miércoles, 12 de octubre de 2016


Verano del 79


              Las tardes de aquel verano del 79 eran aburridas, interminables, más que interminables, eternas. Y es que mientras sus amigos forasteros, venidos a la ciudad en temporada de estío, disfrutaban de animados baños con aguadillas en la piscina del Coto de Campollano de su pueblo, de aventurados paseos en bici por caminos vecinales o entretenidas meriendas en la fuente Segis, él, un niño de catorce años tenía que limpiar la cuadra y ordeñar las catorce vacas de leche, catorce también eran como sus años, de su padre, cuyos nombres MORA, AMAPOLA, BONITA, PALOMA, CHULA, LUCERA, PITUSA, REINA, GOYA, DANESA, GEMA, MARAVILLA, PERLA Y REVOLTOSA, perduran en su memoria con huella indeleble. 
Una tarde recibió la visita de sus amigos forasteros, y les pareció tan novedosa y extraordinaria la actividad que se desarrollaba dentro de la cuadra, que a partir de entonces siguieron viniendo todos los días.
Lo que hasta entonces había sido para el muchacho una pesada carga, se trasmutó en juego.
Ah, y de pronto las horas le parecieron mermadas de minutos, como si un mago caprichoso se hubiera encargado de borrarlos, aquel mes de agosto que tocaba a su fin, de ese reloj imaginario y personal y subjetivo, del tiempo.


Con Miguel Angel Paramio Rodriguez, a quien pertenece esta historia que, a su vez, pertenece a aquellos maravillosos años.

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