si se percataran de que la química contenida en el libro del joven estudiante había traspasado a la vida, impregnándoles. Ella ha cogido un cigarro con que ocupar sus manos. Al poco el niño la ha llamado y se han despedido hasta el miércoles, “¿por qué vendrás aunque haga frío”, “pues claro que vendré”.
La ha seguido con la mirada hasta perderla de vista, preocupado, como yo, por la llegada del invierno.

Porque aunque hay otros merodeadores del banco, -están los viejos que rivalizan por quien cuenta la batalla más asombrosa, o la mujer que ofrece migas de pan a las palomas “zorita, bonita, zorita”, las dice a modo de reclamo, o el pintor que dibuja árboles con figuras humanas… a ninguno espero con la emoción reencontrada con que les espero a ellos. 

domingo, 19 de octubre de 2014


Tiempo de membrillos



      Regresan esos días de horas enormes y luz más intensa y dorada colándose por las rendijas de las ventanas para permanecer remolona, vehemente, casi insaciable, pareciera que le pone zancadillas a las sombras de la tarde que irremediablemente la suceden.  
Días que nos regalan recuerdos que creíamos olvidados: un paseo hacía el Molino donde discurre intermitente el río, el olor a libros nuevos, las tardes interminables en el tobogán del parque, el sonido de los enjambres de las abejas, el regusto agridulce de la lagarada tras terminar la jornada de vendimia, el olor a alcanfor de los jerseys de manga larga sacados del profundos cajones de la cómoda, o ese otro, esencial, de los membrillos...


jueves, 9 de octubre de 2014

Llueve
De todos los regalos que me hace la lluvia en la ciudad de otoño hoy me quedo con la lluvia cayendo torrencial, oblicua, sobre un trozo de mi balcón, chocando y haciendo burbujas contra el asfalto, purificando el aire urbano, rozando esquiva mis labios, discurriendo entre mis manos extendidas como quien recoge una ofrenda.
Ah, de la lluvia, de la simple y sanadora lluvia.
¿Qué puedo hacer hoy?





¿Qué puedo hacer hoy con esta vuelta al pasado
que me acompaña desde las seis y cinco de la madrugada,
de condenados a muerte en juicios sumarísimos
según arbitraria
y premeditada
y  provinciana
y alevosa injusticia.

¿Qué puedo hacer con esta evocación de vencedores chuscos,
y viudas en vitalicio luto
-Sí, Oliver, hay lutos que duran toda una vida-
que arrastran tras de sí una recua de críos
-frutos que el amor libremente elegido las dio,
y la guerra, 
tramposa prestidigitadora,
truncó poco después en inasible sombra-.

Que puedo hacer, di, en este día de horas
que se debanan lentas,
densas,
como esperando una lluvia torrencial y sanadora
que no acaba que llegar,
pero que si llegara
-estoy segura-
se llevaría consigo
toda la carga de una muerte
que  arrastra tras de sí
un duelo sin sepelio y sin flores,
un duelo sin plañideras, ni beso de despedida o al menos un leve roce de dedos,
-eso sí, tenemos misa de funeral en vida-,
un duelo en soledad estricta,
pues la compañía de seres ateridos que esperan como tú  la muerte no es consuelo,   
un duelo  
que dura
exactamente
hoy
setenta
y
ocho
años.




  

sábado, 27 de septiembre de 2014




 
PERDÓN









Cientos de veces durante años el coronel Salgado había proyectado vengarse del asesino a sueldo que le arrebató a su familia si hubiera sabido quien era. Un día de finales de septiembre recibió una carta del asesino contando los pormenores de su crimen y pidiendo un encuentro. Se citaron en el monumento dedicado a Alfonso XII del parque del Retiro. Cuando lo tuvo frente a sí escrutó su rostro, devastado y viejo, muy semejante al suyo. El hombre cayó a sus pies, llorando como un niño.
–Te perdono y te libero.
Luego abandonó el parque sin mirar atrás, sintiéndose súbitamente ingrávido, como las hojas secas de los castaños que acariciaban el aire antes de caer al suelo.  

sábado, 20 de septiembre de 2014



De dinosaurios y de elefantes





En un taller de escritura oí que Cortázar había dicho que siempre que  en un relato aparecía un animal, seguidamente aparecía otro. Probadlo, veréis como se  cumple con rigurosidad cartesiana.


Martín Expósito Expósito espera sentado frente a la puerta del eminente psiquiatra. Es la primera vez que acude a la cita y no deja de morderse los pellejos que recubren sus uñas. Está muy preocupado porque desde hace dos  meses y medio, a la hora exacta en que se pone el sol, ve dinosaurios en las paredes y hasta en el techo de su casa. Los dinosaurios le saludan con las patas delanteras, le sonríen, le hacen guiños, le hablan de una forma tan rápida que es incapaz de entenderles, ¿o será que hablan en otro idioma? Son grandes, pequeños, verdes, parlanchines e inquietos. A veces se desplazan en manada de una pared a otra o se los encuentra solitarios debajo del armario. Con todo el trajín que se traen le tienen las paredes hechas un asco. Ya ha llamado a cinco pintores para que las adecenten, y cada uno de ellos al entrar en su casa niega la existencia de huellas. Cuando él insiste “pero fíjese en ese rincón, ahí, justo ahí, están las marcas de dos patas enormes”, le observan con recelo y seguidamente ponen pies en polvorosa. El último llegó más lejos, le dijo que se lo tenía que hacer mirar, que nunca antes había visto a nadie tan mal de la cabeza. Por poco llegan a las manos. Después de reflexionar ha decidido consultarlo.
Aunque faltan diez minutos para la hora de la cita un hombre menudo con una bata blanca le abre la puerta del despacho, le sonríe con sonrisa cariada, le invita a pasar.
Lo primero que llama la atención de Martín Expósito Expósito nada más entrar, es el colmillo de marfil de un elefante, justo encima del sillón del insigne médico.  Al ver el colmillo no puede evitar pensar en sus dinosauros.   
–¿Le gusta? –pregunta el psiquiatra señalando el cuerno.  
–Sí, mucho.
–¿Mucho cuánto?
–Mucho bastante. Es…alucinante estar tan cerca de uno.
–Una. El cuerno pertenece a mi esposa Carolina. Pero siéntese.
Martín le mira perplejo. Toma asiento frente al doctor que le agasaja con otra de sus sonrisas cariadas y le muestra la foto encima de la mesa de un gran elefante adulto rodeado de tres crías en medio de la extensa sabana.
–Mírela aquí con los niños cuando vivíamos en Kenya. El de la derecha es Pablo, el menor de mis retoños, y estas dos mujercitas que ve aquí –las señala con el dedo índice– son Amalia y Amelia. ¿Usted ha estado alguna vez en Kenya?, ¿no? Pues no deje de ir, se lo recomiendo. Es…, como le explicaría, el reino de los elefantes.  
Martín Expósito Expósito escucha atentamente asintiendo a cada una de las explicaciones del doctor.
–En realidad ése fue el último verano que pasamos juntos y felices. Luego nos trasladamos a Madrid y la cosa cambió. Mi mujer decía que echaba de menos el campo, que no soportaba la cautividad y aunque yo tenía la esperanza de que con el tiempo y una caña se fuera acostumbrando a la gran urbe, un día, la muy ingrata, se fue de casa sin dejar una triste nota y lo peor de todo, llevándose con ella a nuestros vástagos, –una lágrima discurre por su mejilla–. Claro que yo la seguí… la inmortalicé. Y aquí encima la tengo. Bueno, no es ella al completo, ya lo sé, pero me conformo… a los muchachos, en cambio, no hubo manera de recuperarlos. Habían heredado el espíritu libre de su madre y huyeron, con la gracilidad que caracteriza a la juventud, sin dejar ni rastro. Aunque puse la correspondiente denuncia en comisaría, no hubo nada qué hacer. Ya eran mayores de edad, por otro lado. A propósito, ¿cómo se llama?
–Martín, Martín Expósito Expósito.
–Pues no es que yo lo diga, Martín, pero Carolina era una auténtica belleza, la reina de las elefantas, se lo digo yo.  Si usted la hubiera conocido en persona podría dar fe. Tenía esas formas tan…rotundas, sí, eso es, rotundas. Y éramos una familia tan compenetrada al principio –las lágrimas caen ahora sin rebozo por la cara del médico­–. Si había que llevar a nuestras elefantitas a clase de ballet íbamos juntos, si a Pablo al zoo a ver los leones, también. A Pablo, sabe, le encantaba el zoo. Y no es de extrañar, claro, dada su esencia animal. La verdad es que después de dos años me cuesta entender porqué me abandonó… yo siempre fui un buen marido, nunca la engañé…bueno, una vez sí lo hice… en un safari que hice a Botsuana, pero fue una aventurilla minúscula, un escarceo importancia, y pondría la mano en el fuego a que de ese “asuntillo” Carolina ni se enteró. Ella iba a lo suyo, y lo que más le gustaba era campar a sus anchas. Todavía me acuerdo de las siestas monumentales que se pegaba con esos ronquidos que eran música celestial para mis oídos y que por desgracia –el médico llora ahora a moco pelado–  ya no volveré a escuchar jamás. 
–No se apene, doctor. El pasado pasado está.
–Ya, ya, como a usted no le afecta.
El médico se suena con estridencia en la manga de la bata. Luego parece darse cuenta de la turbación que este gesto causa en su interlocutor, y añade:
–No está bien que me suene a la bata ¿Verdad?
Martín Expósito Expósito se encoge de hombros. Luego niega con la cabeza.
–Ya. Siempre me lo dicen, que cuide las formas, que tenga educación, pero a veces se me olvida. Es por el tiempo que pase en la sabana, ¿sabe? Allí todo es diferente, más salvaje y natural, ¿no tendrá un clínex?
Martín vuelve a negar.
–¿No? ¡Vaya!
El psiquiatra se dispone a abrir el cajón de la mesa del despacho, pero en el último instante, como si se le hubiera ocurrido una idea mejor, se pone en pie:
–Ah, ya sé, mejor voy a buscarlo a la planta. Allí siempre hay siempre montones. Espere un momento, enseguida bajo y le sigo contando de donde me viene está obsesión por los elefantes. Porque usted, como todo bicho viviente, también tendrá la suya. ¿A que sí, pillín?, ¿a que alguna obsesión tiene?
Martín Expósito Expósito va a contarle su reciente obsesión por los dinosaurios que ve en todas partes y que nadie más que él ve, pero el doctor Ripoll alcanza la puerta y sin dejarle hablar, hace mutis por el forro.  
Al quedarse solo en el despacho se fija detenidamente en la foto de la opulenta Carolina con sus retoños. Luego levanta la vista a su cuerno nasal ¡Cuánto debe sufrir el doctor con tamaña pérdida! A él eso no le va a pasar, no tiene familia, así que no tiene riesgo de perderla. Además, se está mejor solo. Bueno, él solo no está. Desde hace dos meses y medio le acompañan, a la hora exacta en que se pone el sol, esos inofensivos dinosaurios que no hay forma de despegar de las paredes ni del techo, ni de que dejen de parlotear y señalarle con sus patas o mover el rabo como si tuvieran que contarle algo, ¿algo qué? No sabe. Hasta ahora les ha ignorado. Pero desde hoy les mirará de frente. Escuchará lo que tengan que decirle. Y si lo que hablan es otro idioma intentará aprenderlo. Sí, aprenderá el lenguaje de los dinosaurios. Se hará su amigo y así no estará tan solo. Además, a él personalmente le gustan mucho más, sin punto de comparación, que los  elefantes. Son más arcaicos, tienen, como lo definiría, más solera. Al abandona la consulta ve sentadas a dos mujeres en dos asientos bajos. Seguro que son pacientes del doctor Ripoll. Que las atienda cuando vuelva porque a él ya no le hace falta. Él ya está curado. Justo a la salida del frenopático se choca con un hombre fornido, ataviado con un elegante abrigo de cachemir y un sombrero rematado con una pluma de faisán. Martín siente en su mejilla el roce de la lana del abrigo, y tras esbozar una torpe e ininteligible disculpa, alcanza la calle. Es por esto que no puede ver como el hombre se introduce en el despacho que acaba de abandonar para, sustituida la ropa de calle por una bata inmaculada, asomarse a la puerta y llamarle a él, a Martín Expósito Expósito, varias veces. Tampoco puede oír cómo las dos mujeres sentadas frente el despacho del eminente psiquiatra se deshacen en explicaciones acerca de un señor menudo con una bata blanca que subió en el ascensor, y de otro que salió hace unos segundos del despacho. Ni puede, tampoco puede, escuchar el comentario del psiquiatra: “Cayo Barroso, de la cama doscientos dos, seguro que la ha vuelto a armar escenificando otro de sus floridos delirios de grandeza”, porque ya ha alcanzado la calle y, presa de una recuperada tranquilidad, se dirige a su casa dispuesto a entablar amistad con las manadas de dinosaurios verdes, grandes, pequeños, parlanchines e inquietos, que le esperan para recibirle con las patas delanteras bien abiertas.  


"De dinosaurios y de elefantes" fue uno de los veinte relatos finalistas del I Concurso convocado de este género por el café-libreria de Madrid "El dinosaurio todavía estaba allí" (2013).

martes, 16 de septiembre de 2014

Fin de verano


Perdura aún
esa caricia de espuma
en el costado,
mientras los dedos 
esculpen en la arena
palabras 
tan amables
-bálago, 
azul,
balón,
orbayo,
ola...-
como efímeras.

lunes, 8 de septiembre de 2014


Hermandad

 

 

 

En el chigre una veintena de hombres miraban expectantes la pantalla. A diferencia del griterío habitual no se oía otra cosa que la voz acelerada del locutor, seguida del eco cada vez más presente del “Santa Bárbara Bendita”. Después de dieciocho días siguiendo la marcha minera hacia la capital había llegado el  momento. Con las luces de los cascos centelleando, como si de interminables luciérnagas se tratase, las cinco columnas de los mineros abriéndose paso entre la multitud de la Gran Vía resultaban un espectáculo soberbio. Del pueblo habían ido Gelito y Adrián “el vasco”, aunque entre las miles de cabezas resultaba imposible distinguirles. “Mira, ese parece…” decía de pronto algún tertuliano señalando con el dedo la pantalla del televisor y elevando la voz, pero al darse cuenta del error rectificaba “ah, no…, no es, el caso es que parecía”. Miré a mi abuelo y vi como se le iba hinchado cada vez más la vena verdeazulada que a veces se le pone en el cuello. Al final de la noticia algunos hombres aplaudieron. Mi abuelo se puso en pie, gritó:

-¡Bravo, muchachos! ¡Con la lucha minera se está o no se está!   

Frente al televisor estaba mi tío Tomás que al girar la cabeza se topó con los ojos envenenados de su hermano. Se dispuso a abandonar el bar. Pero al pasar por nuestra mesa, mi abuelo murmuró:  

-Te jodes, o sino no haber hecho lo que hiciste.   

Mi abuelo y mi tío Tomás no se llevaban desde hace años y yo desconocía el motivo. En casa, como si de un acuerdo tácito se tratase, jamás se hablaba de su falta de entendimiento. A la noticia de los mineros siguió el parte del tiempo. Los hombres se fueros dispersando. Mientras miraba las líneas isobaras en la pantalla del televisor, pregunté: 

-¿Qué pasó entre el tío y tú pa que os llevéis a matar?

Mi abuelo bebió un trago de orujo, dijo:

-La vida del minero ha sido de permanente lucha, nuestros logros se han hecho siempre con esfuerzo. Tú no habías nacido cuando en el setenta y dos peleábamos de nuevo por más sueldo, menos permanencia en el pozo, más descanso… Tuvimos varias reuniones con la patronal sin conseguir que cediera un ápice. Como medida de presión se nos ocurrió destrozar los cables de arrastre. Sí, ya sé que eso es un acto vandálico, sabotaje, le llaman… Además, yo por entonces era enlace sindical con lo que tenía un gran conflicto entre mediar o actuar de forma mucho más tajante. Llegue a la conclusión de que a veces uno tiene que enseñar los dientes para hacerse valer… Lo haríamos por la noche, lo teníamos todo planeado, con tan mala estrella que nos estaban esperando -mi abuelo miró un punto de la pared amarillenta como si, a pesar de sus ojillos gastados, quisiera traspasarla-. Todos menos uno logramos huir. Al compañero detenido le presionaron para que cantara, no lo hizo, pero estuvo tres meses en la cárcel. Para el grupo en general, también para mí, aquello fue un duro golpe –hizo una pausa en la que apuró el último trago de vino-: Le di muchas vueltas, sin entender lo que había podido ocurrido. Entonces tu tío Tomás empezó a distanciarse, a cambiar, a ponerse del lado de los jefes. Yo no sabía si se trataba solo de una impresión mía, hasta que un día me enteré que le habían ascendido. Eso me puso tras la pista. Y a solas le solté mi sospecha. Curiosamente no negó su traición y me llamó fracasado. Discutimos fuerte,  al final le dije lo que hoy, que con los trabajadores se estaba o no se estaba y que era un esquirol. Desde entonces no nos dirigimos la palabra. No hablarme con mi hermano no es lo que peor llevo, lo que peor llevo es callar lo que sé. Ahora también lo sabes tú.

Después de su confesión quedamos un rato en silencio, pensando, al menos yo lo hice, en lo complejas que son las relaciones humanas. Con un golpe en la mesa pidió al tabernero que le llenara el vaso. “Al chico también”. Iba a negarme, a decirle que no, que no bebía, pero su confesión me había abierto las ganas de beber ese licor de hombres que hace recios los corazones y endurece las gargantas. Brindamos por la lucha de los mineros, esos otros hermanos, no de sangre, que no admiten fisuras.
 
Relato sobre la lucha minera publicado en el mes de julio de 2014 en la revista cultural de Noceda del Bierzo "La Curuja" que coordina Manuel Cuenya. 

 

martes, 2 de septiembre de 2014




Relato publicado en el libro "El cuento por favor" de la convocatoria del curso 2006-2007 de talleres de escritura "Fuentetaja".
Leído en el café literario "El dinosaurio todavía estaba allí" el 26/9/2013.



SEÑORITA CORAZON SOLITARIO



(o historia en Cinco Actos)

 

 

Acto primero

 

Lo primero que hace Olvido todos los días cuando se levanta es asomarse al balcón y contemplar sus geranios. Los suyos son los mejor cuidados del vecindario, y no es picar de orgullo pero está segura que llaman la atención de cualquiera que pase por la calle, levante la vista y los vea sobresaliendo, todo rojos y rosas y blancos y fucsias y amarillos, por entre las rendijas de la balconada de forja. Claro que estén tan bonitos no es casual, sino fruto de una dedicación exclusiva y un calculado suministro de agua, sales, abono soluble... y sobre todo amor, mucho amor, como decía siempre su madre antes de la parálisis… Contempla con arrobo su geranio preferido, el “lady Plymount”, una especie única y rarísima de color malva que compró hace algunos años en el puesto de flores de Antón Martín. Al ver una hojita amarilla en el tallo, sus labios se contraen en un gesto de disgusto. Con sumo cuidado, “es por tu bien, lady,” arranca la hoja y la guarda en el bolso de su bata rosa de guatiné. Ya se retira cuando nota un destello. Mira en la dirección del mismo y se da cuenta de que un hombre le dispara con su cámara de fotos desde la ventana del edificio de enfrente. Olvido se lleva instintivamente la mano al pecho y se cierra el escote de la bata que le llega hasta los pies. Luego, llena de desconcierto, entra en casa.
 
 
Acto segundo
 
 
Del segundo, el disparo procedía del segundo, se dice mientras levanta la tapa de la cafetera y comprueba que está vacía. Ese piso tiene puesto el cartel de “se alquila” desde hace meses. La rellena y pone al fuego. ¡Qué descaro fotografiar a la gente así, sin permiso, seguro que es ilegal! Y dos veces además. Porque el destello que notó al principio era también una foto. Y a ella, qué boba, no se le ha ocurrido otra cosa que meterse en casa corriendo,  habrá pensado que es una mojigata, pero qué otra cosa iba a hacer si la pilló desprevenida y además con esas pintas. Va al baño. Se coloca frente al espejo, agacha un poco la cabeza y observa la raíz blanca de su cabello de al menos diez centímetros de grosor. Mañana se teñirá sin falta. De un rubio varios tonos más claros de  los que acostumbra. Su madre, con esa mentalidad tan de otra época, siempre decía que teñirse de rubio era de pilinguis y de guarras. Pero ahora ya poco puede decir. Mira de soslayo, como si posase para una cámara invisible, a un punto incierto del espejo. El hombre era como de su edad, ni muy gordo ni muy flaco, ¿cómo se llamará? ¿Ramón? Se alisa una ceja, luego la otra ¿Elías? Se muerde los labios pálidos, que adquieren un fugaz color cárdeno ¿Dámaso? Sonríe. Dámaso le gusta. Dámaso es un nombre que siempre le gustó, no sabe muy bien porqué. Claro que si ha alquilado el piso seguro que ha quitado el cartel. Camina rápido por el pasillo, cruza la salita y se acerca al balcón. Con cautela separa el visillo comprobando que el hombre ya no está en la ventana. El cartel tampoco. De regreso a la cocina nota un fuerte olor a café quemado y observa, ausente, el minúsculo charco marrón que se ha formando en la placa de la cocina.
 
 
Acto Tercero
 
 
Antes de acostarse se acerca al balcón. A través de la fina tela de la cortina ve la silueta del hombre asomado en la ventana. Con el corazón latiéndole con fuerza se oculta rápido por temor a ser descubierta. Permanece en la penumbra unos minutos hasta que poco a poco se va calmando. Luego se retira a su cuarto, se mete en la cama cubriéndose entera con la sábana que lleva sus iniciales e imagina que baila con Dámaso, mejilla con mejilla, en la pista de una discoteca. Se ha puesto un vestido rojo de escote cuadrado y de fondo escucha su bolero preferido: “Mujer, si quieres tu con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez”, “¿Quieres que tomemos algo?” “ Bueno, pero espera que termine esta canción”, “Te he dejado de adorar”... Piden las bebidas en la barra, se sientan en un rincón del reservado, beben. Él le coge su mano entre las suyas, tan cuidadas, y acerca su rostro al de ella que baja la cabeza mientras se fija, no puede dejar de fijarse, en la seda suavísima de su corbata azul cielo con motitas amarillas. Siempre le volvieron loca los hombres con corbata. Le mira, al  fin, de frente, y sus labios se funden en un largo y apasionado beso. Después nota su cuidada mano de oficinista, (Dámaso no puede ser sino oficinista) ahora transformada en una audaz mano amatoria, subir audazmente por su entrepierna y abrirse paso entre su braga buscando la fuente misma del placer. “¿No crees que vamos muy deprisa?” “Ah, Olvidito,  me vuelves loco”. Y siente un dedo, el índice, entrar en su sexo y salir y entrar, y luego dos, dos dedos, el índice y el corazón, moviéndose, húmedos y propios en su interior, rápido, cada vez más rápido, bajo la sábana que lleva bordadas sus  iniciales.
 
  
Acto Cuarto
 
 
Como todas las tardes de sábado desde hace dos años, Olvido visita a su madre en la residencia. La anciana permanece tendida en la cama con los ojos cerrados y su respiración es tan imperceptible que por un momento piensa que está muerta. Pero al rozarle la frente con los labios abre los ojos, mira a su hija con asombro, parpadea sin cesar.
Entonces Olvido le dice que sí, que se ha puesto el pelo de rubio platino, pero que no la mire con esa cara de cordero degollado porque ya no es la jovencita de dieciocho años a la que prohibió teñirse de rubio como hicieron todas sus amigas, Pili, Filo, Ernestina, cuando ese color se llevaba a rabiar. La anciana la mira con los ojos muy abiertos, expectantes. Intenta articular palabra, pero no puede. Sí, madre, con eso de ser la hija única del coronel Ridruejo, fallecido en acto de servicio, tenía que ser discreta, dejar el pabellón bien alto, aspirar a que un día llegase alguien que tuviese igual o parecida graduación que papá. Y así me pasé la juventud, aspirando, esperando, porque el único que llegó fue Félix, el pescadero del mercado, y a tí, claro, te pareció poca cosa. Y es verdad que Félix era poca cosa en todos los sentidos, menudo como un alfiler, bajito, hasta algo tartamudo, pero fue el único dispuesto a sacarme de mi estado permanente de soltería, y al final todas se casaron, Pili, Ernestina, la Filo, ¿Te acuerdas de la Filo? Ganso la apodábamos, porque al andar primero echaba las piernas y luego el resto del cuerpo, pues la  Filo también se casó, con Félix, mamá, y yo fui la única que me quedé compuesta y sin novio. Olvido mira al suelo con el ceño arrugado y se lamenta en voz baja, ¡bien me jodiste la vida! Luego levanta la vista y sonríe tal vez de un modo exagerado. Pero ya no me importa. ¿Sabes porqué, mamá? Porque por fin he conocido a alguien. Mira a su madre de reojo y ve que ésta la mira con los ojos como platos. ¡Sí, sí, cómo lo oyes! No te puedo decir si tiene buena posición o si es de buena familia, porque lo cierto es que no lo sé. Lo único que sé es que vive en el portal de enfrente, que es pintor de cuadros, me lo dijo Juanita, la portera de enfrente, ah, y también sé que le gusta la fotografía. Olvido mira, soñadora, a un punto incierto de la pared marfil. ¿Sabes, mamá, que fue sacando fotos cómo le conocí? Se ríe. Y aunque todavía no me ha propuesto nada no creo que tarde en darme una señal. Y en cuanto lo haga te juro que no me lo pienso dos veces. Tempus fugit. A ir al cine, al teatro, a conciertos, a discotecas, ésas de las que tu no querías ni oír hablar porque decías que era un invento del diablo, un sitio indecente donde las parejas iban a toquetearse a oscuras... Mira a su madre retadora. Aunque la realidad es que las discotecas no las soportabas porque papá no murió de un infarto una noche en acto de servicio como ponía la esquela que publicaste en cinco periódicos, sino en un acto mucho más lúdico y carnal en el “Paradise Club”.  Su madre desvía la vista hacía otro lado y cierra los ojos, apretándolos mucho, como si con ello pudiera desoír lo que su hija le está contando. Sí, madre, siempre lo he sabido, lo mismo que todo el vecindario lo sabía, pese a tu intento inútil de preservar la imagen de familia ejemplar.  Mira el reloj. Uy,  me voy antes de que me cierren la mercería que hay en la calle principal, donde he visto un conjunto de lencería fina de color malva precioso, si madre, me deshice de las bragas altas de algodón y los sujetadores como de ortopedia que me comprabas por docenas. Se levanta, va a dar un beso a la anciana que está al borde del paroxismo, pero en el último momento se lleva el dedo índice a los labios y con él le roza la frente. Bueno, lo dicho, hasta el próximo sábado.
 
 
Acto Quinto
 
 
Después de la exhibición impúdica hace cinco días en el balcón no ha vuelto a tener noticias de él. Y está tan nerviosa y preocupada que no hace otra cosa que asomarse a la ventana para ver si le ve, mirándola como antes. Pero nada. Claro que  si ella se había insinuado, si a plena luz del día había colocado la mecedora en medio del balcón, arrancado una flor de su lady y meciéndose, tac, tac, tac, tac,  se había pasado la flor desde las uñas de los pies recién pintadas de rojo pasión hasta las caderas, mientras su bata, a medida que avanzaba, se abría más y más, si luego se había volteado a un lado mostrándole ampliamente su glúteo derecho y sin dejar de mecerse, tac, tac, tac, se había volteado hacia el otro lado, como imaginaba hacían las modelos al posar para una cámara, si se había abanicado con la flor y, sonriendo plácidamente, la había colocado en el centro justo del canalillo, mostrándole la buena combinación que hacían el malva de su “Plymount” y el tono a juego del conjuntito de encaje que acababa de estrenar... En fin, si había hecho todas estas cosas, había sido única y exclusivamente para incitarle a dar un paso más en su particular y muda relación.
Pero algo no había salido bien y, desesperada, decide pasar a la acción.  Le escribe una nota: “Te espero el jueves a las diez en la boite el Pintor. Tuya. Olvido (la vecina de enfrente)”. Lee la nota, tacha lo de tuya y lo vuelve a poner. Tras  comprobar desde la ventana que “su” hombre, primero, y Juanita más tarde, han salido, cruza la calle, entra en el portal y se acerca a los buzones de  correos, pero en la garita de la portera ve, pinchadas en un corcho y numeradas, todas las  llaves de los vecinos. ¿Y si cogiera un momento las llaves del segundo y entrara? La casa, había leído no hace mucho en una revista de decoración, es una radiografía de uno y lo que allí vea puede darle pistas de cómo encauzar su relación, porque fuera de esos escarceos balcón-ventana bien poco sabe, en realidad, del hombre que le quita el sueño. ¿Y si la pillan? Claro que  ella no es una delincuente, cogerá las llaves un momento y las dejará en su sitio, además en la vida hay veces que una tiene que arriesgarse si no quiere perder el tren y ella, desde luego, no quiere.  
Coge las llaves, sube las escaleras y abre la puerta. Mientras se dirige a la habitación del fondo le sorprende lo fácil que le está resultando todo. Al lado de la ventana ve un bastidor con un cuadro. Se acerca como atraída por un imán y se reconoce en la mujer semidesnuda que aparece en el centro. Su rostro, surcado por profundas arrugas, se retuerce en una obscena mueca de placer. Rodean a la mujer geranios de todos los colores, blancos, rosas, fucsias, rojos, amarillos que reproducen esa misma mueca alucinada, esperpéntica. En la base del cuadro lee: Vejez patética.
Con la respiración agitada, como si le faltase el aire, da un paso atrás y regresa corriendo a su piso. Con las tijeras de podar sale al balcón y corta compulsiva y rabiosamente sus geranios, reservándose el “Plymount” para el final. En el ambiente se respira un fuerte olor a hierro. Se arrodilla y rodeada de una carnicería de esquejes troncha, una por una, las ramas de su geranio preferido, pero al llegar al tronco, los ojos anegados de lágrimas, murmura débilmente: “No puedo hacerlo, no puedo”.  
 
 
 
 
                                                             
 
 
 
 

lunes, 25 de agosto de 2014

No hay tiempo


Apenas hay tiempo para llegar tarde a los sitios,
Para levantar diariamente la cabeza del lodo
Para, en días calurosos de agosto y de domingo,
Estrenar zapatos de charol.
Para acudir a los saldos de los grandes almacenes,
Para acompañar en los entierros a los paseados de la crisis,
Para poblar tu cuerpo mancillado por un vacío azul y sin esperanza,
Para aceptar la muerte, ese imponderable con mayúsculas,
De padres que soportan
En afligidos brazos
Hijos sin cabeza
Que circulan
-Injusticia universal y más terrible-
Por todas las televisiones del mundo,
Por todos los magazines del mundo,
Por todas  las pantallas
Y todos los teléfonos
De cristal líquido
Y última generación.
Apenas hay tiempo, no, para recomponer las astillas de la barca varada en el viejo muelle.

Mucho menos hay tiempo para cuadernillos rosas 
en los que anotar fracasos,
Empeños imposibles,
Fuegos de artificio,
Quiebros, requiebros o quimeras.
Para tratar de sanar inútilmente de la bilis oscura como un pozo,
Ésa que los expertos de la razón llaman melancolía.
Para espejismos que vaticinan falsos oasis,
Para desimaginar, 
Para desmemorizar,
Para reconquistar cada olor olvidado,
Para recrearse en la pérdida.

No hay tiempo para vivir la vida desde este lado del espejo,
Mucho menos para invocar la vida desde el otro lado del espejo.