lunes, 17 de noviembre de 2014

Química de los parques





El joven estudiante parecía pensativo cuando me ha abandonado a la intemperie de la noche cerrada. Se conocieron hace cinco meses. Él estaba sentado con su libro de química cuando ella se acercó exhausta, encendió su cigarro, lo aspiró con fruición sin quitar ojo al niño menudo que se balanceaba en el columpio. “No te apures”, la dijo, “no le va a pasar nada, a los niños hay que darles aire para que respiren y aprendan a crecer”. Por primera vez reparó en él, y poco a poco le fue contando sus temores de madre primeriza. Desde entonces cada miércoles se reúnen en el banco para hablar de sus vivencias de la semana, de sus preocupaciones, de sus miedos, de sus proyectos… aunque nunca hablan de ellos. Yo que soy testigo mudo de sus confesiones, he llegado a la conclusión de que tal vez sea eso lo que mantiene intacta su relación imposible.
Esta tarde se han reído por un chiste que contó él y estaban tan cerca que por un momento sus respiraciones se han juntado, entonces se han quedado callados, y muy juntos y muy quietos, como si se percataran de que la química contenida en el libro del joven estudiante había traspasado a la vida, impregnándoles. Ella ha cogido un cigarro con que ocupar sus manos. Al poco el niño la ha llamado y se han despedido hasta el miércoles, “¿por qué vendrás aunque haga frío”, “pues claro que vendré”.
La ha seguido con la mirada hasta perderla de vista, preocupado, como yo, por la llegada del invierno.

Porque aunque hay otros merodeadores del banco, -están los viejos que rivalizan por quien cuenta la batalla más asombrosa, o la mujer que ofrece migas de pan a las palomas “zorita, bonita, zorita”, las dice a modo de reclamo, o el pintor que dibuja árboles con figuras humanas… a ninguno espero con la emoción reencontrada con que les espero a ellos. 

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