martes, 29 de marzo de 2016

BIANCA


-¿Que es el deseo?
-El deseo, que dijo el poeta, es una pregunta cuya respuesta nadie sabe.


La primera imagen que Eloy conserva de Bianca es de una nitidez extraordinaria, tal vez  porque su presencia iba a marcar un antes y un después en su vida. Montaba un puzle de un castillo sobre la alfombra de comedor cuando vio sus altas botas rojas y brillantes, su vestido malva con círculos blancos, sus manos morenas apretando el asa de un pequeño bolsito de charol. Luego se fijó en su  rostro iluminado por una amplia sonrisa que no tenía otro objeto que él mismo. Al agacharse y darle un par de sonoros besos se sintió embargado de un intenso olor a vainilla.  
-Esta es Bianca –oyó que su padre decía por detrás-. Espero que os llevéis muy bien porque a partir de ahora se quedará a vivir con nosotros.
La madre de Eloy había muerto cuando él tenía dos años. De ella conservaba, a falta de recuerdos propios, una foto de medio cuerpo que reposaba sobre la mesilla de noche en la que miraba con ojos soñadores un punto incierto, para Eloy siempre misterioso. Por las noches, echado en la cama, había pasado muchos ratos contemplándola, imaginando que el objeto de esa mirada era él mismo. Pero cuando volvía de sus ensoñaciones notaba un gran vacío. Todos los chicos que conocía tenían madre. Todos menos él. Ahora tendría a Bianca.
De la boda de su padre con Bianca, Eloy recuerda muy claramente el ondular de su vestido corto en el momento de bailar el vals, y lo siguió evocando mucho tiempo después de que los novios con el primer descanso de la orquesta abandonaran la pista. La semana que estuvieron de luna de miel, la pasó inquieto en casa de su tía, contando día tras día los que faltaban hasta su vuelta.
Hasta que de nuevo el domingo los vio aparecer. Bianca traía un color dorado precioso que hacía que su blanca y amplia sonrisa resplandeciera aún más. A su padre también le notaba cambiado, como rejuvenecido. Venían cargados de regalos. El suyo era una gran bola del mundo que además hacía las veces de lámpara. Inmediatamente la llevó a su cuarto, la posó en su mesita de noche, y al encenderla, todas esas ciudades de nombre extraño, Bangkok, Shanghai, Taipéi, Hawai, se iluminaron. La bola desplazó el marco con la foto de su madre que por poco cae al suelo. Entonces plegó el soporte trasero y lo metió en el cajón de la mesita, junto con decenas de cromos, un billetero, una caja de tizas, que apenas usaba.  
A partir de ese día Eloy se convirtió en un espectador atento, riguroso, a los cambios que tuvieron lugar dentro de la casa. Los estantes de cristal del baño se fueron llenando con los tarros de cremas de la mujer, sus barras de labios, sus lápices de colores, aunque el rey de cuantos nuevos e insólitos objetos iban apareciendo era un frasco redondo de cristal labrado con gotas de agua, en cuyo interior, lo descubrió de inmediato al abrirlo, estaba su esencia. “Dolce Vita” leyó mientras se impregnaba del envolvente aroma.
Las cortinas de la casa fueron sustituidas por etéreos visillos de gasa que ondeaban por las mañanas, las repisas de las ventanas se llenaron de petunias y la vivienda se inundó de olores a guisos con el aroma a vainilla como base de todos los aromas. Al niño le gustaba ver a Bianca tender la ropa, sacudir las alfombras o hacer la cena mientras él, apoyados los codos sobre la mesa de la cocina, hacía los deberes. Algunas tardes ella le esperaba a la salida del colegio y cogidos de la mano, recorrían las tiendas más novedosas del centro. Se contagió del entusiasmo de la mujer mirando los escaparates, entrando en los comercios, preguntando por los precios de las cosas, palpando las telas. El premio tras tanta actividad era un enorme pastel que tomaban tranquilamente sentados en una cafetería mientras a través de la cristalera veían pasar gente. Ir de compras, aunque fuera al supermercado de la esquina, podía convertirse con Bianca en una gran aventura.
Un día durante el recreo, David, un muchacho que iba a un curso más adelantado, le espetó:
-Ayer estabas en la carnicería con tu  madrastra.
Eloy asintió con la cabeza.
-¡Jo, qué suerte tienes! Porque está como un tren, si yo tuviera una madrastra así te juro que estaba todo el día “empalmao”.
Eloy no sabía que significaba “estar empalmao”, pero intuyó un lado oscuro en las palabras del chico y dijo:
-Déjame en paz.
Olvidó el comentario hasta que una tarde después de clase unos cuantos muchachos  fueron al pinar. El cielo estaba oscuro y el aire olía a humedad. Uno de ellos llevaba cigarros y estuvieron fumando. Hablaron del soldadito que tenían entre las piernas, que además de para mear servía para metérselo a las chicas por un agujero que tenían ahí abajo, justo donde estaba el soldadito. David explicó que para que eso sucediera tenía que estar erguido y propuso ver  quien “se empalmaba” antes. Eloy, al oírle, se dio cuenta de lo que el chico había querido decir unos días antes. Y recordó que a él le había pasado alguna vez al hacer pis, al rozarse con algo o cuando se tocaba. Para animar al resto, David se bajó la cremallera del pantalón, se sacó el soldadito y empezó a meneárselo, de arriba abajo, despacio y concentradamente. Ya el resto estaba empezando a imitarle cuando cayeron cuatro o cinco gotas de lluvia, gordas como canicas, que dejaron marcas en la tierra. Cada vez llovía más y a pesar de que echaron a correr buscando un refugio llegó a casa calado. Temblaba. Bianca le ayudó a ponerse el pijama, se metió en la cama y aunque la mujer le colocó una manta más encima, siguió tiritando. El termómetro marcaba  treinta y nueve y medio de fiebre. Le dio una aspirina sin que ésta  cediera. Oyó que su padre y la mujer hablaban de llamar  al médico, pero al final le metieron desnudo en la bañera llena hasta el borde de agua fría. Eloy vio todo esto como a través de una nebulosa y sintió como en un sueño el contacto de los dedos suaves de Bianca masajeando su cuerpo. Los tres días que estuvo en cama, la mujer apenas se separó de él y cuando ya se encontró mejor imaginó que estaba en un hospital donde él era un héroe herido y  Bianca su enfermera, que con sus cuidados, sus pastillas y sus sueros le salvaba la vida. Ya no era un niño sino un hombre y su padre había muerto de viejo. Bianca, sin embargo, estaba como siempre. 
A partir de entonces las fantasías con la mujer fueron constantes. Por las noches en la cama recorría distintos lugares del globo en su compañía, lugares exóticos que elegía caprichosamente rastreando la bola del mundo. En Canadá se imaginaba que vivían en una cabaña rodeados de nieve. En Túnez recorrían el desierto y por la noche buscaban el refugio de los campamentos. En alta mar él era el capitán de un barco y ella una sirena hallada en una roca. En ese estado de semiinconsciencia se llevaba  la mano al soldadito, notaba que se erguía y sentía un placer muy dulce. En esta postura se entregaba al sueño.
Esos días en clase le dieron el programa de campamentos de verano que organizaba el colegio. Cuando lo enseñó en casa hablaron de mandarle.
-¿Y vosotros que vais a hacer?
-Iremos a la playa.
Se imaginó a Bianca tomando el sol sobre una toalla, mientras él a su lado observaba como poco a poco su piel dorada se iba tostando más y más. Por nada del mundo se lo perdería. Iría con ellos.
-No voy a ir a ningún campamento.
-Claro que irás -sentenció el padre -. A ver si crees que vas a salirte siempre con la suya.
Faltaba dos semanas aún y en medio de ellas estaba el cumpleaños de Bianca. Eloy planeó hacerle un regalo especial. Rellenaría una botella de cristal con tizas de colores imitando las dunas del desierto como había visto en el libro de tecnología. Mientras lo hacía se le ocurrió que evitar el campamento y que su padre y Bianca fueran de vacaciones ingeriría tiza, como había oído que hacían algunos compañeros de clase. ¡Vaya si lo haría!  
El día del cumpleaños tapó la botella con un corcho, la envolvió en papel de regalo y la puso un enorme lazo rojo. Para Bianca. Su amor. Su vida. Entró en la casa. Le pareció que estaba vacía hasta que oyó un ruido procedente del dormitorio principal. Con paso decidido se dirigió al mismo, la puerta estaba entornada y ya iba a entrar cuando unos gemidos le retuvieron. Desde la puerta acertó a ver el armario de lunas, en el que se reflejaba la imagen del hombre y Bianca desnudos sobre la cama. Su padre estaba encima de la mujer y tenía metido su soldadito en el agujero de ella. Pensó salir corriendo, pero estaba paralizado. Los dos se movían, cada vez más deprisa, y los gemidos que le habían alertado al principio iban en aumento. Pararon unos segundos, la mujer se incorporó. Fue cuando vio sus pechos grandes, su aureola en el centro,  la mata de vello del pubis. Pero lo que más le llamó la atención fue el soldadito enorme, erecto, de su padre que se echó ahora encima de la cama. Bianca se sentó encima del soldadito hundiendo éste dentro de ella, que aparecía y desaparecía a medida que se movía arriba y abajo. A Eloy la cabeza le ardía como si le fuera a estallar y el soldadito le latía. Sintió que iba a vomitar. Hasta que de pronto el movimiento cesó. Oyó decir a Bianca clara, nítidamente:
-Carlos. Mi amor. Mi vida.
Después le pareció que los ojos de la mujer se posaban en la luna del armario, echó a correr con la botella cogida por el cuello. Lejos de casa la estampó contra el suelo. Y estuvo toda la tarde dando tumbos por ahí. Cuando volvió a casa era ya de noche, le riñeron por la tardanza, le reprocharon lo desconsiderado que había sido al no acordarse de un día tan especial. Él no contestó. Condescendiente, la mujer dijo: “Anda, ven a probar la tarta de cumpleaños”. Pero no quiso. “Déjale si no quiere, ya se le pasará”. Y por primera vez en mucho tiempo agradeció que su padre le dejara al margen. Antes de acostarse entró en el baño, echó el cerrojo y se miró en el espejo el soldadito que estaba como serio y mustio. Nada que ver con el de su padre. Un capitán general comparado. Vio el frasco de perfume sobre la repisa de cristal y le repugnó su olor con solo imaginárselo. Ya en su cuarto retiró la bola del mundo y al colocar donde siempre había estado el marco con la foto de su madre, vio una caja de tizas y pensó: “¡Qué tonto he sido, y yo que pensaba  comérmelas!”.
Al día siguiente en el desayuno anunció:
-He decidido que sí, que voy al campamento.

NOTA: Relato publicado el 6/3/16 en la sección Contexto Global del periódico digital Astorga-Redacción. 



                                                                                   

No hay comentarios:

Publicar un comentario