jueves, 8 de octubre de 2015



El TIEMPO DEL LÚPULO.







De pequeña algunas tardes de verano “bajábamos” a la huerta que cultivaban mis abuelos. “Bajar” o “subir” eran conceptos que en nuestro entorno familiar usábamos a nuestro arbitrio, de manera que salir de casa y recorrer por carretera los dos kilómetros que había hasta llegar a la huerta, lo llamábamos bajar, mientras que el tramo contrario era subir.
El hecho de bajar a la huerta constituía para nuestras mentes infantiles una suerte de fiesta menor o de diario.  
En la huerta, los pequeños transitábamos por un camino de tierra, situado a la izquierda de las plantaciones de verduras, hortalizas y árboles frutales, que como delimitado por una linea invisible, la linea que marcaba "esto se puede", "esto no se puede", no debíamos sobrepasar para no causar destrozos. Al final del camino, justo donde estaba el guindal y la poza, se abría un sendero más amplio que conducía a la plantación de lúpulo de Sena, -así se llamaba el dueño-, que la mayor parte de las veces contemplábamos en la lejanía. Pero cuando los mayores nos dejaban acompañarles a la plantación del vecino, y ver de cerca la caseta atípica, casi señorial, de dos plantas y curvada escalera que la flanqueaba, las matas del lúpulo suspendidas de alambres verticales que alcanzaban varios metros de altura, -la distorsión infantil hacía parecer mucho más altas-, cuando aspirábamos ese olor acre, denso, casi varonil que lo invadía todo, lo que había empezado como una fiesta menor o de diario, acababa convirtiéndose para nosotros en un festival de los sentidos.     

Ya no hay lúpulo en esta tierra del sur más sur de León. Por eso cuando hace unos días vi que una única rama había fructificado a un lado de la carretera, mimetizándose con la valla amarilla, pensé que había escapado, -huido más bien-, de un trozo de infancia, a fin de burlar, como si de una pueril travesura se tratara, eso que los mayores hemos dado en llamar tiempo. 



NOTA: Foto de caseta atípica, casi señorial de Isidoro Fernández. 

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